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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Literatura
1 9 2013
La poesía hermética de Olga Luis Rivero por Miguel Ángel Galindo

A la verdad que se impone como prospecto de normalidad, de rutina y domesticación operativa, de sometimiento mercantil y racionalizador, a la obscena claridad que siempre se pronuncia en los rezos y en las papeletas de azarosa compra-venta y en las cartelerías de comida rápida y en los mítines de muñecas hinchables y en los programas televisivos que labran la tumba de Sócrates y de todos sus bellos pero ignorantes pupilos, a toda esta sarta de cavilaciones controladoras, la poetisa ofrenda sinrazones cardinales, gozosas.
Nos propone una letra visual, no imperativa. Un espejo deformante, una madrugada que crece en los bolsillos de la muerte, una polilla de enormes comisuras en las alas y en los labios y en las llagas y en los ojos de cristal azul casi transparente de los hijos que aún no nos han nacido, un insecto de piedra que escarba en el minuto imparable de los sustantivos de la vida, una fiera que siembra sus larvas en la senda ganada, en la cima de la montaña de los signos oscuros, de las huellas imborrables, de las pulpas no mitificadas. Y así conduce su verso, sin caer en pastosos costumbrismos sociales. Toma impulso y se abalanza, a pecho descubierto, hacia la vanguardia de la trinchera intelectual. Denunciando la unicidad de la razón. Clavando su daga donde duele. Donde nos duele. Procurando un manifiesto de alegorías rituales. Alentando la insatisfacción filosófica. Abonando con las uñas, con sus pequeñas uñas de gacela hinchada, el florido jardín del neoculteranismo: Poesía, Pintura y Música. Tres brazaletes de lujo para protegerse del exterminio.
Olga Luis Rivero escarba en las punciones metodológicas. En los añadidos que son propaganda y no enseñanza. Se desata los instrumentales de academia. Se sirve de la palabra escrita (y de la hermenéutica) para desenredar los estigmas pero también para fabricar la rebelión de las urgencias:
“Donde el soberano oprime / entre ruinas geométricas / de fruta”.
En este sentido, deja entrever que la lírica primera, la de las claridades y las creencias kantianas y eurocentristas, está abocada a un mimetismo brutal que ella, Ser afectado por la escritura, resuelve pronunciando una solución viable a tal desastre. Cocina una pócima ajena a los paradigmas. Una sentencia marginal pero efectiva. Una venganza radical. Dígase: la destrucción ontológica de los términos literarios. Es decir, destapar las escandaleras, denunciar la injuria histórica. Pero tal deconstrucción es sólo el comienzo. Luego, al rastrear los cadáveres, la escribiente procura entablar un diálogo con los valores escriturados sin rendir pleitesía al logos. Aplica el oscuro signo. Catapulta sólo las firmas de quienes desmontan conceptos. De quienes se comprometen. Escupe sobre la nave homérica. Sobre la asquerosa barcaza del pensamiento occidental. Desmaquilla el lenguaje para encontrar la fruta ansiada, es decir, la escritura desnuda. La escritura sin operar. La escritura valiente. La letra no mediatizada. La letra no bautizada. Así untados, con escritura pero sin lenguaje, lo inexplicable aflora en la tierra en la que el sueño de vivir el gozoso incumplimiento de las utopías espera a sus promotores, sujetos que se abrigan en manada y que poseen, como única valija genética, un complicado instrumental de raciocinios. Un requemado tesoro que no puede ausentarse de su cetro. Pero no porque seamos incapaces de derrocarla, sino porque nos dolería el desarraigo. Nos dolería perder los patrimonios memorísticos.
