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Literatura
2 1 2011
Cusco, ciudad mítica (fragmento) por Carmen Bernand

Encaramada sobre la ladera de las colinas que bordean un valle agradable, con las cumbres nevadas de la Cordillera como tela de fondo, Cusco, a 3500 metros de altura, está inmersa en una atmósfera cristalina. Reflejos, resplandores, prismas, los juegos de luz son incesantes; las noches de invierno, esa transparencia extrema del aire concede a las estrellas un tamaño y un brillo singulares. Al vivir en ambientes tan puros, los antiguos habitantes han venerado naturalmente el Sol, la Luna y los astros, el arco iris y el estallido de los rayos. En tiempos inmemoriales, como lo afirman los relatos de las crónicas o los campesinos de hoy, tiempos tan lejanos que se confunden con el origen de la civilización —no es tan importante que los Incas hayan reinado en una época relativamente reciente, ya que los mitos no se doblegan ante la lógica de la cronología— la capital del inmenso imperio inca que se extendía sobre una gran parte de América del Sur, era el ombligo del mundo. Ya que es a partir de este punto anclado en las altas tierras andinas que el espacio universal e infinito se ha organizado en cuatro horizontes, que delimitan a su vez cuatro barrios alrededor de cuatro grandes ejes que unen a todos los pueblos de los Andes, es decir las cuatro partes del mundo: el Tahuantinsuyo.

Los arqueólogos no saben con exactitud el origen de los primeros Incas. Cedamos entonces la palabra a los mitos y a una narradora excepcional, doña Angelina. Esta princesa inca de alta alcurnia, que había sido anteriormente la concubina de Francisco Pizarro, conoce muy bien las tradiciones y las relata minuciosamente a su esposo, el cronista español Juan de Betanzos, en los años 1540, cuando los testigos del pasado inca aún eran numerosos. De todas las voces que nos llegan de aquella época lejana y turbulenta, es la suya la que resuena con mayor precisión. Ya que doña Angelina, como todos los príncipes de su linaje, sabe pertinentemente que los primeros hombres salieron de la tierra, como verdaderos autóctonos; mientras que sus descendientes nacieron de una mujer, los antepasados fueron formados por la Tierra, como los minerales y las plantas.

Los hijos del Sol, dice ella, salieron de Pacaritambo, un cerro ubicado cerca del valle de Cusco; se extirparon de las entrañas terrestres a través de un agujero tan estrecho que tuvieron que arrastrarse a gatas para emerger a la superficie. Cuatro parejas de hermanos y hermanas se desprenden pues de aquella matriz mineral. Pero no están desnudos ya que su padre, el Sol, les ha provisto de lanzas y joyas de oro, con vasijas finamente trabajadas con ese mismo metal y con túnicas bordadas con hilos dorados. Quieren instalarse en un lugar cuanto antes. ¿Pero adónde ir? Desde la cumbre del Huanacauri (que se convertirá más tarde en un santuario), divisan el valle de Cusco, que les parece bastante acogedor.

Pero otra tribu lo ocupa ya. Por cierto, el pueblo es bastante humilde, formado por unas treinta familias y rodeado por un pantano alimentado por los riachuelos que bajan de la sierra. Pasemos por alto los episodios que doña Angelina describe, sobre todo las metamorfosis sucesivas de los demás hermanos que desaparecen en la naturaleza – en el sentido propio del término, ya que se convierten en piedras o aves. Quedan solo, al final del recorrido, Manco Capac y las cuatro mujeres. Esta pequeña familia protegida por el Sol obtiene el acuerdo de Alcaviza, el curaca de la aldea, para instalarse en una casa modesta, ubicada en el lugar en que se construirán más tarde el Templo del Sol y la Iglesia de Santo Domingo.

Sus orígenes solares no son lo único que hacen de Cusco una ciudad mítica. Toda su historia reitera de una o de otra forma esta pertenencia. A principios del siglo XVII, la pluma de uno de sus hijos más célebres, el Inca Garcilaso de la Vega, autor de los Comentarios reales de los Incas e hijo de una princesa cusqueña, como doña Angelina, y de un conquistador, describe la antigua capital del imperio como un Nuevo Jerusalén. Aunque Garcilaso escriba desde España, a donde se va a la edad de veinte años para no volver a su tierra natal, sitúa siempre a Cusco en posición central dentro de la geografía sagrada del mundo, ya que, según nos dice —y su libro traducido a varios idiomas ha sido un best-seller durante cuatro siglos— de las montañas que la rodean nacen los cuatro grandes ríos del continente sudamericano: el Amazonas, el Marañón, el Magdalena y el Río de la Plata. Estos ríos majestuosos son la réplica americana de los cuatro que manan del Paraíso Terrestre: el Tigris, el Eufrates, el Nilo y el Ganges. Hoy en día, estas especulaciones nos pueden parecer vanas, pero en el siglo XVII, persiguen intereses políticos y teológicos importantes.

