Lunes 29 | April de 2024
Director: Héctor Loaiza
7.264.632 Visitas
Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
resonancias.org logo
157
Narrativa
1 9 2013
Redoblando la esquina por Iván Blas

–¡Vaya don Filomeno!, ¿usted también por aquí?
–Qué le parece, don Cleofé, hay que sacarse las canas de mes en mes siquiera o, mejor dicho, hay que venir a que Felipo nos dé un retoquecito para que San Pedro no nos… ¡Caray!, ¿cómo es esta palabrita que se usaba mucho, antes?, ¡dis… dis… dis-cri-mi-na-ción! Ahí está, eso es. O sea, para que no nos discriminen arriba, vea.
–Pero, ¿quién le ha dicho que uno va a terminar por los aires?
–Y dónde más don Cleofé; la tierra está repleta.
–Mire, yo no sé si en el cielo exista tal o cual cosa, oiga, pero que en los hechos más que en los dichos es ya moneda corriente. Mire, no hay que darle tantas vueltas al asunto, porque desde que el mundo es mundo, siempre hubo y habrá gente de un lado y del otro. ¡Ah!, había también esta otra palabreja que casi a diario la tenía metida en los tímpanos: “mar-gi-na-li-za-ción”. Ahora se dice exclusión o algo parecido, pero quienes la empleaban, incluso, terminaron haciéndose los muy dueños. Pero al final de cuentas, purito cacareo don Filomeno, purita charlatanería, la cuestión está en las obras, en el terreno. Cuántos discursos baratos venimos oyendo, y cada vez de mala calidad. Y, sobre todo, de palabritas como estas que usted debe acordarse.
–Pero, sí, cómo me voy a olvidar, don Cleofé, me acuerdo clarito. Sí, sí, eran los zurdos esos quienes utilizaban mucho esos términos. ¡Ah!, y los del otro lado tampoco se quedaban cortos, ¿no?, eran un contrapunto total, un popurrí guarachero.
–¡Qué tiempos eran esos! ¿No? Yo daba una miradita desde la oficina y la cuestión, carajo, parecía que iba en serio.
–Puriiita agitación, purito bla, bla, bla, tantísimo palurdo y finalmente…
–Peor ahora, don Filomeno. Hoy no queda pero ni la sombra de lo bueno, aunque poco de aquello, pero que el pasado tuvo sus cositas las tuvo, ¡eh! Hoy en día solamente quedan la resaca, los recuerdos, caray.
–Puros pichiruches, don Cleofé, sarta de malandrines, coimeros. ¡Bah!, pero con esto tampoco estoy justificando a tanto sinvergüenza de antaño. Manga de charlatanes, vende patrias, usureros. Si no mire el resultado.
–Es verdad, tiene usted razón. Mire, se lo voy a contar, ya que estamos pocos, aunque siempre se dice que dos son compañía
y tres son multitud. Pero Felipo es de los nuestros. Sabe: el otro día, venía con mi nieto, el diputado. Yo no sé por qué motivo, fórmula, razones o por qué enredo, pero ahí lo tienen, casi una estrella de circo. Y véalo: por ratos se cree un Bismarck, de repente un Gandhi, un Charles de Gaulle cuando quiere, sobre todo esos días de campaña por el Referéndum; en fin, una verdadera figurilla, créame. Bueno, pero como le decía…Y a propósito, ¿qué les estaba diciendo?
–¡Que venía con su nieto el político!
–Gracias, Felipo. Decía entonces que veníamos por la avenida Pedro De Osma, aquí cerquita nomás. No supe qué barullo había en el lugar, que tuvimos que pasar por sobre unos rieles para salir del atracadero. Cuando en eso escuché: “¡Estos fierros de M… cómo joden todavía!”. Créame don Filomeno que me sentí un badulaque o, como se dice, para ser más precisos: un verdadero adefesio, ¿me entiende? Se me borró todo lo que se me ocurría contársele, por si no lo sabía. Y segurito que no lo va a saber, porque no le pienso decir ni una sola pizca, se lo aseguro; por atrevido e insolente carajo; que se joda pues, que se vuelva a equivocar por dárselas de moderno. Ya entre Barranco y Chorrillos, justo por la municipalidad o mejor dicho entrando por San Martín ya estaba fregado, jodido, oiga. “¿Qué te pasa abuelo?”, me preguntó todo cachaciento el niño. “¡No!”, le dije, “lo que pasa que no aguanto la huachafería, ni que te la agarres con la buena historia. Ya, ya maneja más despacio y con menos nervios que si no me bajó a la prepo y tomo un taxi”, le amenacé. “¡Huy abuelo, no te agites!”. Cuando hay estos tumultos hay que ponerse recontra mosca porque, si buscamos la vueltecita de un Vals o de una Polka, las cosas no funcionan. “Estamos en otra época… ¿manyas?”, me estaba aconsejando el nieto, padre de la patria. Pero, ¡chitón, huevas!, lo puse en su sitio.
