Jueves 02 | Mayo de 2024
Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
7 8 2018
«Poor old Jack» (fragmento) por Domingo Alberto Martínez

Hablaba, hablaba, hablaba, ¿es que no iba a callarse nunca? Tener que soportar a aquella mujerona estúpida y deslenguada, de voz aguardentosa, que no soltaba una palabra si no era escoltada por un juramento, que no terminaba una frase sin haberla acentuado primero con un escupitajo, sus historias truculentas salpicadas de risas, la miseria, el olor a flores secas que salía de su boca, oírla y andar a su lado, y que el resto del mundo me viera desfilar junto a ella, era un auténtico infierno; peor que un infierno, ¡pobre de mí!, era un calvario, un auto de fe de la Inquisición española. Y si por lo menos hubiera dicho algo interesante, alguna ocurrencia graciosa, una de esas tonadillas un poco irreverentes que cantan los borrachos en los bares.
Aquella estantigua vestida de hombre, más vieja que la torre de Londres, con un bombín abuhardillado y una casaca del 3er Batallón de Fusileros de Su Majestad la reina Victoria –Dios salve a la reina–, aquella alcahueta con cara de urraca, los ojos saltones, los dientes más sucios que los arrabales de Mánchester, que hablaba y hablaba y hablaba, y no se callaba ni aunque se quedara sin aire; y que si a Katy, la pequeña de los O’Hara, un primo suyo del campo recién ordenado diácono le había dejado antes de irse un bonito regalo –y se daba palmaditas en la panza, guiñándome un ojo–, una muñeca de esas de trapo que a los ocho o nueve meses aparece flotando en el Támesis, sin ninguna etiqueta que diga de quién es el pájaro.
Y que si a Martha McGuinness… ¡condenada lamprea!, ¡esa trucha barbuda!, que porque sirvió a una marquesa hace más de cien años, ¡esa almeja escaldada!, se pasea por los muelles con más aires que un globo aerostático… pues que si a Martha McGuinness, con todos sus aires, se la encontró tirada en el suelo el dueño del Cerdo de Yorkshire… John Fisher, el del parche en el ojo, ése al que llaman Su Ilustrísima Eminencia… gruñía y blasfemaba en inglés y en gaélico, según dijo Fisher, y braceaba igual que si se estuviera ahogando, enredada entre tres o cuatro sillas y las patas de una mesa, lanzando tarascadas a los sacos y a las cajas, y a cualquier escupidera que tuviera cerca. Estaba tan borracha como si hubieran coronado otra vez a la reina, ¡menuda merluza traía!, y hay quien dice que se había hecho encima todo lo que es capaz de hacerse una buena irlandesa… ¡y media pinta más, que invita la casa!
«¿Y Barney Cabeza de Repollo?, ¿qué hay del burro de Barney? –me preguntó de repente, con más insolencia que un ayuda de cámara del castillo de Windsor, como si yo conociera al señor Cabeza de Repollo de jugar juntos al críquet y compartir largas charlas somnolientas en un club de caballeros–. Los polis aún deben estar juntando las últimas piezas. ¿Pues no se apostó el muy mendrugo que era capaz de entrar en el zoo y llevarse un pingüino, y se encontró, nadie sabe cómo ni de qué manera, metido en el foso de Bongo, el gran gorila africano? ¿Cómo se dice…?, ¡ah, el cazador cazado!, ¡sí, eso! ¡Ja, ja, ja! Que era de noche y los rugidos de las fieras sonaban igual que la carga de la Brigada Ligera, cuentan por ahí sus compinches a quien les quiera invitar a ginebra, y que Barney había bebido un poco más de la cuenta. Para variar… –resopló, y acto seguido se echó un eructo. Un muchacho que pasaba por delante, un limpiabotas pelirrojo, con el rostro picado de viruela, se giró, «¡salud, señora!», exclamó, con una sonrisa de socarronería, y se tocó la visera con la punta de los dedos–. John Jaggers, alias Comadreja, Lucky Carroll, Eddie Irvine, el cochero… sí, hombre, que le falta una oreja… Sean O’Casey, el vendedor de quincalla… ¡Un brindis por Barney, y que el Señor lo tenga en su gloria!»
