Viernes 29 | Marzo de 2024
Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Literatura
7 8 2018
Otra secuencia de la novela El nómada estelar de Héctor Loaiza

San Juan y Boedo antiguo, y todo el cielo,
Pompeya y más allá la inundación.
..
Sur, tango de Homero Manzi.

Esa misma mañana, un pasajero adormecido por el zumbido de los reactores de un super avión de dos pisos, rememoraba aquella lejana tarde estival en el barrio sur de Buenos Aires: la barranca de la avenida Boedo, desde donde se observaba al barrio de Pompeya. Un poco más lejos, se distinguía el puente Alsina y en sus alrededores las chimeneas de sus fábricas. Si uno se aproximaba más también podía vislumbrar las huellas de las inundaciones frecuentes en los muros de los edificios.
Al final de la travesía del Atlántico repetía en silencio y con cierto fervor la letra del tango Sur, que se difundía en su ser con la penetración del alcohol. “Y un perfume de yuyos y de alfalfa / que me llena de nuevo el corazón…” Su vida se asemejaba al tango sentimental y voluptuoso que nació en el arrabal como él. A diez mil metros por encima del “charco” —sus compatriotas llamaban así al Atlántico— reconstruía lo que había sido su existencia. “Vano intento de querer rehacerla” le hubiera dicho su mentor. El tango era el himno de los abandonados por la suerte y los traicionados.
¿Qué otras imágenes de su infancia volvían a su mente con insistencia? Nunca tuvo vergüenza de decir que había visto la luz del día en el suburbio sur, en Avellaneda. ¿Cómo hubiera podido sentir vergüenza? Al contrario, estaba orgulloso de haber nacido allí, cuarenta años atrás. Avellaneda, antes lleno de fábricas, estaba ahora repleto de casitas modestas de los obreros jubilados o de sus descendientes. Al correr los años y las crisis sucesivas, las fábricas habían cerrado.
Volvía a sentir las fragancias del jardín de la casa paterna. En el territorio mítico de su niñez sobresalían los nísperos frondosos, el ceibo y el limonero. Allí, había visto a su padre laborar todos los fines de semana, durante largos años, con la terca intención de legar a su único heredero una casa en orden y cuidada con esmero. El jardín había tenido importancia en su despertar a la vida, allí había jugado solo y después con otros chicos de su edad. Durante su adolescencia ese territorio había perdido importancia, se había esfumado la fantasía que la rodeaba, ya no le gustaba quedarse mucho allí. Salía entonces por las tardes con los amigos transgrediendo los límites de la zona impuestos por su padre. Exploraba las afueras del puente sobre las aguas negras y grasientas del Riachuelo. Con el primer cigarrillo entre los labios, solo o acompañado, recorría después las calles y las avenidas de Barracas buscando el rostro idealizado de una piba con quien conversar.
Aquella otra tarde, cuando tenía veinte años, en televisión la meteorología había anunciado lluvia que terminaría con el calor sofocante y húmedo de esos días. La presentadora había comentado que el otoño tardaba en llegar. Había subido a un vagón del tren suburbano en Avellaneda y bajado en la Estación de Constitución donde él debía tomar el “subte” —así llamaban al metro en Buenos Aires— hasta Boedo. El recuerdo que conservaba de los corredores y los andenes del “subte” era el de un horno, húmedo y lleno de gente. Había subido por escaleras mecánicas lentas, recorrido túneles angostos y faltos de aire. En lugar de refrescar un poco el ambiente, los viejos ventiladores lanzaban ráfagas de aire caluroso. Había tomado la línea con destino a la otra estación de tren, la de Retiro, situada en el barrio norte. Había bajado del vagón en la estación Independencia para luego tomar la línea que iba a Virreyes y había continuado hasta la estación Boedo. Cada vez que cerraba los párpados veía una vez más el cruce de las avenidas San Juan y Boedo con sus edificios arruinados y abandonados. Esta imagen se mezclaba en su recuerdo como si fuera la escena de una vieja película de malevos, acompañada con el fondo musical del mismo tango, Sur.

Tus veinte años temblando de cariño
bajo el beso que entonces te robé
Nostalgia de los años que han pasado.
Arena que la vida se llevó.