–¡Caray! Qué tiempos corren don Cleofé, que hay que ponerse mosca como dicen ahora, porque cada día el basural se ensancha y uno está hasta el cuello. Y es en cada esquina, a media cuadra y en la mismísima casa, que hay que meterse candado, reja o doble chapa, ¿se habrá visto cosa parecida?
Pero los nuestros, esos sí que eran buenos tiempos, don Cleofé, con sus riesgos, sus disfrutes, incluyendo la calle Huatica, las pulperías y hasta los chinos flacuchentos.
–¡Guarda, Felipo, carajo! ¡Cuidadito que me llevas las orejas!, ¡ah!, ahí sí que te capo, carajo, con tus mismas tijeras y te llevo a la jefatura sobrino. Déjalas por lo menos que me sirvan de adorno aunque ya no funcionen tan bien como hace unas décadas.
–No, no don Filomeno, todo está bajo control, pulso y muñeca como se quiere.
–Ah, ya. Claro pues Felipo, además usted está bastante joven todavía. Usted Felipo debe ser poco después de la guerra nomás, si es que no me fallan los cálculos…
–¿De cuál guerra me habla? Tantas han habido y seguirán habiendo don Filomeno y por lo visto el negocio rinde…
–No, pues, de guerritas no te hablo Felipo. Yo te estoy hablando de esa grande hombre, en la que le declaramos cojuda y cojonudamente la guerra a los alemanes, comenzando por las tintorerías japonesas con sus ocupantes. ¿Se acuerda, don Cleofé?
–Claro pues, usted sabe que no hay primera sin segunda y justo allí está el detalle. Pero qué tales chupamedias, tremendo papelón el nuestro. Encima los gringos nos mandaron a rodar con toda diplomacia y coqueteo; es decir que nos dieron un tingote por metiches y, ¡suácate!, el desprecio como era de esperarse.
–¿… Y entonces Felipo, de algo hablábamos contigo creo?
–Sí, soy de antes, antes de esa guerra, don Filomeno.
–¡No me diga!, entonces usted es olímpico, Felipo; ya pues del 36 cuando el Lolo Fernández rompió el arco de los alemanes. ¡Ah!, ese mismo año la muerte de Felipe Pinglo.
–Fíjese que tampoco, soy del 38; o sea antes y después...
–Con mayor razón pues, usted está muy joven todavía Felipo; tiene, ¡uf!, para rato, mi hijo.
–Volviendo al tema de los cuarenta, ¿se acuerda de ese galán que teníamos como presidente, don Filomeno?
–¿Quién, el que era más parisino que limeño? ¡Caray! Cómo no me voy a acordar mal que bien; pero eran otros tiempos, don Cleofé, ahora cualquier cosa es jefe o funcionario de gobierno. Hasta su nieto, fíjese; un chiquillo prácticamente hablando, y tirando labia en el Congreso, trompeándose también en plena cámara por esa cuestión de los vídeos, ¿qué le parece el coliseo?, dónde se ha visto semejante atropello a la patria, sólo aquí Felipo, en la avenida Abancay, ni más ni menos.
–Completamente de acuerdo, don Filomeno, pero tocado también.
–Usted es un hombre probo, don Cleofé. Palabra de peluquero.
–Gracias, Felipo.
–Nada personal, don Cleofé, nadie está libre de la malaria, ninguna familia se escapa de la telaraña; dígame, quién se iba a imaginar que un adolescente del partido más viejo viniera a ensayar sus recetas populistas sin el menor criterio ético ni técnico; después, ni siquiera en broma, que un japonés llegue al poder, se ponga las botas, se suba a las tanquetas y se haga el Hirohito. Y por el último, quién, pero quién podría adivinar tener a estos personajes; pero por las remasetas, mucho más de lo mismo… a ver, dígame, qué tal falta de tino, qué crisis que ya más tira para ruina, oiga.
