Sábado 18 | Mayo de 2024
Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
1 9 2011
Las celdas I (cuento) de Luis Pérez de Castro

El sonido de un relámpago y su luz, iluminando el interior dela celda, hizo que Pituco se despertara. De pronto una intensa lluvia filtró una gota de agua que le acarició el rostro.
—Combatiente —gritó.
—Dime.
—Es de la nueve —volvió a gritar.
—¿Qué quieres?
—Que esto se moja y yo...
—¿Cuándo te enteraste? —interrumpió, caminó hasta la celda y se paró frente a la puerta—. ¿Tú no eres matón?
—No seas payaso y sácalo —se encaró la China desde la celda doce.
—Si te haces la graciosa mañana tampoco sales —aseveró el combatiente.

La lluvia continuaba con su persistente tintineo sobre el techo. Pituco, con papel periódico y guata de colchón, hizo un cigarro y después de varios intentos fallidos, logró encenderlo. Dobló el colchón y lo llevó hasta una esquina del baño, sentándose sobre él. Como cada vez que estaba solo volvieron los recuerdos. Mezclada con la lluvia y el humo del cigarro llegó una mujer. “Mercedes”, murmuró, y vio como abría las piernas y de sus muslos brotaba un fuego lento. De pronto sintió los pezones escurriéndosele sobre el pecho, su lengua relamiendo las gotas de agua que desprendía el clítoris. Se abrió el pantalón, aprisionó con la mano el músculo y comenzó a friccionarlo sin control. Las imágenes de Mercedes se perdieron en el espacio y en el momento que comenzó a sentir el desliz del semen, cayó ante sus ojos las nalgas redondas de la China.
—¡Cooooño! —exclamó de rodillas sobre el piso.
—¿A costilla de quién? —preguntó el combatiente alumbrándole el rostro con una linterna.
Pituco no respondió.

Entre los balostres de la ventana una débil luz penetró a la celda. Pituco, aún sentado sobre el colchón y recostado a la pared, bostezó y lanzó una saliva al escusado. El combatiente recorrió las celdas. Golpeaba con el bastón en las puertas y decía:
—Vamos, recuento.
Al llegar a la celda nueve abrió la puerta y dijo:
—Pituco, sal. Ponte contra la pared, alza las manos y abre bien las patas.
—Tú te la comes. Verdad que eres... —gimió la China.
—Deja de hacerte la linda, que todavía te clavo par de días más —gritó el combatiente, mientras con sus pies golpeaba los de Pituco y le requisaba el cuerpo.
—¡Firmes! —gritó el pasillero.
El oficial de guardia, desde el centro del pasillo, comenzó a contar:
—Uno: bien / Dos: tuyo / Tres: aquí / Cuatro: todo bien / Cinco: mío, mío / Seis: suave / Siete: sí / Ocho: ya / Nueve: sí –prepárate, que el reeducador viene a verte –dijo / Diez: contigo / Once: hasta la muerte / Doce: ya estoy lista –gritó la China / Trece: número prohibido.
—Mi padre, ¿puedo ver un momento a Pituco? —preguntó la China.
—Diez minutos –dijo.
Pituco fumaba un cigarro estrujado.
—Yo te voy a traer una caja de las buenas –fanfarroneó la China, hizo una pausa y miró para la oficina del combatiente—. ¿No quieres hablar? —preguntó con voz melosa.
—No tienes que traerme nada –balbuceó como de soslayo.
—Ya me voy, pero oye bien —miró para el pasillo y comprobó la ausencia del combatiente—. El jefe de orden interior me va a poner de pasillera aquí. El Cofi no se murió y ya lo trasladaron, y por su maricona no te preocupes.
—China, se acabó el tiempo —rezongó el combatiente.
—Para todos los trastecitos que están aquí un beso, salaos –dijo con zalamería.
—Puuuuuta —gritaron los reclusos.
El reeducador abrió una agenda, arrancó una hoja y la puso sobre el buró, entre las manos de Pituco.
—Esa hoja es para que escribas sino quieres hablar —dijo—. ¿Por qué pinchaste al Cofi?
—Pregúntaselo a sus informantes –dijo mientras dibujaba en la hoja.
—Pituco, esto no...
—Con todo el respeto que usted se merece –interrumpió—, pero a mí nadie me va a limpiar, por este —sacó el Cristo del bolsillo de la camisa—. Y de la sección, que yo le puedo decir que usted ya no sepa.
—¿Y la China? —preguntó sin que se le moviera un párpado.
—Una maricona que se ha portado bien conmigo, hasta ahí —replicó inquieto.
—Esto es de una tal Mercedes que está allá afuera. Dice que le mandes a decir si puede volver –dijo en tono apaciguador y dejando caer un sobre encima del buró—. Si cambias de opinión me avisas.
Pituco cogió el sobre y caminó hasta la celda. Parado frente a la puerta, gritó:
—Dile que no venga más.