–¡Últimas noticias sobre Charlotte!, ¡la pobre, pobre desgraciada! Otra víctima inocente de los tiempos que corren, engullida por las fauces industriales de la Gran Babilonia. ¡Léanlo aquí!, ¡en The Pall Mall Gazette, el periódico del perfecto caballero británico! —un vendedor de periódicos anunciaba a voz en cuello las noticias más curiosas; su pequeño bigotito embetunado, recortado con la forma del manillar de un velocípedo, daba la impresión de que fuera a salir disparado cada vez que el vendedor abría la boca y descargaba el estruendo de sus gritos, una andanada tras otra, remontándose por encima del bullicio de la gente, el traqueteo de los carros, los relinchos, los chasquidos de los látigos, algún ómnibus que pasaba cargado hasta los topes—.
¡Pobre, pobre criatura! Sepan lo que le ocurrió a Charlotte, la vaca más grande de todo el imperio, con sus seis pies de alzada y sus casi dos mil libras de la mejor carne escocesa. ¡Léanlo en The Pall Mall Gazette por sólo un penique!, ¡un solo penique! Cómo estaba pastando pacíficamente en mitad de la vía cuando irrumpió en el prado lanzando humo y vapor a presión y aturdiendo al pobre animal con el estrépito de sus cinco vagones color rojo fuego el expreso de Glasgow…
¡Ay, pobre!, ¡pobre de mí!, me decía una y otra vez para mis adentros, ¿qué he hecho yo para merecer este castigo? Esta penitencia, más amarga que la de los ermitaños que se recluían en los montes de Tesalia, sin más compañía que el vuelo de algún águila por el día y las tentaciones del Diablo y de la carne durante las largas horas de la noche. ¡Pobre!, ¡pobre de mí!, insistía, con la sádica regularidad de un flagelante. Si por lo menos mi madre viviera… ¡ella sí que sabía cómo tratar a toda esta chusma! Todos estos organilleros, alcantarilleros, deshollinadores, todos estos pedigüeños, veteranos del ejército, todas estas garrapatas, que se comportan como si no conocieran el agua del bautismo y no hubiera un día de la Ira y el Juicio de Dios.
Mi madre me escuchaba sin interrumpirme, sentados uno frente al otro en el salón de los Mártires, llamado así porque las paredes estaban decoradas con todo tipo de lienzos, grandes y pequeños, holandeses e italianos, de tablas al óleo o, más raramente, de pinturas al temple, con escenas que representaban la pasión de Santa Catalina, Santa Inés o San Edmundo, rey de East Anglia. Le hablaba de Longshanks, el purasangre árabe del duque de Seahorse, que se había partido el espinazo al saltar sobre un arroyo, de las ceremonias secretas de los brujos hotentotes para ahuyentar a los malos espíritus o de los viajes del teniente Younghusband por el Asia central y la India. Pasaba con indiferencia las hojas del periódico, picoteando aquí y allá en los titulares, leyendo tres o cuatro renglones en el mejor de los casos, antes de cansarme y saltar a otra noticia. Los lacayos, mientras tanto, muy pulcros y ceremoniosos, como era de rigor en Copperfield Hall desde los tiempos de Roger el Sanguinario, iban sirviendo el desayuno en perfecto silencio; primero el pan de jengibre, los huevos cocidos, el pudin de espárragos, luego el pastel de riñones, la sopa de marisco, el salmón con champiñones, más tarde la empanada de espinacas, el bizcocho con pasas, la tarta de arándanos. La mesa, con todas aquellas idas y venidas, parecía la llanura de Waterloo en 1815, con la tetera de porcelana avanzando decididamente por el ala izquierda al mando de un regimiento de tazas, y las jarritas para la miel y para la crema, el salero, el azucarero y las hueveras, maniobrando por el centro hasta completar el cerco del jarrón de las hortensias. Los cubiertos de plata labrada, perdidos, cansados, manchados de confitura, se apiñaban en desorden o se batían en retirada, y yo, rodeado por todos los flancos y en clara desventaja, no sabía muy bien qué hacer con las manos.