–Uno de esos casos es mi nieto, lo admito. Y lo combato en tanto que puedo; pero tiene una oreja de palo el tipo, que hasta creo que es una buena cualidad para su género. No sé si es sordo o cojudo, pero véalo, bien a la telada, al lujo; menesteroso él; qué tal falsete de risa, de voz, me quedo lelo cuando lo cruzo.
–Mire, don Cleofé, le diré que desde mucho antes yo lo sospechaba casi de manera certera. Y se lo puedo asegurar, que desde Odría la situación carajo se venía de picada y que el Perú se rompía como una caja de cartón.
–Fue Velasco, don Filomeno, el que dio el empellón para este desborde. Sí, sí, fue el chino este el que abrió las compuertas y se vino todo este huayco incontrolable sin ninguna duda. Y ya pues, ahora la cosecha. ¿Quién paga los platos rotos?
–Valgan las verdades y con todo respeto a los empleados públicos como usted, don Cleofé; pero ahí sí que nos invadieron las camisas largas, se multiplicaron las oficinas del Estado y toda la mamadera estatal se convirtió en la divina providencia. Y quién iba a decir que no, si el pasado de muchos era también una pesadilla; como quien no quiere la cosa, los empleaditos aparecían por doquier con ese tufillo de juerga, de relajo. Bueno, se llamaban asesores o no sé qué títulos ostentaban. Pero ya pues, fue así como empezó la debacle, así es como se fundió el país, comenzando por aquí, la casa matriz. ¿Qué? ¿Cómo? Que hay que tener esperanzas sobrino. De acuerdo Felipo, pero si no no le encontramos antes soluciones serias al asunto, otra vez la situación va a reventar. No se olvide, mi querido Felipo, que “La Señora Esperanza” tiene un montón de hijos huérfanos y abuelitos muy pobres; el resto: no se oye padre; de los padrinos: ni qué hablar… “Ayayay vida variopinta e ingrata”, decía un compañero. Y ya que mencioné algo de parientes, don Cleofé, mire: yo tengo una sobrina viviendo en uno de esos cajones dizque departamentos modernos en, en, haber esta calle… un caos, comparado a treinta años solamente, un verdadero caos. ¿Cómo es que se llama esta calle tan conocida, carambolas? ¡Ah!, Guzmán Blanco, sí, sí. Sí, porque en Piérola, en Nicolás de Piérola o La Colmena vivían Susana y Blanquita. A ver: sí, sí, allí vivieron un tiempo y después se fueron a San Miguel, cerca al Parque de las Leyendas. Aunque les gustaba mucho Ancón cuando el festival, la playa despejada, tranquila; pero después balneario y malecón quedaron en su rincón. Después volvieron a Caracas. Eran artistas, unas mujeronas, Felipo; pero artistas ¡eh!, y de las buenas. De colección, por supuesto, de primera línea. No se acuerda usted, don Cleofé, que ellas tuvieron esa famosa presentación en el teatro… a ver, ya me voy a acordar…
–¿En el Municipal?, ¿en Miraflores?, ¿Barranco?
–No, no, don Cleofé.
–Fue, en, en. ¡Sí!, en el Felipe Pardo y Aliaga, claro, fue antes del furor de Pérez Prado en los cincuenta, sí. Y eso sería… en el 54. Qué niñas para tan hermosas, qué chicas, por Dios. Ah, le decía, le decía pues… ¿Qué le estaba diciendo Felipo? Tú que eres poco antes de ese lío que tuvimos con los monos en el 41, recuérdanos porque yo creo que don Cleofé ya perdió la ilación.
–Me decía de una sobrina.
–Ah, claro, don Cleofé, le contaba entonces que, que, ¿en qué me quedé? ¡Caracho!
–Que tiene una sobrina viviendo en la calle Guzmán Blanco.
–Le agradezco, Felipo. Estuve pues con la familia sólo media horita no más, no resistía el aire, o la altura, yo qué sé, me sentía como un murciélago en ese último piso, miraba por la ventana y todo me parecía un arrabal. Verdadero vértigo, oiga, ver que los cerros se alumbran cada vez más cerca, verlos tan poblados hasta el tope, es cosa de no creerlo. No pues, hay partes que ya son totalmente inhabitables, es terrible u horrible como lo llamara alguien, hace mucho.
–Fue un tal César Moro o un Salazar Bondy que la bautizaron con eso de “Lima la Horrible”, creo, allá por esos años donde aquella frase parecía un verdadero disparate. Y tenía que ser así, don Filomeno. No, nos dijo hace poco “Gogo” Belaunde que lo que pasaba en Ayacucho sólo se trataba de abigeos. Ahí está pues cuando el maquillaje y la cháchara quedan al despojo.