Un amigo —cuyo nombre prefería no mencionar— le había dado cita en un café pizzería en la esquina de San Juan y Boedo. Los parroquianos bebían café y al lado de las tazas los mozos habían dejado vasos de agua fría. Sentado muy cerca de la entrada, para observar la llegada de su amigo, había también pedido un café y de vez en cuando miraba la pantalla de televisión, instalada en uno de los muros, mostrando el desfile bullicioso de los hinchas de un equipo de fútbol festejando el triunfo. Él estaba muy lejos de ese jolgorio ya que un dolor indescriptible se había agazapado en su pecho impidiéndole respirar.
Algunos años mayor que él, su amigo había entrado sonriente con la seguridad de quien poseía certezas y se había sentado a su lado. Esperó que el mozo pusiera otra taza de café sobre la mesa para confesarle a su amigo: “¡No sé qué hacer de mi vida!” Al igual que otros jóvenes se sentía varado en la inmensa urbe. Había deambulado sin esperanza durante días y noches por las calles y las avenidas de esa ciudad gigantesca que es Buenos Aires. “¡Sabés, yo también pasé por la depre!”, comentó su amigo. “¡Vivía desorientado, sin comprender lo que ocurría a mi alrededor!” Pero un día, alguien me habló de una persona de gran importancia. Así conocí a Xenón —sus discípulos le llamaban así—y, desde ese instante, ¡mi existencia ha cambiado por completo!” En una charla con sus adeptos de confianza el mentor les había revelado haber adoptado ese seudónimo en honor al filósofo griego Jenófanes de Colofón, precursor del pensamiento de Heráclito.
Incrédulo, el pasajero le había hecho varias preguntas sobre Xenón. Su amigo le había contestado: “¡Ya lo conocerás!”
Frente a un vetusto edificio de la avenida Boedo al novecientos, habían subido por una escalera de mármol cuyos peldaños estaban bastante gastados por los pasos anónimos. La escalera conducía a un gimnasio de nombre “Atenas” —testimonio de la admiración del mentor por la civilización griega.
Una brusca sacudida del avión interrumpió el vaivén de sus pensamientos. A través del reflejo de su rostro en el plexiglás de la ventanilla admiró la virtuosa habilidad de los cirujanos plásticos. Su nariz, antes aguileña, era recta. Sus espesas cejas habían sido depiladas hasta convertirse en dos trazos precisos. La pericia de los cirujanos había transformado el diseño de sus labios. El único vestigio de su fisonomía anterior era la fría intensidad de sus ojos celestes.
En la sala de reuniones del local de la avenida Boedo, iluminada por dos neones amarillentos, el pasajero había sido recibido por Xenón en persona muy cerca de la setentena, Sus ojos de obsidiana brillaban con un extraño fulgor. Su cabellera era negra y rizada, la tez de su rostro, olivácea. Las mejillas y el mentón habían sido afeitados con cuidado. Sus discípulos narraban su leyenda: seductor de jóvenes, chicas o chicos, marionetista ilustre, “eminencia gris” de regímenes autoritarios argentinos y de otros países latinoamericanos.
El mentor le había acogido con un apretón de manos y varios palmetazos en la espalda. Alto y robusto, se imponía en la asistencia con voz agradable y convincente. Esa tarde, daba una conferencia a una cincuentena de sus discípulos, ávidos buscadores del absoluto. Éstos tenían diversos orígenes, enfants terribles de la burguesía, lejanos o cercanos descendientes de inmigrantes italianos, vascos, gallegos y la nueva generación de los países vecinos. Sentados en sillas destartaladas, los discípulos bebían las palabras del mentor.
“En la antigua Grecia, el tiempo era concebido en forma de un círculo”, había anunciado Xenón, limpiándose con gestos solemnes y con un pañuelo el sudor de sus mejillas. “El círculo simboliza el cielo y a su vez representa al mundo espiritual, invisible y trascendente”.
El pasajero había sido impresionado por la imagen de la “Rueda de la vida” que le condujo veinte años atrás al vetusto local en el cual recibió las enseñanzas de su mentor.
“El círculo ilustra la sucesión del día y de la noche”, había sentenciado Xenón. “La eterna repetición de las estaciones y el movimiento de los planetas han incitado a los griegos a concebir el tiempo cíclico, simbolizado por la Rueda de la vida, es decir, el Zodiaco”.
El ciclo ilustraba también su itinerario: empezaba un nuevo período de su vida. Se preguntaba aún por qué el mentor había desarrollado el tema del círculo en su conferencia para los neófitos.
“Al contrario del monoteísmo”, había continuado Xenón algunos meses después en otra conferencia, “en la antigüedad precristiana se creía que el universo estaba animado, que su esencia no era distinta de su existencia.”
