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Literatura
3 3 2014
Octavio Paz: buscar entre líneas por José Andrés Rojo

En “Teatro de signos/Transparencias” (Fundamentos), Julián Ríos hizo a principios de los años setenta una apasionante propuesta: seleccionó un montón de fragmentos de distintas obras de Octavio Paz y los dispuso en el libro buscando que cada texto, ya fuera un trozo de poema o un trozo en prosa, potenciara su sentido al encontrarse con los otros. Se podía saltar de aquí allá, morder en cualquier sitio, dejarse llevar por los juegos de referencias que las piezas convocaban al interactuar una con otra. El efecto que provocaba la lectura de tan singular artefacto era devastador: las ideas que se hubieran tenido hasta entonces sobre las cosas sufrían una brutal sacudida. Ya fuera la poesía o el sexo, el lugar de la política, los estragos del poder, el sentido de la fiesta, la imaginación o el amor, Octavio Paz tenía la facultad de poner todo patas arriba, pero con la elegancia del que pasa el plumero para quitar el polvo que se acumula en los tópicos con que cada uno se relaciona con el mundo. Al mismo tiempo, sin embargo, lo que concedía Paz a sus lectores a través de esos fragmentos era una radical libertad para empezar a moverse sin corsés de ningún tipo. Una especie de alegría del pensamiento, de permanente celebración.
“Escribo sin conocer el desenlace / De lo que escribo / Busco entre líneas / Mi imagen es la lámpara / Encendida / En mitad de la noche”. Esos versos tomados de un poema incluido en /Ladera Este /acaso resumen bien lo que Octavio Paz se dedicó a hacer todo el tiempo: buscar entre líneas. En otro sitio, de /Puertas al campo,/ escribió: “El sentido de una obra no reside en lo que dice la obra. En realidad, ninguna obra /dice;/ cada una, cuadro o poema, es un decir en potencia, una inminencia de significados que sólo se despliegan y encarnan ante la mirada ajena”.
Hace no mucho, en una conversación con varios escritores mexicanos, referirse a Octavio Paz tuvo algo de haber mentado la bicha. El rechazo de un libro como “El laberinto de la soledad” tenía en ellos algo de visceral. Alguien llegó a decir que no era sino una burda colección de ideas ajenas que había copiado sin masticar y que resultaban por completo falsas. Vinieron a decir que Octavio Paz no tenía ni idea de México. E igual tienen razón, aunque no resulta muy creíble que el autor de “El mono gramático” hubiera pretendido fijar una posición definitiva para establecer así la esencia inmutable de lo que fuera su país. Quién sabe si no escribió, también ahí, en medio de la oscuridad, procurando tan solo iluminar unos cuantos rincones oscuros. Ninguna obra “dice”: sólo propone un haz de significaciones que arma cada lector. ¿De qué manera han leído esos escritores mexicanos a Paz para tratarlo con ese mayúsculo desdén?
“Le pedimos al amor –que, siendo deseo, es hambre de comunión, hambre de caer y morir tanto como de renacer– que nos dé un pedazo de vida verdadera, de muerte verdadera”, escribió Paz, precisamente en “El laberinto de la soledad”. “No le pedimos la felicidad, ni el reposo, sino un instante, sólo un instante, de vida plena, en la que se fundan los contrarios y vida y muerte, tiempo y eternidad, pacten”. Igual Octavio Paz no sabía gran cosa de México (lo que resulta francamente dudoso). Lo que sí es seguro es que conoció a fondo la condición humana y que supo dar forma a esos interrogantes que siguen latiendo impertérritos, de manera incansable, una y otra vez. Y que, con su escritura, dio alas a sus lectores para empezar a pensar. Limpiar el polvo de los prejuicios, buscar entre líneas.

acerca del autor
Octavio

Octavio Paz (Ciudad de México, 1914—1998). Los intereses literarios de Octavio Paz se manifestaron de manera muy precoz, y publicó sus primeros trabajos en diversas revistas literarias. Estudió en las facultades de Leyes y Filosofía y Letras de la Universidad Nacional. En 1936, Octavio Paz se trasladó a España para combatir junto a los republicanos en la guerra civil, y participó en la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Al regresar a México fue uno de los fundadores de Taller (1938) y El Hijo Pródigo. Amplió sus estudios en EE.UU. en 1944-1945, y concluida la Segunda Guerra Mundial, recibió una beca de la fundación Guggenheim, para, más tarde, ingresar en el Servicio Exterior mexicano. Conforman su obra poética: “Luna silvestre” (1933); “Bajo tu clara sombra y otros poemas sobre España” (1937); “Entre la piedra y la flor” (1941); “Libertad bajo palabra” (1949); “Águila o sol” (1951); “”Semillas para un himno (1954); “La estación violenta” (1958); “Salamandra” (1962); “Ladera este” (1969); “Topoemas” (1971); “Renga” (1972); “Pasado en claro” (1975); “Vuelta” (1976); “Poemas” (1979) y “Árbol de adentro” (1987). Su producción en prosa abarca once obras: “El laberinto de la soledad” (1950); “El arco y la lira” (1959); “Cuadrivio” (1965); “Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo” (1967); “Conjunciones y disyunciones” (1969); “El mono gramático” (1974); “Los hijos del limo” (1974); “El ogro filantrópico” (1979); “Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe” (1982); “Tiempo nublado” (1983) y “Hombres de su siglo” (1984). En 1990 se le concedió el Premio Nobel de Literatura.