Sentada frente al oficial de policía, la mujer enumera uno a uno los acontecimientos que han desembocado en la desaparición de Estrellita. No sabe cómo ha ocurrido. Ella la acurrucaba sobre la falda. Todo el tiempo allí, como un caracol. Con sus ojos azules y sus cinco años de pies diminutos.
—Mire usted, de pronto, un muchacho pasó corriendo y alborotó a las palomas. Estrellita que enseguida busca juego, se levantó a por una y la nube de pájaros se la llevó con ellos, puedo jurarlo. Allí quedaron en los adoquines algunas plumas y un zapatito, pero ni rastro de mi niña. Una fatalidad.
El policía anota en el expediente, nombre de la madre: Rosario; dirección: Calle Progreso, número siete (Las Tres Mil). Imagina la vivienda situada en una de las barriadas más marginales de toda Sevilla. ¿Cómo puede vivir allí esta mujer? Es imposible dejar de mirarla, posee una belleza que le transgrede.
En el mostrador contiguo, un hombre abraza a un perro como si fuera un árbol al que quisieran derribar. Su voz apenas se sostiene en el aire. El oficial que le toma declaración hace un esfuerzo por afinar el oído.
—Señor agente, el chucho apareció entre un tumulto y un revuelo de palomas. Estaba asustado, sin dueño. Me buscó, no sé por qué, no me gustan los perros. Yo me lo quedaría, pero como anda con la plaquita en el cuello, supongo que lo reclamarán.
El funcionario escribe sin prestarle mucha atención, se atiene a las letras del teclado que van conformando un armazón de palabras con las que tropieza. Se concentra en las tildes que se le vuelan como insectos. Escribe y caza los pequeños palitos huidos, depositándolos sobre sus respectivas vocales. Luego relee el documento. Por un instante, ha olvidado al hombre, al perro y el lío de las palomas.
Rosario llora con un desbordamiento de tres días de duelo. Las lágrimas recorren la sala, el pasillo y la escalera hasta que consiguen alcanzar la calle. El policía que transcribe su discurso, empieza a percibir la humedad que va calando en los huesos de los funcionarios, de los declarantes y de todos los que visitan el edificio. A pesar de la atmósfera saturada de agua, que empieza a ser irrespirable, el agente se ha perdido en la belleza de la mujer y le es imposible concentrarse en el relato. El deseo le explota dentro de los pantalones, afortunadamente, le distrae el ladrido del perro.
Un operario al fondo de la sala, repara un reloj de pared.
Rosario continúa con el relato. Ha perdido la cuenta de las veces que lo ha repetido.
—Mire usted, yo estaba concentrada escuchando mi ópera. Llevo un aparatito donde, aunque no lo crea, cabe toda la música del mundo. Me entretengo mientras llegan los clientes a los que regalo la buena ventura. Pero de pronto, me distrajo una espuma blanca o quizás fuera ceniza o manojos de alas, se me confunde todo. Cuando por fin desapareció la nube, ya no encontré a mi muñeca, ni en la calle, ni en el cielo, que la busqué por si acaso se la llevaron volando.
El operario ha desmontado el reloj, las manecillas como despojos, andan desperdigadas entre un amasijo de tuercas.
El hombre del perro tiene la mirada de una soledad extensa, como un tren de vagones descarriados. Observa al funcionario desde esas cuencas negras que no aciertan a ver la compasión que esperan, y vuelve a narrar el hallazgo.
—El animal surgió de entre los pájaros, quizás fueran blancos, no estoy seguro, porque enseguida se me vino el perro que no traía andares de perro. Se detuvo junto a mí, con su hocico caliente, olisqueando mis piernas, como suelen olfatear cuando algo anda perdido.
El policía sigue concentrado en la arritmia del teclado, duda entre las letras y los símbolos, vuelve a escapársele la tilde, borra y retrocede. Maldice no haber hecho hace cuarenta años aquel curso de mecanografía, y tiempo después, cuando llegó la informática, que también se negó a reciclarse por pura terquedad, por empecinamiento arbitrario. Para colmo es alérgico al pelo de los animales, da igual la especie, a todos los pelos. Y ahora le toca el hombre del perro, en lugar de la belleza que declara a su lado, con su compañero, al que persigue la suerte.
Las piezas del reloj ruedan entre mostradores y sillas. El operario que lo arreglaba se ha quedado dormido sobre el suelo inundado de lágrimas.
En la entrada de comisaría hay un pequeño lago de sal, no obstante, una señora con una niña de la mano, ha logrado salvarlo y atravesar la puerta que da paso a la sala de denuncias. La niña llama la atención de Rosario. Los ojos de ambas, azules, coinciden, se contemplan y casi se recuerdan. Ambas intuyen un pasado familiar, aunque bien podría ser un delirio, porque un revuelo de palomas se ha levantado entre ambas para disolverlo. Rosario olvida a la cría para preguntar al funcionario si puede irse.
El tiempo continúa fuera del reloj, al fondo de la sala, con sus manecillas pérdidas y el operario dormido sobre el pavimento de sal.
La señora, con la niña de la mano, pasa junto al hombre que abraza al perro. Se entretiene un instante que cabría en un cuenco de leche y observa al animal. Mujer y perro se examinan, toman notas, altura, peso, color de pelo, edad. No se reconocen.
Madre e hija llegan hasta el último mostrador de la sala, muy cerca del reloj. Frente a un policía, denuncian la pérdida de un podenco.
África Mesa Rubio, Ceuta (España), 1963. Cursó estudios de Magisterio en Cádiz. En el año 1991 fue nombrada funcionaria de carrera en el Cuerpo de Maestros, por oposición. Actualmente ejerce la docencia en Educación Primaria en San Fernando, Cádiz. Desde muy joven experimentó con la poesía y la narración. Tiene publicados algunos poemas en la revista literaria Cuadernos de Roldán, de Sevilla. Luego se ha dedicado a escribir relatos.