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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Homenaje
11 1 2006
¿Reeditarás la Biblia en el cielo?, semblanza de Carlos Milla Batres, por Frank Otero Luque
Mi esposa y yo conocimos a Carlos Milla Batres a principios del año 2002, en casa de Renata Teodori de la Puente, una buena amiga en común, quien tuvo la gentileza de arreglar un encuentro para presentarnos. Yo había “terminado” mi libro de cuentos y relatos titulado El Señor de Palpa y necesitaba un editor. Aquella noche, en medio de la conversación sosa que suele darse entre extraños cuando recién empiezan a tratarse, Carlos me interrumpió abruptamente y me pidió que entráramos en materia de inmediato. Aunque me resultó chocante la forma en que lo hizo, a la vez me gustó el sentido práctico y decidido que mostraba este hombre de baja estatura, frente amplia, ceño fruncido, aguda mirada, ceja en alto y rictus escéptico. Orgulloso, le entregué el machote de mi libro y, luego de un prolongado, casi infinito silencio, y de constantes avances y retroceso de páginas, finalmente sentenció: “¡Tiene errores hasta la cachas! Con el perdón tuyo y de tu mujer... " Y, ante nuestras incrédulas miradas, arrancó sin el menor empacho varias hojas de mi “obra maestra”. Renata ya lo conocía y, probablemente por eso, no se sorprendió. Incidentes de este tipo se repitieron varias veces a lo largo del proceso editorial, lo cual, al principio, me exacerbaba tremendamente. Sobre todo, porque Carlos no sugería sino exigía -más bien imponía- los cambios que a él le parecían adecuados. Por ejemplo, debido a un malentendido al que me atribuyo la responsabilidad, las primeras carátulas del libro no incluyeron solapas y, sólo por ese detalle, me hizo devolvérselas al pobre Mario Delgado, quien se había esmerado en la impresión. ¿Y cuál fue el argumento de Carlos? Que todo libro debía vestirse elegantemente. “¿Cuándo has visto una camisa de gala sin cuello ni puños?”, me preguntó. Carlos llegó a exasperarme tanto con su alto nivel de exigencia y minuciosidad –atributos de los cuales tampoco soy ajeno- que, en cierta ocasión, me le planté en seco y le dije, en decibeles un tanto elevados, que el libro era mío. Y me quedé mirándolo directamente a los ojos. “Pero yo soy el editor”, me respondió, enfatizando el pronombre personal, con convicción y determinación absolutas. “O lo tomas, o lo dejas”, fue lo que me dio a entender, así que no me quedó otra alternativa que desviar la mirada y morderme la lengua. No podía arriesgarme a quedarme sin editor, después de todo el esfuerzo realizado hasta ese momento. Pero, finalmente, fueron sus acertadísimos “consejos de zorro viejo” los que lograron someterme a su criterio superior en el campo literario. Debo admitir, sin embargo, que valió la pena, porque el producto final, que demandó varios meses de trabajo editorial -y por el cual Carlos, generosamente, decidió de motu propio no cobrarme ni un centavo- dista mucho del machote pretencioso que le entregué aquella noche cuando lo conocí en casa de Renata. Recientemente, mientras trabajábamos un poemario que he titulado “Waiyuri, sentimientos y pensamientos”, Carlos me hizo el siguiente comentario: “¡Te salvaste! Si fuera prosa, te la corregiría toda, pero como se trata de poesía, de algo tan personal, no me queda más remedio que sólo aconsejarte”. Creo que esto grafica bastante bien lo exigente que era Carlos y el carácter dominante que poseía, en una combinación y medida que sólo puede ostentar alguien que sabe su oficio y que está seguro de lo que quiere. La franqueza total es una virtud a la que no solemos estar acostumbrados y que, en el caso de Carlos, gobernaba no sólo su quehacer profesional sino también su vida personal. Por ejemplo, en uno de mis viajes a Palpa –donde me envió en más de una ocasión para confirmar algunos datos relacionados al cuento principal del libro-, Carlos me pidió que, de paso por la ciudad de Ica, le comprara un “vinito afrutado”. “Mejor aun si es de chacra”, puntualizó. Tan agradecidos como le estábamos, Roxana y yo nos esmeramos en traerle el mejor vino que conseguimos y, luego de una larga catadura, elegimos uno denominado “Perfecto amor”. Nuestro retorno de Ica coincidió con un recital de Marcela Pardón, al cual asistimos con Carlos. Le encantaron los temas de Agustín Lara que ella interpretó. A la salida, improvisamos una pequeña reunión con la cantante y otros amigos (Adrián Núñez y Martín Aspillaga, entre ellos), y aprovechamos para entregarle la botella que nos había encargado. Él insistió varias veces en abrirla, pero le dijimos que había suficiente licor para la velada y que se la llevara a su casa, dado que ésa era la intención del obsequio. Y así lo hizo. Pero al día siguiente me llamó por teléfono muy molesto: “¡He vivido en La Rioja y sé diferenciar un buen vino de ese fermento de uvas que me has traído!”, me increpó contrariado. El “Perfecto amor” resultó ser la perfecta estafa, porque el contenido de la botella que nos vendieron era totalmente distinto