–Esa es otra página 11 del descalabro completo. Y se lo puedo contar también yo, Felipo, desde un comienzo y con todos sus mejunjes, sus detalles.
–La política aquí es una baratija don Cleofé. Fíjese que cuando en agosto de 1947 Luis Bustamante y Rivero declaró la soberanía de las 200 millas marinas, jamás me imaginé que también serían para los rusos, que después de chuparse lo que encontraban mar adentro, entregaban un puña’o de hueveras al Estado. Qué tal fechoría, mi estimado Felipo. ¿Lo sabía usted?
–Oiga, treinta y tres años trabajando en el Ministerio de Hacienda, después que pasó a llamarse Ministerio de Economía y…
–¡Finanzas!
–Gracias hombre, las cosas, las desgracias que se sabían de cerca, las que vendrían o que ya estaban en pie. Por ratos temo que este país no sea de nadie, tanta contrariedad es el colmo de la inmundicia.
–Si no lo sabré yo, que toda mi vida lo he pasado metido en los tranvías, don Cleofé, yendo y viniendo, mañana y tarde, hasta que se fundió, lo fundieron o lo dejamos que se funda… Sí, me acuerdo bien, fue en 1965 cuando el último tranvía, “la fiel burrita”, dejó de funcionar; más de medio siglo sirviéndonos, una pena, una lástima caray.
–¿Fueron más de cincuenta años?
–Sí, Felipo, porque en una placa decía que en 1904 había empezado, y debe ser cierto. Yo hasta he gorreado de chiquillo. Por eso el encontronazo con mi nieto. Y ustedes saben que soy sereno, pero cuando me tocan ciertas fibras, oiga no me para pero ni un tanque.
–Y ahora, ¿era cierto eso de que consumía demasiada electricidad?
–Oiga, eso es puro cuento, era vital para el progreso, la prosperidad. Se gasta más plata en tantas chabacanerías. Se venden más carros también, es un hecho, pero en fin. Ah, pero en ese entonces la ciudad sí tenía pinta de capital, pero la dejaron que se pierda, que se desplome, que se pudra.
–¿A quiénes se refiere?
–¡Ah! Felipo, ¿no lo sabe? Yo se lo voy a decir: ellos pues, los señoritos de cuna dorada, también los militares esos, que entre medio vivos, pero bastante huevones, les importaba un comino el desorden. Simplemente tomaban distancia; hacia arriba, hacia abajo, al costado, pero nunca enfrentaron las cosas como se debe. No me haga hablar, Felipo, no quiero amargarme. Mire, así rapidito nomás se lo diré: primero empezaron a crecer los basurales y sobre el pucho los gallinazos, de pronto ya eran manadas de chanchos, perros vagabundos, después ejemplares de toda índole, con plaga de pirañas, pájaros fruteros e incluidos los de alto vuelo, o sea una pachamanca, una verdadera chanfaina este decorado espantoso implantado sin otra ley que la de hampones y cacasenos.
–¡Pucha!, eso sí que estaba bueno aquella vez...
–¿Qué cosa?
–Se sabe de una reunión allá por los desfiles de los carnavales del cincuenta. Ya me acordaré con mayor precisión de aquél cónclave. Bueno, pero lo cierto es que, entre tertulia, parranda y copas de por medio, un generalito de esos gringotes que teníamos como el más capo, había prometido que, a la primera pizca de oportunidad que le otorgaran no sé qué ministerio, el de Defensa creo, sacaría a punta de cañonazos y tractores a todos aquellos que se atrevían a arruinar la capital entre otras ciudades. Y pobre de aquel que se hubiera encaramado a infringir las reglas; todos bajo el peso de la ley o el fuego. “Para mí no existe término medio, toda gran solución es radical o no se cambia nada”. Todos le aplaudieron, pactaron, se comprometieron, brindaron por la Ciudad de los Reyes, el futuro régimen que reordenaría la casa; pero terminada la borrachera no se sabe qué le pasó al susodicho que fue a parar al viejo continente, primero. Después de unos años apareció en el casino militar, en el club Regatas, declarando que su mayor compromiso era defender la Democracia, ya estaba de parte del circo, mejor dicho que se acojudó. Y whisky de por medio, champán francés otra vez, cubitos de hielo, coñac del bueno, trago escoceses, hasta que la vaina quedó en cero.