El pasajero se había atrevido a pedir al mentor que explicara con más claridad en qué consistía esa diferencia. Los ojos de Xenón habían brillado de nuevo con un fulgor enigmático.
“Para el monoteísmo”, había añadido, “el universo, habiendo sido creado por Dios, no tiene atributos ni trascendencia. Mientras que para nosotros el mundo no ha sido creado, es eterno y nunca se acabará. No tiene comienzo. Solo hay nuevos ciclos que se renuevan sin cesar.”
Xenón le había hecho pasar por un largo período de pruebas durante el cual demostró entereza y lealtad al cenáculo. Había participado más tarde en los rituales de iniciación y había hecho un juramento solemne que no les revelaría nada a los profanos.
“No se resigne a ser sólo usted mismo”, le había aconsejado Xenón. “¡Vaya más allá de sus límites!”
Su iniciación había sido para él una especie de renacimiento. Se había despedido de su existencia pasada y había tenido que “romper” con sus padres, aunque sus relaciones con ellos fueran excelentes. Éstos hubieran querido que se quedara a vivir con ellos, pese a que no estuvieran de acuerdo con su modo de vida. Pero él había estado guiado por la voluntad de asumir su existencia lejos de la influencia de sus padres.
Se había alejado de sus amigos de antes, salvo quien le había permitido conocer al mentor. Había cambiado por completo los hábitos de su vida cotidiana. Sus antiguos amigos, que lo habían vuelto a ver más tarde, se sorprendieron de su transformación: sus gestos eran más resueltos y sus palabras enfáticas. Daba la impresión de poseer una ventaja frente a los demás.
“Así fueron los años de mi juventud que me condujeron hasta lo que soy ahora”, caviló el pasajero. Sentado en el asiento del lado del corredor del super avión soportaba la postura incómoda de no poder estirar holgadamente las piernas para descansar y abandonarse al sueño. Miraba de vez en cuando su reloj resignándose a sustraer las horas y los minutos que le quedaban para llegar a su destino. Cerrando los párpados pensó en la idea de la renovación del mundo a través de los ciclos. Hasta antes de la conferencia de Xenón había adherido a la noción del comienzo y del fin del tiempo. A partir de esa tarde estival su existencia se había desarrollado según el tiempo cíclico.
En el último encuentro con Xenón, éste le había invitado a pasearse por la playa de aquel balneario para conversar con libertad antes de que cada uno se embarcara en un avión hacia destinos opuestos. Le llamó varias veces “Julián Aquino” como si fuera la consagración de su nueva identidad. No había olvidado esa charla de apariencia banal que cambiaría una vez más su existencia.
El viento caldeaba aún más ese ambiente tórrido y asfixiante que dificultaba la continuación del paseo. Habían caminado por una larga avenida vacía, bordeada de palmeras. No había ningún tráfico, ni el hormigueo de la muchedumbre de otras urbes suramericanas. Las palmeras agitaban sus grandes hojas ante las arremetidas del viento marino que, en lugar de refrescar la atmósfera, descargaba un aire cálido. Respirando con dificultad, Xenón no soportaba la canícula.
“Estos últimos años usted ha demostrado ser un guerrero”, había comentado su mentor.
En ese período de padecimientos y privaciones, Aquino había aprendido a desconfiar de las palabras pomposas. Pero, ¿cuál era la razón que le hizo aceptar una nueva misión?
En los altavoces del super avión se oyó la agradable voz de una aeromoza: “Señoras y señores, tenemos el grato placer de anunciarles que la nave empezará su descenso para aterrizar luego en el Aeropuerto de París. Les invitamos a enderezar sus asientos, abrochar sus cinturones y a respetar las consignas de seguridad”.
Por una reacción maquinal, Aquino observó la primera página de su pasaporte en el que figuraba su nueva y falsa identidad y las hojas que llevaban los indicios de sus diversas estadías en las megapolis de Kinshasa, Bombay, Nueva Delhi y Shanghái.
“La única manera de exorcizar el pasado es asumir una nueva responsabilidad”, le había dicho el mentor. “En Biarritz, se encontrará con José A.” Le había mostrado varias fotos del desconocido para que memorizara sus rasgos. José A. lucía bigotes de mosquetero. Y le había entregado un atestado de una productora mexicana.
