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Literatura
1 9 2011
La enfermedad de Flaubert por Rubén López Rodrigué

Gustave Flaubert comprueba, una vez más, que grandes obras de arte de la humanidad han sido creadas por enfermos mentales. La historia de la literatura nos dice que la gran mayoría de los escritores viven en la cuerda floja de la locura y el suicidio. Menciono algunos casos. Hölderlin pasó los últimos cuarenta años de su vida internado en una clínica para locos. Antonin Artaud estuvo en varios asilos y finalmente murió en el manicomio. Guy de Maupassant, quien fuera discípulo de Flaubert, también falleció en un establecimiento psiquiátrico. Virginia Woolf se suicidó, ahogándose. No voy a hablar de la locura de Flaubert, porque éste no era su caso, pero sí de la neurosis del novelista, que vive en soledad.

Flaubert estudió Derecho en la Sorbona de París, carrera de la cual se retiró por recomendación médica, debido a que sufrió un ataque revelador de una enfermedad nerviosa, que algunos autores de la actualidad diagnostican como histeria, pero que otros califican de epilepsia. «Había un desgarramiento atroz del alma y el cuerpo. (Tengo la convicción de haber muerto varias veces)», escribió en una carta que figura en el libro Cartas a Louise Colet (1). Flaubert desconocía que esas cartas contaban la historia de su propia obra creativa, de Madame Bovary. Aquejado desde la juventud de una neurosis, tras la muerte inesperada de su padre y su hermana Caroline, se recluyó en la finca que había comprado su padre, donde viviría de las rentas que éste había dejado, con su madre y la sobrina que dejó huérfana su hermana. Se afirma que el ver a su hijo convertido en un ser inútil, aceleró la muerte del padre.

Louise Colet, una poetisa de segunda línea, era la amante de Flaubert. En la correspondencia entre ambos mostraba una frecuente molestia ante un amante que siempre se escudaba en las faldas de la madre. Flaubert le describía estados horrorosos de su madre, con alucinaciones fúnebres. Ella fue otro de los grandes amores del escritor, que es el prototipo del artista solterón, mimado y a veces tiranizado por el cariño maternal.

De su neurosis Flaubert sacará ventajas, puesto que le dio a conocer fenómenos psíquicos ignorados por los demás, o más bien, que nadie había sentido. Además, la enfermedad tuvo mucho que ver en su elección de la literatura «como antiguamente se entraba en una orden religiosa, para gustar en ella todos sus goces» (Emile Zola). La literatura será su salvación, pues en su juventud se aburría atrozmente, se torturaba con toda clase de melancolías y fantaseaba con el suicidio.

Jean-Paul Sartre, en un extenso estudio de carácter biográfico sobre Flaubert, titulado El idiota de la familia, lanza la hipótesis que el escritor de Normandía sacó un beneficio secundario de su neurosis como solución a sus problemas. En el marco de una antropología que integra marxismo y psicoanálisis, se ocupa de la neurosis de Flaubert como una realidad única, tratando de descubrir el contexto social y psicológico. Al calificarlo de pasivo y despectivo, indica que en su comportamiento personal, y más tarde en toda su obra, se reflejan las consecuencias de unas relaciones familiares atravesadas por la anormalidad: un padre tirano, una madre poco afectiva, el modelo que le impusieron de su hermano mayor, los problemas constantes en su relación con las palabras. Solo pudo aprender a leer entre los siete y ocho años, y esto lo convirtió en el idiota de la familia.

Un Flaubert joven, apuesto y lleno de ilusiones empieza a sufrir una gran transformación en su vida: en el trayecto de un viaje sufre un ataque que él mismo describió como una congestión cerebral, una especie de ataque de apoplejía en miniatura, acompañado de trastornos nerviosos. El abandonar la carrera de Derecho debido a su neurosis

y dedicarse solo a vivir para la literatura, llevando una vida de ocio, una vida improductiva, le confirmó a los de su casa que este hombre era el idiota de la familia.

