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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Literatura
23 5 2018
¿Quién le teme a Alejandra Pizarnik? por Anahí Mallol

Ha sido una figura ambivalente de las letras argentinas y el motivo de su éxito se mezcla con una cierta lectura que no la beneficia: la que recurre a los elementos biográficos. Pizarnik se suicidó cuando no tenía aún 40 años. Dejó una obra coherente y contundente que ha inspirado y tiranizado a generaciones posteriores. Hay quienes se fascinan con ella y quienes la detestan. Lo que es innegable es que Pizarnik construyó a fines de los 60 y principios de los 70 una voz que se hace escuchar, y una figura de poeta que resulta contundente, sobre todo entre los muy jóvenes.

El suicidio de Pizarnik viró la lectura de su obra hacia una dimensión exclusivamente autobiográfica: la “nota roja” tironea las interpretaciones literarias y realimenta una figura lírica que ya era anacrónica en vida de ella: la del “alma sensible”, torturada, en  conflicto con todo lazo social, que escribe desde su desdicha. Como lo notara uno de sus antólogos, Frank Graziano, lo importante aquí si hablamos de poesía no es que la poeta fuera suicida, sino que lo que se suicida es la escritura. Es decir, la fuerza de Pizarnik, el punto de inflexión que la conduce hacia las prosas satíricas y la aleja de la lírica, su momento de silencio tanto como la dificultad de que hubiera seguidores de su estilo, residen en su misma apuesta poética.

Lo que Pizarnik le hizo al lenguaje de la poesía desde El árbol de Diana –un libro que muchos poetas contemporáneos reconocen haber leído en su juventud– fue tensarlo de un modo inusitado para llevarlo al borde del silencio: poemas muy breves, en los que cada palabra ha sido pensada y sopesada, ubicada en el cuerpo del poema como una figura en un cuadro; combinación exhaustiva de unos elementos mínimos que se repiten, puestos a resonar en sus variaciones musicales, y que desdibujan los sentidos de las palabras y sus asociaciones habituales; dislocaciones sintácticas, sobre todo en el juego con el pronombre personal; hipostasía de la escritura poética misma. Todo esto junto se encuentra en sus textos, en una combinación que resulta tan productiva como paralizante. Porque durante años la poética de Pizarnik, con su fuerza centrífuga, cooptaba los intentos de los poetas por construir una voz propia. María Eugenia López lo resume así: “Leí más que nada sus poemas. Pero la puse a distancia rápidamente, porque es peligrosa. He visto a muchos poetas de mi generación fagocitados por su estilo. Y está bien como ejercicio, ya que al comienzo vamos tanteando, pero la meta debe ser encontrar una voz propia y Alejandra no te suelta. Entonces tuve que soltarla yo”. Hay que cuidarse de ella como de una yiddische mamme.

Actualmente los poetas argentinos contemporáneos, en un espectro amplio que abarca a los que publicaron en los 80, los 90 y los 2000, consideran a Pizarnik una figura muy importante. La han leído de muy jóvenes, algunos la releen y otros no, con interés por sus producciones en prosa, menos conocidas, en las que muestra un trabajo irreverente y arriesgado por el lado del humor, en el que hay mezcla de discursos, parodia, pastiche, irrisión. Muchos reconocen el poder productivo de la poesía de Pizarnik como motor que incita a la escritura, y trabajan sus textos en los talleres en que se forman los más nuevos, como un importante “rito de iniciación” (las palabras son de Celeste Diéguez) porque en algo triunfa sin dobleces: presenta una voz propia, y una muy poderosa.

Sobre una cosa hay unanimidad: el rechazo al mito de la poeta maldita, que si a algunos les parece impostado desde un comienzo, llega a rozar los límites del ridículo, por ejemplo cuando se organizó una sesión de espiritismo entre fanáticos para convocarla. El nudo que su estética propició entre locura, muerte y poesía, cristalizado en la idea de que el sufrimiento es poético, permite que, como dice Jorge Aulicino, Alejandra Pizarnik “esté sobrevalorada por señoras cultas que creen que la locura es un estado de gracia mientras no la sufran ellas”.

