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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
2 1 2014
El cigarrillo por Rodrigo Jara Reyes

La puerta es la que elige, no el hombre.
J. L. Borges

Ricardo se levantó de malas, bebió un café que le pareció más amargo que otras veces y salió en dirección a la fábrica. Afuera, un sol desteñido apenas destapaba el cielo gris acentuando la apariencia lóbrega de edificios y calles. En muchos momentos de su vida, se sintió marioneta de fuerzas extrañas, fuerzas que consideraba de difícil o imposible comprensión, pero que estaban allí, esperando el momento de hacerse presentes. En su fuero interno, culpó a dichas fuerzas por el retraso y las reprimendas del jefe y varios de sus colegas. No era para menos, la pérdida de diez minutos significaba zapatos no fabricados y menos pesos al final del día.
Al terminar el turno, se lavó y vistió a la rápida. Quería volver cuanto antes a la residencial y tomarse el tiempo necesario para pensar con calma. Se sabía en un momento crítico, e intentaba sacarle el mayor provecho al problema, pero la micro no lograba evadir el taco causado por la reyerta entre universitarios y policías. Ya otras veces había sufrido las jornadas de protestas, y no comprendía cómo unos cuantos facinerosos podían paralizar toda la ciudad. Desde niño, le habían enseñado que la política era un terreno pantanoso en el que los más débiles se hundían sin remedio. No obstante, el conflicto político en sí –del cual apenas tenía una vaga noción– no era lo que más le irritaba, sino la espera en aquella mezcla de smog, gas lacrimógeno y aire viciado de micro llena. Vio pasar a jóvenes encapuchados, a la policía siguiéndolos; escuchó gritos, llantos, sirenas, disparos. Las fuerzas especiales subieron al vehículo y revisaron sus cosas y las de todos los pasajeros; no tuvo miedo.
Llegó al hospedaje mucho más tarde de lo acostumbrado. Recorrió el oscuro pasillo con desgano y se encerró en su pieza. Tumbado en la cama, vagó mentalmente por diversos lugares y se detuvo en la calle donde creció, en el sur. «Es la hora de la siesta, las casas vecinas duermen y las calles tienen esa magia que hace que todo sea posible». Ya no veía el cuartucho insalubre, la cama desordenada, el ropero abierto, las revistas y zapatos tirados por todas partes... «Otra vez, el viejo Juan Retamal duerme su borrachera bajo los álamos». Creyó que él mismo padecía el calor y la somnolencia, como si viera el corredor vacío frente a los Rojas y los ojos de Mariela tras las cortinas. Quiso recordar el momento justo en que vio a Mariela por primera vez, pero ninguna imagen le llegaba a la memoria.

—¿Sería en la parroquia o en el parquecito de juegos? —preguntó a la misma Mariela.
—No lo recuerdo —respondió ella.
—Pero siempre hay una primera vez —dijo—. Quizá aquella tarde, cuando llegaste a la plaza con el vestido rosado.
—No, fue antes, mucho antes —indicó Mariela.
—¡Qué cosa rara! —exclamó—. No puedo recordar tu rostro de aquella época, me has mostrado fotos, pero no pareces la misma Mariela a la que amé casi instantáneamente.