La poetisa reflexiona sobre el “deber ser” que nos esclaviza. El “deber ser” que extirpa las diferencias cruciales. Presenta cada verso como una oportunidad. Una puerta para iniciar la migración de las influencias. Una reflexión sumativa. Una invitación para salir de los corrales de la humillación. Para no creernos los titulares de las grandes compañías editoriales ni las luces que abrigan la historia a su cátedra, a su piedra podrida. Denosta lo que hemos adorado o, en su defecto, lo que hemos aprendido a adorar. Examina el instrumental preferido de los claros y concisos. Juguetea con él, con sus artefactos inmóviles y arduos. Pero no le convence porque es una fuente de maneras rancias, petrificadas. Discriminatorias. Menos que modernas: medievales y autoritarias. Nunca le ha convencido la jaula impuesta al poema. Prevenidos, pues, anotamos en qué guaridas no volveremos a besarnos y por qué no seguiremos lamiendo las raíces de la pomarada cultural. De la farsa.
Olga Luis Rivero transita más allá del árbol del axioma indudable. Llega sola, desnuda y agotada, hasta la cima de la extraña colina. En su lejanía, divisa las copas de los abedules del bosque de los sueños. El sonido del agua inexplicable. La frescura que provoca:
“Cuando gozosos del bosque / occipitaron malditos corsos / contra su sien”.
Frescura es la imagen imposible, el pavo real elogiado bajo los faldones de Saturno. El talón de un diablo que también sueña. En esa parcela inhabitable reside el motivo de la producción artística, coautora ésta de la respiración humana: bajo las raíces, en el foso de los enterramientos, en el oscuro foso en el que se multiplican los ojos abiertos de los pintores del XVII, pupilas encharcadas por una furia de pieles de jaguar o acaso de gatitos alones. En esa lejanía pictórica (y poética y musical), recreada e interpretada, las mjueres son una preñez de sí mismas, hartas del semen histórico que las embadurna y ensombrece. Hartas de no ser. Hartas de su atuendo lateral. Mujeres a las que Olga Luis, tercera en la fila de las soñadoras de carne de oruga turquesa, se hermana comprensivamente, pues su naturaleza es salvaje y sólo salvaje. Sonríe y vuelve a su ramal, a la escena quinta en la que las bailarinas con cresta de buey se despatarran donde debían crecer grandes pechos de miel:
“De los tersos bosques / de enigma y cicatriz / en medio de tormentas volcánicas / Rebusco Afortunadas cenizas / del rosal de Armida”.
Su poética arranca de la inquietud, de la pronta suscripción de imágenes. La inquietud que supracolorea, que atenaza los espacios, que lastima algas, estrellas. La inquietud que es sujeción pletórica y abundante y que alienta parajes imposibles pero no invisibles:
“de mí se espera que sirva el néctar”.
Nos invita a recitar formulaciones visuales, rizados fotogramas de un mundo radicado en los sentidos, previo a cualquier ordenación hobbesiana. Un mundo felizmente anclado a la unicidad hele-mórfica y no a los rezados de la dualidad platónica. Un retablo de infernáculos con capucha y metonimias en el que se disuelven las férreas ataduras que abrigan lo de aquí y ahora, lo que ocurre a sujetos predicados, lo que cunde en esta parte del espejo que es lo actual:
“Rey de la quilla emocionante / conozco el lenguaje de estos reinos / y a los criados explorados en un dardo azul”.


Miguel Ángel Galindo. Islas Canarias. España, 1973. Estudió Filosofía y Derecho. Publicaciones Literarias: Caballos eróticos; Batir la tierra; Cementerio de Animales; Animales curvos; Los Castigadores; Raíl sobre fondo negro de Chicago; Frozen Dove Hotel; Hécate; Satélites de Vaticie; Fabricando Hormigas; Poema Sucio; Allevatio; La carne & los lirios; Apariciones. Colabora con revistas literarias de España, Italia, Chile, México. Premiado en Canarias, Valencia, Barcelona y París. Algunas de sus obras han sido traducidas al inglés y al griego. Su libro inédito Rising Sun será publicado en la ciudad de Nueva York.