al que habíamos consumido in situ. Imaginarán lo mal que Roxana y yo nos sentimos con el impasse y, para subsanarlo, decidimos obsequiarle a Carlos un óleo bellamente pintado por mi tía, Marita Luque Buendía. Era una copia de Guayasamín en la que Carlos reparó con agrado desde el primer día que la vio en nuestra casa. Afortunadamente, esta vez sí acertamos, porque el gesto –más que el regalo en sí- lo hizo muy feliz. Terminada la edición del libro, llegó el momento de presentarlo, pero nos resultó imposible convencerlo de que viajara a Palpa, donde todo el mundo lo esperaba entusiasta. “No te creo que en ese pueblo seco y polvoriento que describes en tu cuento preparen el mejor chupe de camarones del Perú”, me dijo escéptico. Carlos había sido operado del estómago hacía poco tiempo y se cuidaba mucho del tipo de comida que ingería y de observar un horario regular para tomar sus alimentos. Erróneamente, consideró que el viaje a Palpa no le ofrecía suficiente garantía en ninguno de estos aspectos y, en consecuencia, prefirió no ir. Por el contrario, sí estuvo en la segunda presentación del libro, que se hizo una semana después en el Instituto Cultural Peruano Norteamericano, de Miraflores; donde se lució con un emotivo discurso, al lado del historiador Teodoro Hampe. Pero, como era de esperarse, porque no le gustaban los actos solemnes ni formales, Carlos se escabulló durante el vino de honor, sin darme la oportunidad de reiterarle mi agradecimiento en privado. Aquel día, gracias a él, logré cristalizar un sueño largamente acariciado: me convertí oficialmente en escritor, algo que había anhelado durante toda mi vida. ¿Cómo no iba a estarle agradecido? No me sorprendió la “huída” de Carlos porque, para ese entonces, ya estaba acostumbrado a sus contradicciones y arranques inesperados. Por ejemplo, en cierta ocasión y contra todo pronóstico -porque normalmente sólo comía carnes y vegetales al vapor- disfrutó muchísimo una parihuela de mariscos que preparamos en casa con motivo de una tertulia literaria con Cronwell Jara y los compañeros del taller de escritores que él dirige. “¡Qué buena estuvo esa parihuela!”, solía repetirme luego. “¡Y qué simpática es su amiga Mariana La Cruz, señora Roxana de la Jara!”, le decía pícaramente a mi esposa, refiriéndose a esa guapa mujer que conoció en aquella reunión y quien nos deleitó cantando a capella un sensual tango. En respuesta a sus comentarios, Roxana y yo le preguntábamos, en son de broma, cuál de ambas –la parihuela o Mariana- le había agradado más. A la semana siguiente de la tertulia, Carlos me comentó que deseaba asistir al taller de Cronwell en calidad de espectador, así que, previa autorización, pasé a buscarlo y fuimos juntos a la Casa Museo José Carlos Mariátegui, donde se realiza el referido taller. Sin embargo, a media sesión, se paró y se fue sin despedirse. Después me explicó que le había bajado el nivel azúcar y que no nos había avisado para no preocuparnos. Errático y predecible a la vez, debajo de aquella coraza de hombre irreverente, duro y recio, se escondía un niño sentimental, engreíble y con mucho sentido del humor, que solía traducir en comentarios ácidos o deslenguados para el oyente no entrenado. Esto lo corroboré una vez más, hace muy poco tiempo, al tomarle unas fotos: Carlos posó para mí y se divirtió mucho haciéndolo porque, en esencia, estaba jugando, a pesar de todos los improperios que me dijo desde que lo saqué a rastras de su casa y lo traje a mi estudio, hasta el momento en que lo devolví. Te voy a echar de menos, querido Carlos. Ya lo estoy haciendo. Tu partida me produce una profunda tristeza porque, a pesar de la diferencia de edad y, sobre todo, de tener caracteres tan distintos, en un corto tiempo -demasiado corto- desarrollamos una buena y sólida amistad, cimentada en la franqueza que me enseñaste y en el hecho de ser amantes de una misma dama: la literatura. Ya no tendré al amigo con quien me eternizaba hablando, en persona y por teléfono. Ya nadie me contará los entretelones de las obras que editaste para Ribeyro y para tantos otros. Pero me has dejado algo mucho más valioso, que nada ni nadie podrá arrebatarme jamás: tu fe en mí y la confianza que me diste para poder dar el salto y convertirme, formalmente, en escritor. Con fraternal cariño, eterna admiración y gratitud infinita,
acerca del autor
Frank

Frank Otero Luque (FOL) nació en Lima en 1959. Vivió parte de su juventud en los Estados Unidos y una década en Venezuela. Pertenece al movimiento "Martes Poéticos", al Consejo Internacional de las Artes, y a la Asociación Latinoamericana de Poetas. En 2003, la prestigiosa Editorial Milla Batres le publicó su primer libro de cuentos, "El Señor de Palpa". Estimulado por la amplia acogida y la favorable crítica para su libro, tiene actualmente en preparación un poemario ilustrado con sus propias fotografías, "Waiyuri, sentimientos y pensamientos". En cuanto a la fotografía, fue alumno del profesor Rómulo Luján en el Museo de Arte de Lima, y aportó cuatro tomas a la "XX Exposición de Arte".