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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
1 7 2010
Un aire de familia (fragmento de novela) por Silvia Italiano

Antes, Cecilia Balmer era rolliza y apocada, tenía la mirada dura e inocente de un osito de peluche y sus gestos lentos pero crispados delataban miedo y timidez. Así era antes del cambio. Aunque incluso después, cuando en la penumbra de un bar neoyorquino entornaba los ojos provocadora y se inclinaba con la excusa de decirle algo a Estrella al oído, pero en realidad para ofrecerle al hombre que estaba a espaldas de su amiga el surco oscuro entre sus pechos, aquellos gestos y aquellas miradas volvían como el nubarrón que oscurece por un instante un cielo despejado.

El cambio lo desencadenó la lluvia de cenizas en la Patagonia.

Las cenizas empezaron a cubrir Las Chacras el lunes 12 de agosto de 1991. Esa mañana, el celeste desmayado del cielo vaticinaba una tarde fría y seca, igual a las otras de aquel invierno. Por eso, cuando después del almuerzo el día se encapotó y se oyó un estruendo de fin del mundo, en Las Chacras todos enmudecieron y se miraron alarmados. Sin soltar el cesto del tejido, Elena se levantó de la mecedora, fue hacia la ventana, la abrió, vio el tropel de nubes negras lanzadas al asalto y le dijo a la Lorenza ayúdame a entrar la ropa tendida, se nos viene un temporal. La Lorenza, que ya encaminaba sus ochenta kilos rumbo a la siesta sagrada, obedeció refunfuñando, y los demás, tranquilizados, siguieron con lo suyo. Sí, se venía un temporal imprevisto. Media hora más tarde se hizo noche cerrada y estalló un tumulto de voces y gritos animales. Al rato, el viento silbante del oeste, de la cordillera, cargado de un olor irritante de azufre, transformó los postigos, las puertas, las ventanas, los aleros y los techos en una comparsa desafinada. Los caballos se encabritaron, las ovejas se desbandaron, el corral de las aves se convirtió en un pandemónium, y las polleras de la Lorenza, cuya curiosidad, más fuerte que un viento huracanado, la impulsó a saltar de la cama y salir de la casa mientras todos buscaban refugio, se arrebataron y dejaron al descubierto sus colosales muslos.

Aquí pasa algo raro, gritó Conrado, un simple ventarrón no puede alborotar tanto a los animales. ¿Ventarrón como este en agosto, patroncito?, gritó la Lorenza, mientras entraba en la casa las macetas de malvones. Y enseguida vino la lluvia. Una lluvia gris, seca y muda, que era en realidad la antítesis de la lluvia verdadera y lo único que tenía en común con ella era que caía del cielo. Como el maná, pensó Cecilia. Si esta bromita dura mucho tiempo se me mueren las ovejas, dijo Conrado. Llovieron cenizas durante treintaiséis horas.

La nariz contra la ventana, los ojos abombados, la mandíbula abandonada a la fuerza de gravedad y los puños apretados contra el pecho, la Lorenza parecía transmutada en estatua, pero cuando la oscuridad fue quebrada por un rayo y el primer poste de luz se desmoronó y las cenizas se mezclaron con chispazos y centellas, dio un respingo, se persignó tres veces, murmuró a mí se me hace qu’ esto es cosa ‘e mandinga, y corrió a la cocina para quemar unos yuyos capaces de conjurar los peores maleficios. Los peones renunciaron a sus intentos de salir a campear ovejas y caballos, y con gran esfuerzo, gritando palabras inaudibles y cubriéndose la cara para evitar el chicotazo de la arena y las cenizas, iban a guarecerse en los galpones. Todo fue tan inesperado que solo habían atinado a encerrar a las tres vacas lecheras. Elena, más que nada por llevarle la contra a su marido, que maldecía entreverado en una lucha cuerpo a cuerpo con la radio sin conseguir más que ronquidos y estridencias, no se dejaba doblegar. Desde cuándo tanto escándalo por un huracán, dijo, y vos, Lorenza, dejate de pamplinas y cebá unos mates. Qué huracán, ni huracán, si anoche el cielo no tenía ni pizquita así de rojo, masculló la Lorenza, y se puso a cebar mates amargos con parsimonia en la manos pero ojos espantados, interrogando con las aletas de la nariz dilatadas el olor acre del aire y persignándose tras cada maldición de Conrado. Elena arrimó la mecedora a la chimenea y entre mate y mate siguió tejiendo la bufanda para Cecilia, mientras Cecilia, tumbada en el sofá, trataba en vano de atrincherarse en la biografía de Rembrandt empezada en el avión y de tanto en tanto espiaba la foto de la mujer rubia que guardaba entre dos páginas.

Todo el espacio que abarcaba la mirada se había vuelto gris y los latigazos del viento arrancaban gemidos hasta de las piedras y el polvo empezaba a burlar las ventanas cerradas y ya hacía mal en la garganta. Entonces la casa se estremeció como agitada por la mano de un gigante. Chirriaron goznes y vibraron vidrios, se convirtió en balancín la araña de la sala, el fuego del hogar arrojó llamaradas de dragón, cayeron al suelo dos espuelas de la colección colgada sobre el manto de la chimenea, volvieron a oírse truenos que eran como trompetas del dies irae y las cenizas llovieron por unos instantes densas como una muralla. La Lorenza se prosternó y entre sollozos la oyeron decir: ¡Dios mío!, se nos viene el juicio final, arrepiéntanse de sus pecados. Después hundió la cara en el delantal y se quedó de rodillas, meciéndose e hipando. Elena hincó las agujas en un ovillo de lana, dejó el cesto del tejido en el suelo, vino junto a la Lorenza y puso una mano sobre el hombro de la vieja india, que se sonó la nariz con la punta del delantal y reclinó la cabeza sobre el vientre de la patrona. Mordiéndose el labio inferior y haciéndose crujir los nudillos, Cecilia corrió a tomarse del brazo de Elena. ¿Así me voy a morir?, es idiota, pensó, no me puedo morir así. No es nada... es un huracán, dijo Elena sin convicción, dándole una palmadita en la mano que se aferraba a su brazo con fuerza hasta hacerle daño. Afuera la baraúnda no cejaba. Conrado iba con trancos nerviosos de la ventana a la radio y de la radio a la ventana, vio que el cigarrillo encendido olvidado en el borde de la mesa había quemado la madera y le dio un puntapié al gato guarecido debajo del sillón. La casa volvió a estremecerse y las luces pestañearon dos veces antes del apagón. Conrado gritó: ¡Las ovejas, carajo! Elena gritó: ¡Maldito sea! La Lorenza gritó: ¡Perdona a esta pecadora, Señor! Cecilia ahogó un grito y estalló en sollozos.

Irrumpió entonces uno de los peones con la cara cubierta por un pañuelo al estilo de los asaltantes de diligencias del far west y les dio la noticia. El Hudson, un volcán chileno, había entrado en erupción. Chilenos ‘e mierda, dijo Conrado golpeando la radio con el puño. En lindo lío me metí, pensó Cecilia, la culpa es mía, no le puedo echar la culpa a nadie. Pero enseguida se corrigió. La culpa de todo la tiene el desgraciado de Miguel.