De pronto, como quien regresa de otro mundo, recordó que tenía un vino guardado y pensó que unos cuantos tragos le quitarían el sabor lacrimógeno de la garganta. Llenó una copa medio sucia y bebió un largo sorbo. Llevaba tres años en aquella ciudad inhóspita. A partir de esa noche, ya no se permitiría la duda; quería regresar. Además, el horóscopo de la mañana le había prometido cambios sustanciales en su vida. «Sustanciales. ¡Qué palabra!», pensó. Pero el problema seguía siendo el trabajo, ¿cómo conseguirlo en San Cristóbal? Sopesó mil veces la otra posibilidad, invitar a Mariela y vivir juntos en la capital. En una breve pero contundente sucesión de imágenes, su mente volvió a sentir el temor que le causó la primera visión del laberinto, la muchedumbre que iba y venía, el olor a goma y plástico quemado, la estampida de vehículos y esa soledad que se le enquistó desde el primer minuto. «Esta no es vida para una familia, ¿qué pasaría con los niños que pudiéramos tener? ¡Dios mío, cuántos meses desde que no nos vemos!».
Recibió la última carta dos semanas antes. Mariela le echaba de menos y necesitaba verlo, pues tenía que decirle algo muy importante. «Algo que no puede contar en la misma carta ni en las llamadas telefónicas que nos hacemos a veces», murmuró. De puro nervio, le entraron ganas de fumar, pero había encendido el último cigarro a la hora del almuerzo. Desde una radio que sonaba lejana, le llegaban los acordes de un viejo tema de Los Beatles. Con la música, el mareo del vino y el cansancio cargándole la nuca, Ricardo se durmió lentamente.
Despertó pasada la medianoche. Tomó el poco de vino que restaba en la copa y fue hacia la puerta. Giró la manilla con indecisión, como si tratara de entender un remoto mensaje alojado en los límites del subconsciente. En el último tiempo, se había propuesto no salir de noche, los peligros de aquella urbe gigantesca así lo exigían. «Hoy es diferente. Necesito caminar, encender un cigarrillo», se dijo. Ya en la calle, las penumbras cayeron sobre él desde los faroles ciegos y las negras hileras de árboles. «Solamente un cigarrillo, uno», pensó. Los cadenazos contra el tendido eléctrico tenían al barrio entero a oscuras, y la posibilidad de encontrar un boliche abierto era casi nula. La ciudad transmitía sensaciones de enorme vacío, y más aún siendo Santiago, con esas formas rectas y sin vida acostumbradas al paso arrollador de transeúntes y vehículos. «Una ciudad muerta para los muertos», rumió con resentimiento. Añoraba las calles de San Cristóbal y la acogedora imagen que tenía de ellas.
Después de recorrer varias cuadras a tientas, llegó a una botillería iluminada con lámparas a gas, compró una cajetilla y salió concentrado en la tarea de encender el primer cigarro. Sintió el humo deslizándose entre sus dientes, sobre la lengua, con ese sabor indefinido entre amargo y dulce raspándole la garganta. De alguna manera, el ritual de aspirar el humo y retenerlo durante largos segundos le hizo olvidar ese día aciago y le devolvió la confianza en sí mismo en aquella urbe que semejaba un gran saurio dormido. Caminó despreocupado, extrañamente liviano, como si la volatilidad del cigarrillo invadiese cada una de las células de su cuerpo. Así supo que no quería regresar tan pronto a la residencial, que necesitaba disfrutar aquellas sensaciones recién descubiertas.
«Mañana terminaré la carta para Mariela o, mejor aún, le llamaré», se dijo. Caminaba por José Miguel Carrera hacia el sur, siempre hacia el sur. La luna asomaba entre las nubes iluminando de forma extraña, casi siniestra, los perfiles de las casas y los contornos de los árboles. «Estará contenta cuando sepa que decidí dejar la fábrica, que regresaré definitivamente a San Cristóbal, que la pediré en matrimonio apenas llegue y que hablaremos de eso tan serio que tiene que decirme».
De pronto, oyó un ruido a su espalda, intentó girarse y un golpe seco le dejó medio aturdido en el suelo. Sintió patadas en los riñones, en la cabeza. Escuchó voces que le gritaban desde muy abajo, casi subterráneas. «¿Por qué me hacen esto justo ahora?», preguntó o, más bien, intentó preguntar y no pudo. Hizo un amago de insultar al destino, a la suerte y a Dios mismo, pero los golpes le habían dejado sin aire. Entonces, sintió manos intrusas que lo trajinaban, manos que se iban con los documentos, los pesos, los cigarrillos y que, sin pedir permiso, levantaron su cuerpo traposo. Quiso saber dónde le llevaban y para qué; sin embargo, presintió que ni él, ni Mariela, ni nadie, lo sabrían nunca.

acerca del autor
Rodrigo

Rodrigo Jara Reyes (Talca, Chile, 1966). Hizo estudios superiores en la Universidad de Talca, donde obtuvo el título de Profesor de Estado. Publica cuentos, artículos y ensayos en revistas nacionales e internacionales. Trabajó en el equipo editor de Iridec, en donde escribió y corrigió libros de capacitación a distancia. En el año 2006, auto-publica el libro de cuentos “El extravío y otros relatos”. Aparece en las antologías Travesía por el río de las nieblas, 2000; Faluchos, treinta poetas maulinos, 2003; El lugar de la memoria, 2007, Poetas del siglo XXI, 2012 y Antología absoluta de la poesía chilena, 2013.