Mi madre, la condesa viuda de Earwig, era una dama virtuosa, de talante aristocrático, que, como todas las damas victorianas de cierta edad y alta alcurnia, hacía gala de sus hábitos como un general de frondosas patillas hace gala de sus condecoraciones. Todos los días durante el desayuno abría la Biblia con sumo cuidado, la edición traducida del griego y profusamente anotada del reverendo Hardscrabble, y se enfrascaba en su lectura llena de fervor religioso. Cuando acababa un capítulo, levantaba la cabeza con una solemnidad casi litúrgica. Me miraba sin decir una sola palabra; miraba la mesa, los platos, a los criados, comprobando que todo estuviera en su sitio, y tomaba un sorbito de té con limón. No tomaba nada más que una taza de té negro sin leche –y, el día de Santa Escolástica, una copita de licor de ruibarbo– desde que se levantaba con el canto del gallo hasta que Mr. Chamberlain, el mayordomo, anunciaba con su característica entonación de violonchelo:
«La cena está lista».
Mi madre hablaba muy poco. Quizá por eso cuando lo hacía, cuando miraba como sólo ella miraba, tan fría, tan fijamente, con aquel gesto de esfinge, era como si se detuvieran los engranajes de todos los relojes y las manecillas contuvieran el aliento, como si los verdugos de los cuadros que nos rodeaban, aquellos esclavos sudorosos, negros o mestizos, toscamente iluminados por la luz de las antorchas, dejaran un momento de apretar las correas y de anudar las cuerdas de esparto, de retorcer con las tenazas los blancos y turgentes pechos de las vírgenes cristianas, y aguardaran expectantes. Recuerdo una ocasión, hace años. Estaba leyendo una noticia sobre las minas de Black Cauldron, en el condado de Glamorgan. Una explosión de gas metano había provocado varios derrumbamientos y corrimientos de tierra, matando a doce o trece mineros y dejando atrapados en los túneles a más de cincuenta.
Mi madre carraspeó –«¿James?»–, y yo me callé de inmediato. Los criados se quedaron donde estaban, quietos como estatuas. «Espero que nuestro Muy Honorable Primer Ministro, Mr. Gladstone, que haría bien en dedicarse a recoger conchas en la playa en lugar de a la política, no tenga intención de gastar ni un solo penique en sacar a ese hatajo de cabras de Gales del agujero en el que han tenido a bien meter el hocico», dijo, enarcando una ceja, como si supiera fehacientemente que ésa era entre todas las opciones la que iba a escoger Mr. Gladstone. Yo le di la razón, como hacía siempre, y ella volvió al capítulo del Levítico que había dejado a medias.
–¡Compren, compren The Pall Mall Gazette!, ¡léanlo antes de que se acabe! ¡Otro crimen terrible!, ¡una nueva tragedia! La policía metropolitana encuentra el cuerpo sin vida de una joven hilandera en las escaleras de Babington Road. Tom Brownie, fogonero del SS Stamboul, asegura que vio correr por las vías a un individuo de aspecto sospechoso poco antes de que apareciera el cadáver. ¿Quién será el asesino? ¡Compren!, ¡compren The Pall Mall Gazette, el único periódico con información fidedigna! ¡Los sabuesos de Scotland Yard andan ya tras la pista…!
Me pareció oír un ladrido, y casi enseguida a varios perros ladrando, no muy lejos del lugar en el que nos encontrábamos; puede que sólo fuera un eco, cascos de caballos, los últimos rescoldos de una riña de borrachos –en Whitechapel, cuando anochece, no se puede estar seguro de lo que uno ve o cree haber visto a la trémula luz de las farolas, ni de lo que uno oye. Otro ladrido, más fuerte que los anteriores, procedente de una bocacalle cercana. Aceleré sin querer el paso. El frío de los adoquines me subía por las piernas, la ansiedad me retorcía tercamente las entrañas. Doblamos una esquina hacia Flower and Dean, una de las calles con peor reputación de Londres, y los gritos del vendedor de periódicos se perdieron a lo lejos, entre la niebla.
–¡Vamos, vamos, capitán! Hay una pensión ahí delante, una casa de huéspedes… –dijo la prostituta, mordiéndose el labio para no soltar una carcajada–. Mira, amigo…
–Llámame Jack.