Sartre escribió El idiota de la familia motivado por un psicoanálisis silvestre de corte freudiano que tiene el sello de la más profunda hostilidad a un escritor «burgués» al que trata de tonto en una inaudita incomprensión. El motivo es que, a juicio del filósofo francés, Flaubert en sus cartas se quejaba con demasiada frecuencia de no ser adinerado. Roland Barthes ha explicado una de las razones de esa incomprensión de Sartre

hacia el creador de la novela moderna: «Flaubert, por el trabajo del estilo, es el último escritor clásico; pero, como ese trabajo es desmesurado, vertiginoso, neurótico, molesta a las mentes clásicas, desde Faguet hasta Sartre. Por eso se convierte en el primer escritor de la modernidad: porque accede a una locura. Una locura que no depende de la representación, de la imitación, del realismo, sino que es una locura de la escritura, una locura del lenguaje»(2).

Mario Vargas Llosa, al leer esas cartas atiborradas de injurias contra la humanidad dice, en su libro La orgía perpetua dedicado a Madame Bovary, que este escepticismo sobre el destino humano es, tal vez, lo que explica su teoría de la impasibilidad, su defensa de un arte indiferente y objetivo. El odio hacia la humanidad tuvo su contrapartida en un amor ilimitado por la literatura, que lo llevó a asumir su vocación de día y de noche con una convicción fanática.

No era un hombre sociable. La vista de sus semejantes lo sumergía en ciénagas de tristeza, incluso lo dejaba corporalmente enfermo. Sus amigos escritores, entre los que se contaban Zola, Daudet, Turgueniev, tenían que andar blandito cuando le iban a hacer una crítica, porque podía ponerse furioso y enfermarse. Emile Zola no ocultaba su tristeza por cuanto su amigo detestaba el mundo moderno, era un individualista romántico que no tenía conciencia de la evolución, rechazaba los ferrocarriles, los periódicos, la democracia.

Es famosa la frase que se le atribuye a Flaubert: «Madame Bovary soy yo», que ha sido interpretada de distintas maneras. Existe una anécdota bien interesante y es que en 1856 Madame Bovary se publicaba por entregas en la Revue de París, haciendo que los lectores permanecieran en vilo. Las mujeres estaban felices por el ensalzamiento del bovarismo, o sea, la enfermedad de las mujeres casadas, todas con derecho a licencias conyugales, el placer, el arribismo, incluso la infidelidad y la desatención a los niños. El propio Flaubert escribió en una carta a Colet: «Mi pobre Bovary, sin duda, sufre y llora en veinte aldeas de Francia a la vez, a esta misma hora»(3).

Pero si las mujeres estaban felices con la publicación de la novela, en cambio los hombres estaban escandalizados. Acusaron a Flaubert de «ofensa a la moral pública y a los sacrosantos principios del matrimonio católico». El escritor fue procesado por ofender la moral y la religión. Y como los jueces lo presionaban para que denunciara los casos de adulterio que conocía y se había servido de ellos como material para su novela, a él no le quedó más que confesar: «Madame Bovary soy yo». Finalmente Flaubert fue absuelto por el mismo tribunal que, seis meses después, condenaría a Charles Baudelaire por su libro de poemas Las flores del mal donde, entre muchas cosas, plantea que «¡El diablo es quien maneja los hilos que nos mueven!».

De mi parte, yo adivino otra motivación: al igual que Emma Bovary era una mujer del «Todo o nada», su creador era portador de un perfeccionismo enfermizo que también lo hacía tributario del «Todo o nada» en su estilo literario. También considero que Flaubert tenía razón al decir «Madame Bovary soy yo», en cuanto a través de su pluma proyectaba sobre el papel los fantasmas que él mismo fabricaba. Para sostenerse, acudía a «la ferocidad de una indomable fantasía». Por ejemplo, no podía escribir sin dejarse envolver por el fantasma de la perfección. Era un perfeccionista obsesionado con el estilo hasta unos límites torturadores. «Sacrificaba su vida acuciado por el fantasma del fracaso, invertía semanas de intensísimo trabajo tratando de escribir dos páginas, y no hacía otra cosa pues vivía de su renta, en aras de crear una obra perfecta!»(4).

