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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Literatura
30 7 2012
Héctor Bianciotti: no se puede romper con el pasado por Héctor Loaiza

Más que entrevista fue en realidad una conversación agradable. El resultado fue publicado en el suplemento cultural del diario El Universal de Caracas.
Lo vi todavía varias veces en los años ochenta para conversar, siempre en su oficina de la Editorial Gallimard. Después no volvimos a vernos, por las cosas de la vida, yo estaba ocupado en escribir una novela y de vez en cuando iba a París por algunos días. No obstante, tuvo la amabilidad en los años posteriores de hacerme llegar sus libros con sus dedicatorias respectivas, L’amour n’est pas aimé (1983) que obtuvo el Premio del Mejor libro extranjero, Sin la misericordia del Cristo (1985), Premio Fémina. Hasta que lo perdí de vista definitivamente.

Me enteré años más tarde, en 1996, por la prensa y la televisión de su elección como miembro de la Academia Francesa. En el acto de recepción, confesó en su discurso de haber sentido al enterarse de ese honor una especie de beatitud. En el uniforme negro, bordado con hilo dorado que debía llevar en las sesiones solemnes de la Academia, decidió que figuraran las letras “A” (por la amistad) y en homenaje “al amigo que ha velado y vigilado mis pasos por el dédalo de la lengua francesa, desde que yo me aventuré en ella…” Y la letra “L” para evocar la literatura.

Sus artículos de fondo en Le Monde des livres provocaron una reacción en cadena de la parte de los lectores franceses. Le llegaban centenares de cartas participándole sus críticas, observaciones y rectificaciones sobre la obra del escritor comentado. Se sentía obligado a contestar a todas esas cartas. Ese era pues el precio que tenía que pagar por ser académico y, sobre todo, por ser un autor venido de muy lejos.

HECTOR LOAIZA: Lo que me ha sorprendido en "La busca del jardín", es esa mirada frente al mundo a través del relato del niño, que más tarde será escritor, que descubre ser diferente…
HECTOR BIANCIOTTI: Mis abuelos eran inmigrantes italianos. Llegaron a la Argentina y el gobierno de esa época les concedió tierras vírgenes, que no habían sido trabajadas quizás desde el diluvio. Mi padre no tenía ninguna cultura, había ido once días al colegio y mi madre había ido un poco más. Sabían leer y escribir. Yo era el sexto de una familia de siete hermanos, y siempre me pregunto: ¿Cuál es el misterio? ¿Por qué me sentí desde muy pequeño diferente? Les decía a mis hermanos: "¡Ustedes se quedarán aquí a trabajar! ¡Yo me iré a la ciudad!". La ciudad era para mí un lugar mítico que no lograba imaginar, tenía visiones absolutamente fantásticas, porque no podía imaginármela. El concepto de la ciudad venía del periódico, mi padre estaba abonado a un diario y luego vino la radio comprada por mi padre. Y entonces se hablaba de ciudades: alguien iba o venía de una ciudad. Y para mí era una meta, debía de ser el centro del mundo. Era inimaginable, porque yo nací en medio de la llanura argentina y en la parte más desolada, en que la tierra es arada varios meses por año. Entonces es la chatura y no hay la menor oscilación en el horizonte. No hay una colina, no hay un desnivel, es el infinito. Cuando yo iba a caballo y galopaba, no podía hallar el centro. Tenía la sensación de que no avanzaba.

H.L.: Lo más interesante en su itinerario es que partió de cero. Tuvo que descubrir su pasado cultural desde ese espacio abierto, la pampa. Hasta llegar a cultivar una literatura muy personal...
H.B.: En mis primeros libros, hay una cosa curiosa: es decir que se desarrollan prácticamente como en escenarios teatrales. En los que se trata de definir a los personajes por los gestos, por la conducta exterior, y en general, son personajes inmunes al dinero —que me ha faltado sobre todo en mi infancia, adolescencia y juventud—. El dinero no existe como problema. Y esto yo creo que es en el fondo una metáfora. Es decir, la huida del niño que sentía la necesidad de escapar a la tierra, a la polvareda, algo así. Quería encerrarse y encontrar un lugar en el que fuera invulnerable.

H.L.: Y esta necesidad de escaparse lo ha traído a Europa.
H.B.: Yo no tuve suerte con mi país, nací en un lugar ingrato y crecí durante años que fueron muy difíciles políticamente, durante el primer gobierno de Perón. Y en cierto momento, tenía nostalgia de Europa. Creía de niño, como si me contaran un cuento, a través de las alusiones familiares, que todo lo europeo era mejor. Mi nostalgia se fue nutriendo de esas cosas y luego cuando llegué a instalarme en Buenos Aires, me di cuenta que la nostalgia de Europa era unánime. Más valía atravesar el océano y recobrar la memoria verdadera. No sé si formulaba las cosas así en ese momento, porque desde el punto de vista político era una época desesperada y yo no tenía ni un céntimo. Me dije que más valía morir o perderse de este lado que en América y había que intentarlo. Luego viajé a Italia, estuve en España, pero siempre sentía la nostalgia de París. En cualquier ciudad donde he vivido, en los medios intelectuales o artísticos, se pensaba en París como un mito, como si fuera el centro del mundo. Cuando tuve la ocasión vine a París y me instalé. Esta ciudad me dio la impresión de entrada, que era allí en la que valía la pena trabajar y que uno estaba más cerca, ¡no sé de qué! Pero más cerca...