–De Ciudad Jardín hemos pasado a Ciudad “Letrina”, así de simple.
–¿Listo Calixto? ¿Se terminó, Felipo?
–Así es, don Filomeno.
–Gracias, Felipo. Oye, pero no serás Felipo Pinglo… “El Plebeyo”, ¿no? ¡Ja, ja, ja!
–No, qué va, Felipo Larra nomás para ustedes.
–¿Y para las chicas?
–Félix.
–¡Ah, carajo!
–Yo no puedo decir lo mismo; Cleofé, Cleofás; fregado de por vida: Cleofé.
–¡Bien Felipo! Usted es como se tiene que ser, un hombre derecho con las gilas y la gallada. Oiga, se acuerda usted de ese valsecito añejo, un poco inédito por esos tiempos, que lo cantaba aquel muchachito moreno más conocido como el cajonero de oro, quien a su vez tenía una voz espectacular… Espérese, se llamaba… ¿Cómo se llamaba este zambito, que por jaranero lo habían sacado del hotel Crillón? Famosito se estaba volviendo, ¡ah!
–¿El cajonero de oro?, me suena un poco eso...
–Felipo, sáqueme por favor toda la pelusa que le sea posible, mi buen amigo; pero antes de que inicie su trabajo páseme El Comercio. Es curioso don Filomeno. Desde que me jubilé, no ha habido un solo día que, luego del desayuno, no lea el diario, pero hoy lo olvidé, fíjese. Me vine caminando, caminando a la peluquería como lo hago desde hace 25 años y me sentía algo insatisfecho, de pronto le encuentro a usted pese a vivir prácticamente a un paso. Hace ya tantas lunas que no nos veíamos, bueno pero por algo ocurren las cosas, creo.
–En el invierno limeño es bastante recomendable darse sus escapaditas a las provincias para desempolvar algunos rastros o ir tras algunas huellas de los ancestros.
–¿Ancestros?
–Sí, se me ocurre eso Felipo, y también digo que a peruano sin raíz más vale una codorniz. Hay que ir a las provincias para desintoxicarse de tanto centralismo, don Cleofé, ¿no lo cree?
–Tiene usted razón, don Filomeno, la verdad que cada vez le encuentro más intelectual e hilando fino, como se dice.
–Más consciente dirá. El peso de los almanaques de alguna forma nos recupera, pienso; no olvide que siempre fui un obrero, sin muchas lecturas ni cualidades por el estilo. Más bien a los que vimos siempre cerebrales fue a ustedes los oficinistas, aunque lo más importante me digo es el hecho de entendernos.
–Lo último es irrefutable, pero usted era un técnico especializado, don Filomeno, déjese de vainas y no peque de modesto.
–Pero, al fin y al cabo, obrero...
–Un momentito Felipo, antes que empiece con el corte por qué no me saca de una bendita duda.
–¿Cuál?
–No me diga que lo que están viendo mis ojos a un costado de la cortina es aquel antaño cajón musiquero. Dígame que no es mi imaginación sino la simple y llana realidad, Felipo.
–Sí, es una victrola, don Cleofé. Y va a funcionar dentro de poco en El Último Rincón, un bar antiquísimo que se reabre después de 35 años.
–Pero claro que me acuerdo, cuántos sábados no habré ido a brindar por ciertos ascensos, incluido el mío de bajo escalafón, se sobreentiende. Si no imagínese.
–Es el bisnieto de los propietarios quien lo reinaugura y quien me ha encargado esta máquina hasta que terminen con las últimas refacciones y la pintura.
–¡Caray!, eso sí que es un notición. Yo ni me había dado cuenta. ¿Y funciona?
–Por supuesto, con fichas o monedas de un sol.
–Entonces, Felipo, tenga esta moneda e introdúzcala al toque y busque la canción… ¿cómo era el título?
–¡Qué buena nueva, Felipo!, aquí yo también tengo algunas fichas de sol; tenga y por favor búsqueme unas milongas mientras me peluquea.
–Miren, les diré de a poco la letra porque aún no logro recordar el nombre del cantante ni del tema, pero aquí va: “Ibas bajo los balcones y los malecones / perfumando el aire con tu cabellera / me esperaba tu silueta bajo la farola, junto a la escaleeera / entre la alameeeda y la Catedraaal…”.