Borges dirá que este hombre inaugura una especie nueva de escritor: «la del hombre de letras como sacerdote, como asceta y casi como mártir». Por esta misma razón, dado que Flaubert tiene que corregir su obra obsesivamente, se aísla como un ermitaño, sacrificando su vida. Las dudas de nunca acabar lo hacen calificarse de bruto y creerse un idiota, como si le hiciera caso a lo que de él pensaba su familia.

Cierta vez García Márquez dijo que la literatura «es el mejor juguete que se ha inventado para burlarse de la gente». Así como todas sus obras podemos unificarlas en un solo libro cuyo tema es la soledad del poder, el tema de la obra flaubertiana es la estupidez humana. Flaubert se burlaba de Emma Bovary, puesto que el drama de ella consistía en el interregno entre la ilusión y la realidad; como al Quijote, la realidad la asesina precipitándola al abismo del suicidio; de ahí que Ortega y Gasset dijera que Madame Bovary es un Quijote con faldas. Se burlaba también de las costumbres y de las nuevas artes; como viviendo un duelo continuo por la Francia antigua, añorando el pasado y sintiendo temor ante el porvenir. El odio a la literatura lo encontraba en todas partes, incluso más en los políticos que en los burgueses.

Flaubert se quejaba de ser considerado el autor de una sola gran obra, y señalaba una paradoja: mientras él moría como un perro en la cama, esa “zorra” de Emma Bovary, nacida de unas letras sin vida garabateadas en una hoja de papel, continuaba con vida. Se sentía como un insecto aplastado por los dedos gigantes de su personaje.

La libido de Flaubert se replegaba sobre su yo «como un erizo que se hiciera daño con sus propias púas». No se ha de olvidar su fetichismo por las prendas femeninas,

su obsesión por los zapatos y los pies. Su influencia sobre los locos y la forma como lo querían, le hacían sentir que a veces estaba muy cerca de la locura. La locura y la lujuria eran temas que había estudiado a fondo. Él creía que estaba algo loco, pero se aliviaba con la escritura literaria, de la que hizo el único recurso válido para justificar la existencia.

1 Gustave Flaubert, Cartas a Louise Colet, Madrid, Siruela, 2003, p. 295.
2 Ibid., Introducción de Ignacio Malexecheverría, p. 11.
3 Flaubert, Cartas a Louise Colet, op. cit., p. 305.
4 Citado por Roland Barthes en El grado cero de la escritura, Buenos Aires, Siglo XXI, 1976, p. 193.

acerca del autor
Rubén

Rubén López Rodrigué es escritor y editor. Nació en Santa Rosa de Cabal (Colombia), pero es antioqueño por familia y formación. Fue fundador y editor de la revista Rampa. Hizo estudios inconclusos de antropología y sociología. Tuvo una columna sobre Medellín en El Muro, la guía cultural de Buenos Aires. Fue integrante del taller literario de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, dirigido por Manuel Mejía Vallejo. Hizo parte del staff de la revista literaria española Oxigen y de la revista internacional de arte y cultura Francachela. Ha sido colaborador en distintos medios escritos de Colombia y el exterior. Miembro del jurado del I Concurso de Cuento Resonancias, de Francia, en 2012. Es autor de los libros “Contra el viento del olvido” (Hombre Nuevo, 2001, en coautoría con William Ospina y John Saldarriaga), “La estola púrpura” (Los Octámbulos, 2009), “Las heridas narcisistas de la humanidad” (ITM, 2013), “El carnero azul” (Tiempo de Leer, 2013), “Flor de lis en el País de la Mantequilla” (Tiempo de Leer, 2014).