Asimismo, la fuerza de ese mito es atractiva y pendula entre la nostalgia por la edad de la poesía en que podía tenerse una fe plena en la palabra, según Alejandro Crotto, como en la conciencia acerca de la necesidad de construir, junto a la escritura, una figura de escritor, lo que ha seducido, como procedimiento genuinamente literario, a Washington
Cucurto.

Si bien, como afirma Laura Crespi, “Nadie de mi generación no la leyó”, y su poética funciona, de hecho, como una suerte de inconsciente poético que regresa en la propia escritura sin que se lo note (“está siempre ahí en el fondo, como imágenes o pequeñas estampas de poesía en prosa”, dice Celeste Diéguez. Otros, como Horacio Zabaljáuregui, aseguran que se hace difícil volver a leerla: “Es un pliegue pleistocénico en mi memoria poética”.

Sin embargo, aquietado el fanatismo inicial, se la puede revisitar desde una clara distancia estética, esa distancia que, dice Marina Mariasch, “necesitamos tomar para no quedarnos pegados cuando una lectura nos impregna”, al mismo tiempo que resalta de ella, y hace vibrar en sus propios textos como legado, “esa voz chillona que le adjudicó Borges a Alfonsina Storni”. Para hacer, desgastado el efecto inicial de shock, caso omiso del gesto solemne, como señala Matías Moscardi, y lanzarse a nuevas posibilidades estéticas.

Personalmente, cuando hace un tiempo me nombraban a Pizarnik me acordaba justamente de esos versos tan divertidos de Mariasch: “Bioy, / Cortázar, esos que te hacen amar/ a los 18 y después/ odiás”. La había leído tanto que ya todo me parecía repetido, no podía soportar un “yo” o un “ella” más, un jardín, una madre mala, una niña, un muro, un silencio, un vestido azul. Y sentí furia cuando descubrí que algunos de sus mejores versos eran de Rimbaud, algunas de sus mejores paradojas, de Kierkegaard. Y después me pareció genial. Leer La condesa sangrienta de Valentine Penrose y releer La condesa sangrienta de Pizarnik fue toda una lección, y de las buenas, de escritura. Eso es método. No puedo saber si Pizarnik sufría. Lo que sé es que tenía método para escribir, como César Aira dejó dicho.

En todo caso, lo que la poética y la muerte de la poeta concitan, y lo que la publicación de los diarios y la correspondencia acentúa, es un vértigo por lo desconocido. Persisten dos interrogantes: ¿por qué se suicida una persona?, y ¿cómo hace para escribir eso que escribe un poeta? No hay respuesta posible: si se está irremediablemente solo en los momentos cruciales de la vida, en los umbrales del nacimiento y la muerte, se lo está también en la escritura.

La lectura de los textos de Pizarnik, la profusión de comentarios a su poética, su impacto en las futuras generaciones, abren ese abismo vertiginoso hacia lo que no tiene respuesta. En tanto preguntas, son el motor de nuevas escrituras, y eso es, sin duda, lo más valioso.

 

acerca del autor
Alejandra

Alejandra Pizarnik, Buenos Aires, 1936. Obtuvo su título en Filosofía y Letras por la Universidad de Buenos Aires y posteriormente viajó a París hasta 1964 cuando estudió Literatura Francesa en La Sorbona y trabajó en el campo literario colaborando en varios diarios y revistas con sus poemas y traducciones de Artaud y Aimé Cesaire, entre otros. Es una de las voces más representativas de la generación del sesenta y es considerada una de las poetas líricas y surrealistas más importantes de Argentina. Su obra poética está representada en “La tierra más ajena”, 1955; “La última inocencia”, 1956; “Las aventuras perdidas”, 1958; “Árbol de Diana”, 1962; “Los trabajos y las noches”, 1965; “Extracción de la piedra de locura”, 1968; “El infierno musical”, 1971 y “Textos de sombra y últimos poemas”, publicación póstuma, 1982. Muere en París en 1972.