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Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Teatro
2 10 2003
“Carta de amor (Como un suplicio chino)” por Fernando Arrabal
Pero ¡qué reproches tan atroces nos dirigimos entonces! Cuando tú, mi propio hijo, me acusaste de nada menos que de haber denunciado a tu padre. De haber sido la culpable de que fuera condenado a muerte. Aquí tengo el borrador de mi respuesta de hace casi veinte años: De un bolsillo de su falda saca papeles marchitados por el tiempo y a punto de rasgarse en pedazos. En verdad no lee. «Tomé la determinación de no contestarte, ya que en tu carta no es que me pidas datos sobre la condena a muerte de tu padre —lo que sería lógico— sino que parece como si destilaran hiel sus párrafos, como si no tuvieran otra misión que la de lanzar contra mí tu madre, dardos hirientes. «Esto me pareció en un primer momento y por eso, decidí no contestarte ya que nunca podría ponerme a tono en un combate de este tipo. «Empiezas dando a entender que soy culpable de lo que sucedió a tu padre. Todavía hay gente de aquella época que podrían... «...Yo casi nada dije a los que... le condenaron «a muerte. «Sólo lo indispensable». «Yo no he sido nada más que la esclava de vosotros, de tu padre y tuya, en todo momento. Cuántas mujeres viven de cualquier manera divirtiéndose día y noche en bailes, en cabarets, en cines. «¡Cuantísimas! «Yo podía haber hecho lo mismo, pero he preferido sacrificarme por tu padre y por ti, hijo mío, de una forma silenciosa y humilde. «Cuántas veces le dije: ¿Me vas a dejar viuda y a tu hijo huérfano? Pero ¿qué hizo él? Sin oírme siguió su culpable camino. «Los que hablan de mi ¿denuncia? olvidan que días después de su arresto «y de las torturas de los primeros días «cuando ya estaba en la cárcel me presenté contigo a la mujer del jefe supremo del ejército de Melilla. Y le pedí la salvación de tu padre ¡cuando ya estaba condenado a muerte! Y cuando en verdad ya nada podía indultarle. «Fui contigo, creo recordar que aún tenías presente la estampa del soldado que, en las escaleras, custodiaba la vivienda y que me dijo al salir de allí: «No llores mujer» El que digas que no le mandaba paquetes de comida a la cárcel me hace sonreír si no fuera cosa de llorar. Si lo dijera persona ajena a nosotros, lo comprendería, pero tú sabes que iba yo a la oficina de la calle Serrano a pie, como te acordarás, por faltarme el simple real que costaba el metro. Que llegaba tu santo y no podía comprarte ni un chupachús. «No es que viviéramos modestamente sino que estábamos en plena miseria. También recordarás que para celebrar el santo del abuelo se tomaba como cosa extraordinaria un huevo frito». Y tú me respondiste despiadadamente: Lee las primeras líneas de una hoja sucia y descompuesta. Continúa como si la conociera de memoria. «Me recuerdas un hecho que no pongo en duda: lo miserablemente mal que vivíamos. Era la triste fatalidad de la mayoría de los españoles, en aquellos años, de anhelos tercos. «Pero papá hubiera podido volver a casa como cientos de miles de prisioneros políticos condenados y luego indultados. Hubiéramos podido disfrutar por lo pronto de un salario más, quizás (dados sus estudios) superior al tuyo. No permitiendo su retorno, me impediste beneficiar, en un ingrávido ahora, de su presencia. «Y no olvides la carta que te envió el propio director de la cárcel escandalizado por tu comportamiento con papá». Tuve que responderte: Saca otro papel antiguo y amarillento que no lee. «Esta carta de reproches que me envió el director del presidio de Burgos demostraba en realidad que, aunque yo no estaba oficialmente encarcelada, es como si lo hubiera estado todo el tiempo. «En los primeros tiempos (en Ciudad Rodrigo) no salí ni una vez, por vergüenza. Tú bien sabes que no me atrevía a que me señalaran o insultaran por ser la mujer de un preso político. «Antes de instalarnos definitivamente en Madrid cuando me fui a Burgos para trabajar de mecanógrafa, era yo la prisionera: se me había arrancado de mi vida y de mi hijo. Tu estuviste durante años a cientos de kilómetros. Se me había impuesto una oficina que me era odiosa, y para acabar de hacer de mi vida un verdadero calvario, comía rancho todos los días, rancho frío, rancho auténtico de cuartel, el rancho que daban a los que tenían la familia en zona roja y que a mí me dejaron utilizar ininterrumpidamente por módica cantidad. Con lo que así ahorraba podía enviarte un dinerito para tu manutención. (...)
acerca del autor
Fernando

Fernando Arrabal nació en Melilla (Marruecos) en 1932, de padre republicano y madre franquista. Su padre era oficial del ejército español. Desde 1954 reside en París. Arrabal es conocido por sus dramas, basta recordar algunos, "El cementerio de automóviles", "La comunión solemne", "El arquitecto y el Emperador de Asiria" y por sus películas, entre las cuales está "Viva la muerte", en la que describe su infancia, atormentada por la desaparición de su padre durante la guerra civil española y la dictadura franquista. Además es poeta y pintor, como lo muestra el voluminoso libro de arte, "Arrabal espace", editado en francés en 1993 por Ante Glibota, y que presenta su obra literaria, dramatúrgica, cinematográfica y artística.