Cusco es excepcional no solo por su emplazamiento, sino también por su organización social y por la sabiduría que Garcilaso atribuye a sus gobernantes. Se la describe como una ciudad ideal, donde a los más humildes se les resuelven todas sus necesidades, donde la tierra está repartida de forma equitativa, donde triunfa la justicia y donde la moneda, fuente de corrupción, no existe. Es por consiguiente esta imagen de Cuzco como una Utopía andina, la que se impone en la posteridad. Tanto los poetas como los políticos, los filósofos y los partidarios de la independencia, socialistas, comunistas e indigenistas, todos saldrán ganando.

A esta imposición del modelo ideal de Garcilaso todavía se suman otros elementos, que refuerzan el aura mítica de la ciudad. La perfección de su arquitectura, hecha de enormes piedras talladas y perfectamente ajustadas, pese a no conocer el hierro, la rueda ni los cabrestantes ha contribuido a recargar el misterio que desprende. ¿Cómo fueron transportados y cortados los enormes bloques? Es sabido que los Incas se inspiraron de sus predecesores, los Wari, constructores de un imperio poderoso que irradiaba desde el centro del Perú, alrededor de la actual Ayacucho, hasta Piquillacta. Este sitio, relativamente cercano de Cusco, restaurado hoy por los arqueólogos, proporcionó sin duda a los primeros Incas el modelo urbano de su capital.

El fabuloso templo del sol ha fascinado a muchos, desde los hermanos Pizarro hasta Tintín e Indiana Jones. Las tablas, las delicadísimas piezas de orfebrería, el zoológico dorado, las espigas de maíz reproducidas con este metal fueron fundidas por los conquistadores en lingotes y enviadas a España. Estas riquezas eran sin duda colosales, pero a partir de 1536 —menos de cuatro años después de la conquista— nace un rumor según el cual los sacerdotes o los príncipes fieles habrían escondido tesoros mucho más importantes en el fondo de las lagunas —Langui, Huacarpay—, en cuevas de la sierra, o los habrían transportado y escondido en ciudades alejadas como Manoa o Paititi, réplicas míticas de Cusco ocultas en la selva amazónica. Hoy todavía, la búsqueda de estos tesoros alimenta las esperanzas de los aventureros y de los campesinos, aun cuando el rumor que dio vida a esta leyenda también precisa que quien descubriese dicho oro sería castigado con la muerte.

Por último, y no es un punto menor, Cusco dio vida desde el siglo XVI a creencias milenaristas que anuncian el retorno del Inca y el derrocamiento del orden colonial. Estas creencias nunca han desaparecido y actualmente, los nuevos movimientos indigenistas, Internet y el New Age han tomado el relevo y siguen seduciendo a los adeptos de misterio y de esoterismo.

En resumidas cuentas, Cusco es una ciudad mítica que revive sus propios mitos, reinventando incansablemente la memoria de los Incas. Las épocas se suceden, los regímenes políticos cambian, la modernización y el liberalismo económico transforman el Perú, pero los Incas siguen en su pedestal, en la eternidad mineral de los antepasados. Guiados por las fotos singulares de Jacques Raymond, vamos a reconstituir entonces los principales aspectos de esta ciudad que han contribuido a su mitología. El texto que sigue no es propiamente dicho una historia clásica de Cusco, sino una selección de momentos históricos que no pretenden comentar lo que las imágenes de este libro tan bien muestran, sino sencillamente convocar a las sombras del pasado a esta fiesta de colores que nos ofrece este destacado fotógrafo francés. Ya que, aunque no hubiesen existido todos esos relatos que siguen cautivándonos, Cusco se habría impuesto por su propia belleza.

Es necesario hacer una precisión. La capital del imperio Inca, más adelante la ciudad colonial y barroca, y por último la de hoy, no se limitan al espacio urbano, sino que desbordan sobre la “provincia”, abarcando toda la región aledaña hasta la llanura amazónica. Por ello, Machu Picchu, Pisac, Ausangante y Ollantaytambo, por citar solo los sitios más conocidos, tienen aquí un lugar privilegiado.

acerca del autor
Carmen

Carmen Bernand se graduó en antropología en la Universidad de Buenos Aires en 1964. Especialista de la Historia de América Latina. En 1964, empezó en París un doctorado con Claude Lévi-Strauss, tesis sostenida en 1970. Emprendió una tesis de doctorado en 1972 sobre el campesinado de Azogues (Ecuador) que fue sostenida en 1980. Hizo investigaciones antropológicas en los Andes (Argentina, Perú y Ecuador) pero también en México y Texas. Tuvo una larga carrera docente en la Universidad de Paris X desde 1967 hasta 2005. Fue invitada como profesora en España, Italia, Guatemala, Honduras, Brasil, Santiago de Chile y Buenos Aires. Desde 1994 es miembro del Instituto Universitario de Francia y a partir de 1999, directora adjunta del Centro de Investigaciones de los Mundos Americanos de París. Publicó "Les Incas, peuple du soleil" (1988), "De l'idôlatrie. Une archéologie des sciences religieuses" (1988) con Serge Gruzinski, "Histoire du Nouveau Monde" con S. Gruzinski (1991 y 1993), "Pindilig. Un village des Andes équatoriennes" (1992), "Buenos Aires" (1997) y "Un Inca platonicien, Garcilaso de la Vega 1539-1616" (2005).