Repasaba en su mente el contenido de su pilot case: varias tarjetas de crédito, un smartphone que nunca utilizaría —Xenón le había explicado que su chip transmitía señales a los captadores del sistema de satélites GPS de las autoridades que daban vueltas alrededor de la Tierra, que lo ubicaría con facilidad en sus desplazamientos. Siempre imperturbable, siguió revisando mentalmente el contenido de su maletín: varios fajos de dólares, euros y yuans —su mentor le había recomendado de pagar siempre en efectivo y no retirar dinero con sus tarjetas de los cajeros automáticos—; su bolso con el cepillo de dientes, un dentífrico, un frasquito de perfume, varias afeitadoras desechables y un jabón de tocador; una camisa, ropa interior, varios pares de calcetines y una toalla.
Al salir del super avión agradeció a las aeromozas sonrientes y les dijo adiós. Se esforzaba en dar a sus pasos una naturalidad desenfadada. Siguió caminando por un corredor y subió a un tapiz rodante leyendo de manera distraída los avisos publicitarios: marcas de perfumes, de smartphones, de tabletas y nuevos artefactos digitales. A medida que recorría el largo corredor identificaba en el cielorraso los objetivos de las cámaras de vídeo que vigilaban el arribo de los pasajeros.
Al igual que las centenas de viajeros fatigados por la larga travesía se encontró formando parte de una larga cola para pasar el control de la Policía de fronteras. El tumulto se dispersó en orden hacia una decena de puertas que daban paso a largos corredores que terminaban en autómatas. Tras algunos minutos de espera se encontró delante de la máquina y puso las dos primeras páginas de su pasaporte biométrico contra el vidrio de un escáner y se posicionó delante del lente del autómata que exploró los rasgos de su rostro comparándolo con la foto de su pasaporte. Sus datos antropométricos eran verificados en tiempo real por un super ordenador dotado de un sistema de reconocimiento facial para identificar a una gran velocidad un individuo buscado. “No será nada grave”, le había comentado Xenón, “si en el aeropuerto llegaran a filmarle. ¡No podrán descubrir su verdadera identidad!” Al fin, una luz verde se encendió. Aquino puso su pasaporte con gestos calmos en su pilot case y una puerta metálica se abrió para dejarle entrar en el vasto hall donde los demás viajeros se apresuraban a recuperar sus valijas.
Frente a la aduana, Aquino, que sólo llevaba el pilot case, escogió con desparpajo la salida de los pasajeros que no tenían nada que declarar. Al ver su apariencia de ejecutivo los aduaneros lo dejaron pasar.
El aeropuerto estaba plagado de cámaras vídeo como las millones que controlaban los espacios públicos de las megapolis de la Unión Europea. Buscaban la información que interrumpiera la continuidad del orden tecnológico en avenidas, calles, autopistas, aeropuertos, estaciones de ferrocarril, torres, supermercados, centros comerciales, parkings subterráneos, puertos, centrales nucleares…
Afuera, antes de subir a un taxi, Aquino sintió un cosquilleo en la base del estómago que se difundía en todo su cuerpo. Esta sensación tenía cierta semejanza con la embriaguez que sentía cada vez que empezaba una nueva aventura.

acerca del autor
Héctor

Nació en Cusco (Perú). Vivió en Buenos Aires de 1959 a 1962. Estudios en la Facultad de Letras de la Universidad de San Marcos de Lima. Sus cuentos fueron publicados en revistas literarias. Reside en Francia desde 1969. Publicó en francés “Le chemin des sorciers des Andes”, Robert Laffont, París, 1976, “Botero s’explique”, La Résonance, Pau (Francia) en 1997, “El camino de los brujos andinos” en Diana de México, 1998 y la novela “Diablos Azules”, Editorial Milla Batres, Lima, 2006. La edición francesa de la novela “Démons bleus à Cuzco”, Éditions La Résonance, Pau (Francia), 2009. La reedición en español de "Diablos Azules" fue publicada por Éditions La Résonance, Pau (Francia), 2010. Acaba de publicar la voluminosa novela en francés “Le Nomade stellaire” (El Nómada Estelar), Éditions L’Harmattan, París, 2018. Desde 1976, es miembro de la Société des Gens de Lettres (SGDL) de París y de la Société Civile des Auteurs Multimédia (SCAM). Entre 1981 y 1999, ha colaborado en semanarios y revistas de París y en diarios latinoamericanos con artículos sobre literatura y arte. De 1998 al año 2000, fue director de la revista en francés Résonances que —a partir de enero de 2001— se convirtió en el website, Resonancias.org.