Dobló el sobre y lo lanzó contra la pared. Caminó por la celda. Se detuvo frente a la ventana y escudriñó en el patio que daba al fondo, donde dos reclusos tomaban un baño de sol. Uno encendió un cigarro y le dio de fumar al otro, quien después de absorber el humo lo cogió por el cuello y lo besó en la boca. “Cochino”, dijo, lanzó una saliva al escusado y se dejó caer en la cama. Escuchó voces que venían del patio. Volvió a escudriñar y vio a los mismos reclusos sentados en el piso, junto a ellos un combatiente vestido de camuflaje y a su lado otro recluso que no pudo identificar. Con estupor pudo ver como el combatiente le entregó a los dos reclusos tres tiras de pastillas y estos se marcharon, dejándolo solo con el tercer recluso. Quedó petrificado cuando vio al combatiente sacar del bolsillo del pantalón un pomo y dos pastillas que tomó con la ayuda del líquido. Después como el recluso le desabotonó el pantalón y comenzó a chuparle el músculo. Fue hasta el bolso, cogió el Cristo, una tira de esparadrapo y lo pegó a la pared. Se arrodilló, se persignó y susurró entre labios: “Padrenuestro que estas en los cielos...”
—No me digas que eres religioso —interrumpió el combatiente.
—Deja eso y fíjate en otras cosas –rugió, tapando el Cristo con la toalla.
—Comida. Vamos, saquen los potes –gritó el combatiente.
—Valla, loca / Ahora sí / Esto era lo que tenían que hacer hacía rato —gritaban los reclusos cada vez que le depositaban la comida en los potes.
—¿No quieres comida? —preguntó una voz con dulzor frente a la celda nueve.
Pituco quedó enmudecido.
—¿Quieres o no? —volvió a preguntar.
Despacio, como para ganar tiempo, extendió entre los balostres la mano con el pote y mientras la China le servía, preguntó:
—¿Qué sabes de un combatiente que se viste de camuflaje?
—El jefe de orden interior.
—No hace ni una hora se la estaban mamando en el patio.
—Mi chino, aquí el que no apunta banquea y el que no le mete a la pastilla.
—China, ¿estás haciendo el amor? —preguntó el combatiente.
—Alimenta a su pichoncito —gritaron desde la celda once.
—No sé para qué hablan, si al final todos terminan de bugarrones. En ese pote va comida y cigarros —dijo, y salió con un estrepitoso pavoneo de cintura.

acerca del autor
Luis

Luis Pérez de Castro, Pinar del Río (Cuba), 1966. Es historiador, abogado, poeta, narrador y crítico. Publicó cuentos (“Nostalgia del cíclope” [2004], “Mientras arde en silencio mi voz” [2006], “Rapsodia del erudito” [2007]), narrativa infantil (“Epístolas de un loco”, de 2007). También resaltan sus poesías (“Confesiones del Abad”, “Testimonio del Pagano”, “Último e-mail inédito de Faulkner”), escritas entre 2005 y 2009. Entre sus antologías destacan “Neruda, 100 años”, “Nosside Caribe”, “Noche Cálida en Santa Clara”, y “Faz de tierra”, 2010. Trabajos suyos de poesía y narrativa aparecen en diferentes revistas nacionales e internacionales. Entre sus obras premiadas destacan “Mercedes Matamoros”, cuento, 2003, “Poesía de Amor Varadero” 2004 y 2008, “Batalla de mal Tiempo”, poesía, 2004. “Félix Pita Rodríguez”, poesía, 2006, y “Farraluque, narrativa erótica”, 2007.