–Oiga, me acabo de acordar del moreno, se llamaba Isidoro, y también de esa su canción que usted evoca. Pero haga memoria, don Filomeno, él nunca llegó a grabar nada, porque enseguida que lo sacaron del hotel Crillón, le consiguieron otro empleo que no era un cachuelo simple, sino una verdadera chamba, donde la primera condición era que parara con las serenatas y el cajoneo. Y el negro obediente lo aceptó chitón nomás porque tenía familia que mantener. Aunque cada tanto reaparecía bien al futre, con alguna gila, aquí en Barranco o en alguna peñita íntima o de familia gagá; cantaba una rato y se la picaba en ese carro Chevrolet tipo avioneta que conducía, un carrazo para ese entonces.
–Claro pues, ya algo me decía que no encontrara ningún título, tan solo el estribillo que se me viene a la lengua.
–¿Ya no se acuerda, don Filomeno, que muchas canciones tienen nombres propios?
–Ya pues y ¿cuál era la historia de este vals para que no tenga el suyo?
–Que este tenía nombre y apellidos prohibidos, y caros de remate.
–Pobre zambo carajo, o sea que se quedó de chofer nomás…
–Cantaba manejando todo el tiempo.
–Acérquese a la puerta, don Filomeno, y mire en esa camioneta quiénes pasan.
–¿Quiénes son Felipo?, no lo sé, no recuerdo.
–La familia presidencial.
–Y, ¿qué hacen por aquí, también les cortas el pelo?
–No, no, nada que ver. Se han comprado la casona de en frente para hacerla una galería o construir departamentos, esos cajones que usted dice.
–¿Qué cosa?
–No, no puede ser Felipo. Pero por favor, olvídelo, tenga, recíbame esta otra monedita, sobrino, marque, sí, marque “El Plebeyo”, primero. Luego búsqueme algo de Leo Marini, el tema… espérese ya me voy a acordar. Ponga La Barca también Felipo, deje, deje que canten las épocas, los tiempos idos y que vuelvan las victrolas, los tranvías, que vuelvan, que vuelvan esas horas, esos jirones de vida caray, digámoslo, pertenecientes a la normalidad, mi buen amigo…
–Hágame un corte más alto que la última vez, Felipo, mire que ya viene el verano, además hoy día es lunes y no creo que vengan muchos clientes. Usted sabe, mi hijo, que cuando uno se encamina en el buen sentido da con lugares como este, como en una suerte de tómbola, Felipo. Sepa que estos encuentros de compinches, suceden de la manera más misteriosa e imprevista. Le cuento que hace muchos años, cuando aún pasaba el tranvía, encontré a una señorita bien tímida que no conocía en absoluto la ciudad, venía para trabajar, me dijo. Luego tomó un aire de candor para confesarme de arranque que sabía cantar, y enseguida se puso a hacerlo, entonaba unas estrofas preciosísimas, la gente nos fue rodeando, era en esa zona de Los Desamparados. Usted sabe, mi hijo, que las historias ocasionales se prolongan de maneras infinitas, porque cuando uno dice “esto va a ser de tal modo”, resulta ser lo contrario o simplemente no resulta…
Tú dirás entonces que…
–Adiós, don Filomeno, siempre usted tan puntual como la llegada y la partida de los trenes en otros países que usted asegura que son vitales y conducen al progreso.
–Hasta luego, don Filomeno, cuando pueda vuelva por aquí para hablar de la vida con todos sus pormenores.
–Mire Felipo, un día de estos usted va a comprender mejor la nostalgia de don Filomeno que de alguna suerte también es la mía; en algunas ocasiones lo he sorprendido que se detiene donde hubo alguna estación, y permanece allí un buen rato como extraviado en otro tiempo, como en un otoño deshojado con este color de ratones que es nuestro cielo... sé que tararea, no, no canta como ese zambo Isidoro… bacán… Pero tararea los años. Bueno, Felipo, ahora también me toca irme a todo lo ancho y lo largo de esta avenida sin detenerme en ningún tramo para recordar. Cóbrate y hasta la vista muchacho.

acerca del autor
Iván

Iván Blas, Chimbote (Perú), 1969. Ha cursado estudios de Navegación en su ciudad natal. En la década de 1990 emigra a la Argentina y empieza a escribir poesía y narrativa. En 2003, se instala en Paris, donde actualmente desarrolla una actividad cultural en la comunidad franco-latinoamericana. Publicó su primer libro de relatos “Retazos breves”, Editorial San Marcos, Lima, 2009 y "Correos al auxilio" (poemas). Su primera novela, "Cuando la noche no es ciudad", fue publicada por Ornitorrinco Editores, Lima, 2014.