H.L.: Paradójicamente en su último libro "La busca del jardín", se podría decir que ahora está impregnado de la nostalgia del paisaje natal...
H.B.: Creo, como le decía antes, que en mis primeros libros continuaba a huir de la pampa. Pero una vez instalado en París, más o menos seguro (y era apenas una pequeña seguridad económica que me permitía ser independiente, y me daba la esperanza de no volver a caer en la miseria), desde ese momento yo pude recuperar el pasado, el medio ambiente en que había nacido y crecido. Por eso traté de escribir "La busca del jardín", que por cierto no es un libro autobiográfico. La mayoría de los personajes, salvo el padre y la madre, han nacido de una frase o de una anécdota o de la simple imaginación. Son personajes que habrían podido existir pero a veces no son más que recuerdos de una frase que el chico oyó en la conversación entre adultos. Cuando se está lejos, uno inventa en cierto modo el pasado, como la memoria y la imaginación lo reinventan siempre. Puede recrear el país o exaltar un aspecto único del lugar natal. El ausente lo hace con más fuerza que el que se queda allí, porque a éste le parece todo tan natural que es obvio escribir sobre ese paisaje.

H.L.: Me llamó la atención la revelación que significa para el niño de su novela, la fotografía de una mujer bastante elegante y refinada, en una revista de modas.
H.B.: Yo descubrí esa fotografía y otras, y me di cuenta que en otras partes la gente tenía conciencia de sus cuerpos, maneras diferentes, actitudes... Se notaban gestos que yo no había visto nunca alrededor mío, en mi familia. Eso me dio la impresión de que se podía manejar el cuerpo, como después vería que en realidad la gente lo maneja, sobre todo los autores. Y me parecía en el fondo una especie de disciplina. Curiosamente siempre tuve una tendencia hacia la disciplina, y por eso en el fondo me gusta el arte clásico.

H.L.: ¿El rigor intelectual es necesario para escribir?
H.B.: A mí me parece que disciplina es tratar de encontrar palabras justas y ponerlas en un orden que no puede ser cambiado por otro. De modo que lleguen a decir de una forma nueva, un sentimiento, una idea compartida por todos los hombres. Los sentimientos son siempre los mismos y las ideas también. Pero cada época renueva las formas, y creo que eso forma parte de lo que yo podría llamar disciplina.

H. L.: ¿Y en relación a la literatura francesa de estos años?
H.B.: Creo que las vanguardias se mueren, y que hay en los nuevos escritores un deseo de restablecer sus lazos con la tradición. El gran pecado de lo que se ha llamado la modernidad es el hecho de haber supuesto que, para hacer arte moderno, había que romper con el pasado. Ahora, no creo que se pueda romper con el pasado. El pasado es el único porvenir del hombre. ¡Sin memoria, de entrada, nada existiría, ni siquiera el hombre! Porque uno de los actos mentales elementales, es el que cumple el hombre cada mañana al despertarse, y tiene que acordarse quién es él. El hecho de reunir, de acumular imágenes, ideas. etc., es una especie de caos, que la inteligencia organiza, porque ella establece relaciones entre una cosa y otra. Creo que ahora los escritores están volviendo, naturalmente a la tradición y por eso se dice en Francia: ya no hay literatura. Pero no es verdad, lo que pasa es que estamos en plena bancarrota de las vanguardias y que hay una literatura que está tratando de encontrar las bases del lenguaje.

H.L.: Para terminar esta entrevista, ¿qué piensa del futuro del libro?
H.B.: ¡No sé qué decirle! Es una pregunta que me hago a diario y a la cual no logro responder. En lo que creo —pase lo que pase con el libro, el movimiento editorial y las publicaciones— que habrá siempre una especie de secta de lectores. Tal vez la literatura volverá a conocer las catacumbas. La gente se pasará los libros de fulano o quizás circularán los manuscritos. La literatura se va a salvar, porque en el fondo la literatura no tiene ninguna justificación evidente. Es decir, ponerse a escribir un libro con el cual hay algo más que un uso utilitario del lenguaje, ya es un acto inexplicable. Uno puede decir que es un acto de locura. Esa pasión de expresar algo de una cierta manera que puede despertar en el lector cosas diferentes, es decir una frase que tenga densidad. Si esa locura ha existido, seguirá viviendo, pese a todo y pese a cualquier desastre. Tiene que haber en algún rincón, alguien empujado por esa cosa misteriosa que es escribir.