Miercoles 01 | Mayo de 2024
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
3 10 2011
Más que cigarros por Ricardo Juan Benítez

 

Siempre descreí de las casualidades, por lo tanto debe haber sido una serie de prodigiosas causalidades las que me depositaron en el cuarto de aquel hostel sobre Atlantic Avenue, en esa parte de Brooklyn conocida como Bed-Stuy (Bedford-Stuyvesant); un juego de palabras y pronunciaciones que se podría traducir como: “permanecer en cama”.

Hacía el año 1936 el metro neoyorquino construyó la extensión de la línea de la Calle Fulton: la línea A. Conectaba, atravesando desde el norte de Manhattan hasta el oriente de Brooklyn, el Harlem con Bedford, por ese motivo muchos afro americanos decidieron mudarse a Bed-Stuy, que estaba menos superpoblado. Un acontecimiento cultural que quedaría perpetuado años más tarde en un jazz estándar de Billy Strayhorn llamado “Take the A train”  (“Toma el tren A”), que a la postre resultó ser un clásico de apertura a los shows de  Duke Ellington y Ella Fitzgerald.

 

Por lo tanto Bed-Stuy tenía, para mi gusto, un agregado socio antropológico cultural más interesante que el componente meramente turístico. Nunca me atrajo demasiado buscar la estatua de “Alicia en el país de las maravillas” en el Central Park, ni allegarme hasta la entrada del Dakota Building o, por caso, conocer el Frank Sinatra Park en Oboken.

Mis mañanas comenzaban bien entradas las 10am, por lo tanto otra de mis misteriosas causalidades habían logrado que estuviera antes de las 7am en la esquina de Atlantic Av. con Clinton Street, para ser testigo de una de esas escenas donde la realidad transcribe a la ficción.  Un hombre de mediana estatura, algo enjuto, calzado con zapatillas de tenis, ataviado con jeans, una sudadera azul con capucha y una gorra de los Mets, estaba acomodando en un trípode una cámara fotográfica, que a la distancia, me pareció una vieja Leica de 35 milímetros, apuntando a la ochava este del cruce de la avenida con la calle Clinton. Por instinto miré mi reloj de pulsera, faltaba poco más de cinco minutos para las siete de la mañana en punto. Contuve la respiración y quedé expectante como un cazador que acecha a través de tupidos centenos. Paradójicamente, mi supuesta presa, también adoptó la pose típica del predador. La tensión que se reflejaba en los músculos del cuello, la intensa pasividad corporal y la mirada concentrada en su objetivo. A las siete antes de meridiano exactas escuché el inconfundible sonido metálico del disparador de la cámara. El tipo sonrío satisfecho, guardó la cámara en un estuche de cuero, cargó el trípode al hombro y marchó rumbo a Court Street.
—“¿Será él?”

Decidí que no tenía nada más interesante que hacer aquel día y lo seguí.
El sujeto dobló por la calle Court hacía la derecha, como si fuera al complejo del metro Court-Borough Hall, pero a unas pocas cuadras se detuvo frente a un negocio cerrado. Era un drugstore especializado en tabacos. Con parsimonia abrió los cerrojos y entró cargando sus aparatos. Al rato acomodó en la vereda una máquina expendedora de golosinas, de esas que traen premios, y con una larga vara bajó el toldo de la entrada.

Sin pensarlo demasiado me dirigí a paso vivo hacía aquel negocio. Al entrar sonó la típica campanita colgada sobre el dintel. El hombre estaba detrás del mostrador acomodando algunas mercaderías.
Good morning —saludó.
Good day —respondí.
Me miró algo extrañado, para luego seguir con sus tareas.

El almacén, aunque incomparable, era tal y como lo había imaginado. Estaba abarrotado hasta el techo de todo tipo de menudencias, licores, bocadillos, refrescos y cigarros. Además disponía de algunas mesas para tomar un desayuno, una comida ligera o un trago. Las neveras atiborradas de latas de cerveza, sándwiches envasados al vacío, legumbres congeladas y sorbetes. En el extremo del mostrador había un exhibidor de puros, pipas y tabaco para las mismas. En el centro del escaparate estaba el tesoro que yo intuía que no debía faltar: unos delicados puritos holandeses.
I help you?
En mi inglés, poco menos que decente, le dije que si; que deseaba un emparedado de jamón y queso, un café negro sin azúcar y una dona glaseada.

Poco a poco iban llegando los primeros clientes de la mañana. Algún viejo, en apariencia jubilado; con su pijama, las pantuflas y el periódico abajo del brazo. Un par de taxistas bulliciosos que, luego de trabajar toda la noche, iban a desayunar antes de acostarse. Una mujer luchando con su bolso, el atado de cigarrillos y un niño que había decidido tomar por asalto el exhibidor de golosinas. Tuve la inefable sensación que en cualquier momento entraría un tipo alto, de ojos saltones y aspecto de intelectual para reclamar por sus cigarritos holandeses.

El hombre se acercó con mi pedido. Acomodó con prolijidad la taza con café, el sándwich y la dona. Luego me ofreció un periódico y si deseaba algo más. A decir verdad, si lo deseaba:
—Disculpe ¿usted es Auggie?
Me dedico una mirada intensa mientras sopesaba la respuesta.
—No, yo no me llamo Auggie.
Pasó un trapo sobre la mesa y se retiró para atender otros clientes.

Estuve escudriñando el periódico tratando de desentrañar las informaciones que, debido al rudimentario uso del idioma, me llegaban fragmentadas. No dejaba de ser un ejercicio interesante.

Cuando consideré que ya me había aburrido lo suficiente le solicité la cuenta, la cual trajo presuroso.
—¿De dónde es usted? —interrogó secamente.
—De Argentina —respondí con su misma sequedad.
—¿Qué hace tan lejos del hogar?
—Verá, soy escritor —dije forzando mi capacidad lingüística al límite—. Me gusta viajar, conocer otras culturas, encontrar nuevos ambientes y escuchar historias.

El hombre se sentó a mi mesa pues el almacén estaba en un momento de relativa calma.
—¿Le gusta escuchar historias? —dijo con un brillo pícaro en la mirada— Aquí lo que sobran son historias.
—¿Por ejemplo? —respondí con aire conspirativo.
—¿Por ejemplo? —quedó pensativo— Historias de rateros huidizos, de carteras perdidas, ancianas ciegas o de comidas  Navideñas. Usted elige.
En principio pensé que se estaba burlando, que era algún tipo de espíritu bromista.
—Aunque usted no lo crea, en esta misma mesa, lo ayudé a un escritor que sufría un bloqueo a concluir una historia que no deseaba escribir ¿Le interesa?

Pese al brillo malévolo de sus ojos, yo sabía que aquel tipo no se burlaba ni estaba fantaseando.
—¿O prefiere ver mis álbumes de fotos?

acerca del autor
Ricardo Juan

Ricardo Juan Benítez, Buenos Aires (Argentina), 1956. Escritor, poeta y crítico cinematográfico. Publica con asiduidad en diferentes revistas digitales. Algunos de sus cuentos premiados: “Pleamar” (1er puesto, Letras Kiltras de México D.F.), “Los visitantes de Marte” (Mención de Honor, Premio Andrómeda de Ficción Especulativa 2009). Varios de sus relatos se encuentran en Proyecto Scherezade (Departamento de lenguas extranjeras de la Universidad de Manitoba, Winnipeg, Canadá). Su blog personal Cuentos y otras ficciones.