–Ah, vale… Jack, mira, pareces un buen tipo, y voy a decirte la verdad ahora mismo. Es un tugurio, esa casa de huéspedes, ¡por San Pablo que lo es!, una de las pocilgas más sucias en diez millas a la redonda, pero por 3 peniques podemos estar calentitos tú y yo un buen rato, y por 4 hasta nos dejan una manta sin piojos, ¿eh?, ¿qué me dices? ¡Ja, ja, ja!
La seguí sin rechistar, lo mismo que hacía cuando mi madre me encargaba algo. Se estaba haciendo tarde, así que me llevó por un atajo que no creo que conociera ningún londinense de provecho, subiendo y bajando escaleras, atravesando arcos y pasajes subterráneos que discurrían entre almacenes y solares abandonados, corrales ilegales para las peleas de gallos, prostíbulos infantiles, fumaderos de opio. Entramos por un callejón solitario, tan estrecho que apenas cabíamos en fila de a uno, con el suelo salpicado de inmundicia, paja podrida, restos de cajas, y encharcado todavía por las lluvias de la madrugada. La prostituta hablaba y hablaba, no había cerrado la boca ni un solo instante.
Yo soy un hombre tranquilo, siempre me he preciado de serlo, pero incluso los hombres tranquilos pierden los estribos de tanto en tanto. Me detuve con la excusa de leer un pasquín pegado a la pared, junto a un ventanuco ciego, un cartel que anunciaba la reapertura tras varios meses de reformas de la Cámara de los Horrores de Madame Tussaud, con las nuevas figuras de cera de Atila, rey de los hunos, el pirata Barbanegra o Sweeney Todd, el barbero diabólico de la calle Fleet. Ella me esperaba un poco más adelante, y aprovechó el intervalo para encenderse una pipa y darle algunas chupadas, sin dejar por eso de mascullar sabe Dios qué despropósitos. Todo se vuelve confuso a medida que voy avanzando, y no podría decir si lo que ocurrió a continuación fue real o sólo un producto de mi fantasía. Lo único que recuerdo claramente es la sangre. Sangre en el suelo, en las paredes, en mis manos, sangre y gritos por todas partes, como si una bandada de petirrojos asustados aleteara y levantara el vuelo. Toda esa maldita sangre, que no consigo apartar de mi mente. Las paredes se hinchan, se deshinchan, las ventanas se estremecen, igual que los ollares de un caballo al que se ha hecho correr demasiado.
El callejón ya no es un callejón con muros de ladrillo y argamasa, como había creído al principio; se ha transformado en un ser orgánico, nervios, glándulas, vasos linfáticos, en una larva monstruosa que nos ha engullido sin que nos diéramos cuenta, y que ahora nos está digiriendo.
No sé muy bien lo que ocurrió entonces, no sé en qué orden tampoco. Hui, salí corriendo, tropezando cien veces con las sombras con las que me cruzaba, rompiendo en mil pedazos el cristal de los charcos. La prostituta se había vuelto para ver por qué tardaba tanto. Yo tenía el cuchillo en la mano, pero no me atrevía a usarlo. Intentó defenderse, resbaló y se cayó de costado. Cerré los ojos, golpeé a ciegas. ¿Qué otra cosa podía hacer? Golpeé, golpeé, golpeé. Golpeé con todas mis fuerzas, hasta que me dolió el brazo. Creo que en algún momento pidió misericordia.

acerca del autor
Domingo Alberto

Filólogo de formación y apasionado de la palabra escrita, Domingo Alberto Martínez (Zaragoza, 1977) dirigió una librería hasta 2012, año en el que se trasladó con su familia a Tudela, capital de la Ribera navarra. Su primera novela, “Las ruinas blancas”, fue premiada en el XVI certamen “Santa Isabel de Aragón, reina de Portugal”, convocado por la Diputación de Zaragoza en 2001. Un año antes, su siguiente novela, “Trovas de fierro”, había recibido el premio Alfonso Sancho Sáez del Ayuntamiento de Jaén. Sus relatos, premiados en muchos certámenes literarios, están recogidos en las antologías “El pan nuestro de cada día”, “Palos de ciego” y “Un ciervo en la carretera” actualmente a la venta.