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Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
1 7 2013
El profesor de inglés (novela) de Mercedes de Vega

SECUENCIA 23
Por la mañana Lolita estaba tendida boca abajo, abrazada a un sueño que parecía no querer abandonar. Permanecí todo el tiempo sentado en una silla, junto a ella, con miedo a dormirme hasta que despertó. Durante toda la noche estuve observando en su rostro el transcurrir de las horas. Me hacía preguntas sin respuestas al ver las deformaciones que imprimían las secuencias del sueño en su cara. ¿Qué estaría pasando en ese lugar estanco de los sueños al que no tenía acceso y en el que deseaba entrar para compartirlo con ella? La vigilia era la misma repetición de todas las vigilias que venían a mí desde siempre. Me sentí reconfortado de encontrarme de nuevo con María en el cuerpo de Lolita, y de no estar solo.
Me consumía en la oscuridad. La quietud y la soledad de todas esas horas transcurrían lentamente. El humo de mis cigarrillos formó una neblina que pudrió el aire de la habitación, olía a humo y al sudor que producen los cuerpos al amarse. Su perfume se había transformado en un olor por el que podría haber muerto. En sus nalgas la piel se cuarteaba por mi semen. Ese cuerpo al que besé durante horas, parecía así, después de haber sido amado como se ama a un cuerpo a punto de extinguirse, una trainera vacía.
–¿Qué hora es? –preguntó de pronto. Abrió esos ojos de almendras negras y profundas, desafiantes–. ¿Qué haces ahí sentado?
Le contesté que nada. Que la había estado observando toda la noche. Que era una bella imagen como salida de la batalla de un cuadro. De la batalla de mi vida. Me miró como no entendiendo nada y me pidió que abriera la ventana. Todavía sentado en la silla, en la que había pasado toda la noche, crucé las piernas y le pedí que no se levantase aún. Encendí otro cigarro y seguí mirándola hasta que bajó los ojos y cedió su arrogancia. Le agarré por los tobillos y la tiré al suelo. No hubo forcejeo. Se dejó hacer, impasible, llena de felicidad. «Te quiero, pero abre a ventana», fue lo último que la dejé decir.

SECUENCIA 24
No me gustaba la idea de dar clases de inglés a una niña inválida y menos en su casa. Era una complicación. Pensé en negarme, pero llegado el momento no fui capaz. Era todavía temprano, sobre las nueve y media, y Lolita acababa de marcharse de mi habitación, de mala gana, pesarosa por tener que dejarme. No habíamos comido nada desde que subió con un bocadillo y unas bebidas la noche anterior. Se estaba acostumbrando a subir a mi habitación tras cerrar el comedor y ayudar a su madre en la cocina. Pensé que me había sido bastante fácil conquistar a mi novia cadáver, y me sentía satisfecho.
Esa mañana no tenía clase, los chicos habían salido de excursión a La Coruña. El día anterior, comentándolo en el aula, todos protestaron porque tenían que subir doscientos cuarenta y dos escalones para visitar la torre de Hércules, y además los acompañaba el director, al que ninguno soportaba. Me había podido escaquear de esa visita y a mis alumnos no les hizo ninguna gracia.
Del armario saqué una bolsa de plástico con unas nueces. Partí una par de ellas y me tomé la última botella de agua. Al abrir el cajón para sacar un paquete de tabaco, vi uno de esos muñecos que hacía antes, a medio terminar; y de un golpe lo cerré. A veces, me daba asco verlos. Me di una ducha y me afeité. En un rato me venían a buscar para llevarme por primera vez a la casa del monte Enxa.
A la hora convenida bajé a la calle. Sonó el claxon de un coche aparcado al otro lado que maniobraba para salir. Era el automóvil que me tenía que llevar a la casa de Julia, un Mercedes antiguo y muy limpio. Abrí la puerta para sentarme junto al conductor, pero me dijo con una voz carrascosa, tocándose la garganta, que pasara detrás. Cruzamos el pueblo y tomamos la carretera en dirección a Orense. A los cinco kilómetros giró a la derecha y avanzó por un camino de tierra que ascendía por la ladera. El conductor se bajó del Mercedes y abrió un cercado que cortaba el camino. Un cartel advertía que entrábamos en una propiedad privada. Subimos entre espesa vegetación. El aire olía a eucalipto y se hizo de pronto más frío. Atravesamos zonas arboladas y pequeños prados con hierba recortada. El bosque estaba formado casi íntegramente por robles y por eucaliptos que parecían enfermos. En unos minutos coronamos el monte Enxa.

SECUENCIA 75
A medio trayecto de nuestro viaje en tren, mi mujer entró al aseo para quitarse el vestido de antigua dama. Sospechaba de la seda y de los bordados a mano. Estaba segura de que había pertenecido a una mujer desdichada; yo me eché a reír y le dije que su cabeza estaba poblada de fantasías literarias. Pero antes de aquello, con el vestido de color rosa palo, y esa seda todavía entre sus rodillas, abrió el libro de poemas que leía y me recitó uno de ellos:

Si tan solo yacieras muerta y fría,
Y las luces del oeste se apagaran,
Vendrías hacia mí a inclinar tu cabeza,
Reposaría mi frente sobre tu pecho;
Y tú susurrarías palabras de ternura,
Perdonándome, pues ya estás muerta:
No te alzarías ni partirías presurosa,
Aunque tengas voluntad de pájaro errante,
Mas tú sabes que tu pelo está prisionero
En torno al sol, a la luna y las estrellas:
Quisiera, amada, que yacieras
En la tierra, bajo hojas de bardana,
Mientras las estrellas, una a una, se apagan.

Cerró el volumen cuando el tren cruzaba la frontera. Entrábamos en el Reino Unido. Un par de policías se paseaban por el vagón, de un lado para otro, mirando a la gente con descaro. María apoyaba su libro sobre las rodillas. Miraba ajena por la ventanilla la llegada del tren a la estación, y vi ese poema de Yeats salir del libro para hundirse entre sus piernas y entrar en ella a través de su anticuado vestido, mientras las luces del oeste se iban apagando, una a una, sobre nosotros. Y lloré en ese vagón, como hacía cuando era un niño, sin inclinar la cabeza. Reposé mi frente sobre su pecho y le susurré todas las palabras de ternura que existían en mí, y le pedí perdón mil veces, aún estando viva; antes de que partiera con la voluntad de un pájaro errante. Y le prometí que guardaría su pelo, prisionero bajo el sol, la luna y las estrellas. Y fui raíz y tierra de esa bardana que cubre con sus hojas el cuerpo de mi amada.