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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Literatura
2 1 2011
El barco de ébano (fragmento) de Ricardo Gattini

El ebanista asistía con Petra a reuniones sociales, invitados por familias chilenas a la que habían conocido en actividades religiosas celebradas por los frailes dominicos. Les gustaban esas tertulias, porque eran libres y agradables. También asistían frecuentemente extranjeros jóvenes que eran atendidos con muchos cumplidos por parte de las damas locales, también jóvenes.

En casa de una dama chilena, casada con un coterráneo suyo nacido en York, coincidió con la vista de un viajero inglés con un apellido que tenía algo de alemán. Se trataba de un hombre muy culto y preparado. Antes de venir, se había leído toda la literatura impresa sobre el continente sudamericano. Era un poeta sensible que, al conocer a Petra, habló en términos muy duros de la institución de la esclavitud, indicando que ésta pronto dejaría de emplearse por las “últimas medidas adoptadas por Inglaterra”: se refería a la prohibición de la trata, pero se guardó muy bien de mencionar que en sus territorios todavía no se abolía esa lacra.

Agregó que en Brasil se practicaba en ese entonces y desvió la atención extendiéndose latamente hacia la condición de los indígenas que en Sudamérica fueron evangelizados para su cautiverio y venta  con el fin de que trabajaran en las minas. Sin embargo, omitió decir que la corona española había prohibido la esclavitud de los aborígenes y por eso, surgió el comercio inglés de millones de africanos por el Atlántico hacia la América hispánica. El ebanista, un poco desencantado, consideró que en la tertulia de ese día, las explicaciones del estudioso, aunque muy eruditas, habían estado al servicio de esa omisión que desemboca en la falta a la verdad.

Lamentablemente, algunos británicos y norteamericanos habían entendido mal el trato que con tanta bondad e ingenua permisividad les prodigaban en esos círculos. En sus países jamás habrían tenido la oportunidad de frecuentar ni siquiera algo parecido. Por lo mismo, algunas dueñas de casa comenzaron a restringir drásticamente las invitaciones a los extranjeros. Como esa actividad llenaba las tardes y algunas noches, en su reemplazo se les ocurrió hacer reuniones propias en donde se hablaba sólo inglés y se comía y bebía lo más parecido que en una hospedería de las islas británicas.

El ebanista con su esposa fueron invitados a las primeras que se organizaron, con la aguda reticencia de ella. También concurrieron algunas porteñas conocidas por los anfitriones. Él pensó que por fin los ingleses avecindados en la ciudad lo reconocían socialmente y que, si estos pertenecían a una generación joven con una mentalidad más abierta, el futuro para ellos respecto a sus conciudadanos tendría la integración que se les había negado desde que llegaron a Valparaíso.

En la recepción inicial, le pareció que los muchachos se aproximaban a Petra con muy buenas maneras y él, solícito, se acercaba al grupo para ofrecerse a traducir el intercambio de palabras ya que ella no sabía inglés, un detalle que los alegres contertulios desconocían. Al hacer el ejercicio, mirando las caras de cada uno del espontáneo grupo, percibió claramente que la edad de su mujer estaba mucho más cerca a la de ellos que a la suya. No pudo evitarlo, pero el hecho irrefutable le produjo una gran preocupación que él la interpretó como una simple e injustificada molestia momentánea.

En la siguiente ocasión de un evento similar, a la que asistieron solo dos chilenas, los jóvenes le hacían con las manos gestos exagerados a Petra, según decían, para salvar el inconveniente del idioma. Pero uno de ellos alcanzó a tocarla en el hombro, hecho que la inquietó profundamente, pues desde niña no estaba acostumbrada a un contacto de esa naturaleza. Su esposo atribuyó el incidente a una simple casualidad, producto de una torpeza de quien lo hizo, quizás algo bebido.

Concurrieron al tercer encuentro, a pesar de la franca expresión de molestia de Petra, ante la insistencia de su esposo. No estuvo presente ninguna dama de Valparaíso, sólo una mujer irlandesa que se fue tan pronto llegó, porque se dio cuenta del estado de intemperancia de algunos asistentes. Un grupo de ellos distrajo al ebanista con una conversación insulsa en un rincón del salón. De pronto, por intuición, se dio vuelta y vio como algunos muchachos ingleses manoseaban a Petra por encima de su vestido, en un acto insólito en su vida que la tomó desprevenida.

Él se acercó, con la vista nublada de indignación percibiendo vertiginosamente la acción, como en una escena del barco, donde los marineros de la trata violaban las mujeres esclavas encadenadas de pié y manos mientras ellos, parados sobre las puntas de sus pies, las penetraban antes de lanzarlas por la borda ya fuera a causa del sobrepeso de la nave o porque el médico detectó una  enfermedad en algunas de las cautivas de la ristra.

Ellos, los comisionistas de finanzas, los especuladores, hijos y nietos de jhonsonianos, cual marineros tuertos o baldados, esos ineptos para servir a la marina de Su Majestad Británica; ellos, al igual que los otros: los mismos. Como las marcas de la viruela, todavía no se desprendían de los fundamentos que originaron la Inglaterra negrera. No le habían enseñado a quemar las raíces de la esclavitud y, por otro lado, la intelectualidad inglesa pretendía negarla, desconocerla, conformarse sólo con la prohibición de su comercio, cegándose a la verdad por mano propia: la peor forma de perder la libertad del espíritu. Y algo aún más cruel: convencer al mundo que el problema ya estaba resuelto.

Corrió hacia ella y de manera firme pero controlada abrió con sus largos  brazos un espacio tan grande como para dejarla al centro, incólume e inalcanzable, ubicándose a sus espaldas para avanzar hacia la salida. Él era Sinya y Naha a la vez. Sin su eficacia,  pero estaba dispuesto a todo: a ser Rama y Towa. “Sí capitán Rods”, gritaba hacia sus adentros, “sí, imbécil, yo soy el perro blanco de esta mujer negra. Si no lo comprendes, no le preguntes a Steward que sólo sabe de cuerpos, porque para conocer las almas, le hace falta mucho más que ir a la Royal Infimary: busca y pregúntale a Rovira; sí, el mismo del que te reirías porque duerme la siesta”. Al marcharse del recinto, Petra lo hizo caminando lentamente, con la barbilla en alto, provista de la elegancia y la distinción que nunca tuvieron los que contemplaban con una impávida y pervertida mirada, cómo ella se iba hacia la puerta de salida.