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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
29 5 2010
La ofrenda por Rodrigo Jara Reyes

No tengo horror al peligro, sino
a su absoluto efecto: el terror.

E. A. Poe

Carmela ofreció su vida por cambiar el destino de su hijo en coma irreversible. Se afanó en recorrer arrodillada la parroquia San Francisco y rogar al Cristo redentor. Esa misma noche soñó que una mano la guiaba por un sendero sin fin. A ambos lados se abrían los abismos: a la izquierda, roca hirviente de volcán; a la derecha, un océano oscuro y furioso. No tuvo miedo, al contrario, flotaba de alegría, una alegría tan grande que no tenía origen ni explicación. No pudo recordar en qué terminó aquel sueño maravilloso y tampoco quiso forzar la memoria, había cosas más importantes. Enterarse de lo que le esperaba esa mañana en el hospital, por ejemplo. Al poner el primer pie notó algo distinto, los muros que recorrió con la vista tantas veces brillaban mucho más que de costumbre. Su blancura hería los ojos y en cierta forma transformaba la realidad en una sustancia impoluta y ajena. Estuvo a unos cuantos pasos de Raquel la enfermera que cuidaba a su hijo. Le hizo señas para saludarla pero la mujer no se percató o no quiso contestar. Algo grave le ocurrió a Pablito, mi señor Dios no lo permita. Apuró el paso, atravesar el hospital de norte a sur no era ni es tarea fácil y menos si uno se dirige al último pabellón, el de enfermos graves. Además le parecía que avanzaba con extrema lentitud, como si flotara y algo en la atmósfera la detuviera, algo esponjoso que no toleraba el andar ligero. Reflejados en el ventanal vio su bata amarilla y adentro, muy adentro, su cuerpo demasiado delgado para la estatura. Aunque lo peor de su aspecto no era la delgadez sino esas ojeras terribles que desde que le detectaron el tumor a Pablito, iban de mal en peor. Lo más raro del reflejo era un hombre con sombrero y pañuelo amarrado al cuello que caminaba unos cuantos metros detrás. Su rostro le pareció conocido, pero no sabía de dónde. Tampoco quiso seguir ahondando en el asunto, había cosas más importantes. Como nunca sintió una pesadez rara en el cuerpo y en el ánimo, quizá le acechaba un presentimiento. Es tan extraño todo: las personas y las cosas se ven muy cerca, al alcance de la mano, pero se sienten lejos,muy lejos. En su travesía encontró a varios conocidos esperando turno para ver a sus enfermos. Quiso saludarles y no se dieron por enterados. Como si supieran que algo malo le ha pasado a Pablito y quisieran huir o pretender que no voy pasando para no tener que decir las típicas palabras: ayudándole a sentir u otra tontería de lamisma calaña. Por fin tuvo el pabellón a la vista. Giró la cabeza, el hombre del sombrero continuaba siguiéndola. Pensó en detenerse y enfrentarlo de una vez, pero era más fuerte el deseo de ver a su hijo. Le pareció inusual que los corredores en esa sección del hospital y día lunes, estuvieran tan vacíos. Mejor así, podré permanecer con mi niño mástiempo y sin que nadie nos moleste. Tocó la puerta con suavidad, no hubo respuesta. Abrió y se quedó largos segundos con las manos en el rostro sin dar crédito a lo que veía. Su hijo contra todo pronóstico había salido del coma y estaba sentado en la cama. Tres médicos entre los que estaba Vidal, el único que le dio esperanzas desde el principio lo examinaban sorprendidos por el milagro. El cáncer al cerebro había entrado en su fase última y aquella experiencia estaba fuera de toda posibilidad. Carmela se acercó, quería tocarlo y abrazarlo. Les habló a los médicos. Le puso la mano en la espalda a uno de ellos. El hombre se volvió sorprendido pero luego siguió en lo suyo como si no la hubiera visto.


—Pablito, mi niño, despertaste, mi vida— dijo con dulzura, pero el pequeño seguía con los ojos en un punto perdido del muro.

Los facultativos le medían una y otra vez el pulso y la temperatura, observaban los indicadores de las máquinas y nombraban otros tantos exámenes por hacer. Carmela estiró la mano y le acarició el pelo pero extrañamente no parecía el pelo de Pablo. Lo sintió más seco, mas duro, más... no encontraba el término, más lejano, lo encontró al fin. En ese instante comprendió que Dios había aceptado el canje.


—Te has llevado mi vida y salvaste la del niño— dijo, como si le hablara a alguien arriba, detrás del cielo raso.

Improvisaba una oración cuando escuchó aquella voz, la voz más honda y terrible que jamás había oído. Miró hacia la puerta y el hombre del pasillo le llamaba con sonrisa maligna y atracción irresistible. Entonces reconoció el rostro que la víspera guió sus pasos por el sendero soñado y la arrojó sin piedad al abismo de lava hirviente.

acerca del autor
Rodrigo

Rodrigo Jara Reyes nació en Talca (Chile), 1966. Hizo estudios superiores en la Universidad de Talca, en donde obtuvo el título de Profesor de Estado. Publica su primer libro de poemas En los caudales de la memoria, en 1997; en el año 2000 el libro De la memoria al fénix; en el 2003 Dos sur y otros poemas. En 2006, el libro de cuentos El extravío y otros relatos. Sus obras aparecen en las antologías Travesía por el río de las nieblas 2000, Faluchos, treinta poetas maulinos, 2003; El lugar de la memoria 2007. Publica artículos, ensayos y cuentos en diarios y revistas nacionales e internacionales.