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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Literatura
30 7 2012
Sobre Cinegética de Haroldo Conti por Miguel Ángel Gavilán

El 4 de marzo de 1976 era secuestrado el escritor Haroldo Conti por el GT 3.3.2. La historia que se supo después precisa que le habían pedido en dos oportunidades que se fuera del país, que a la última advertencia respondió de manera violenta, que cuando se lo llevaban alcanzó a darle una trompada a uno de los oficiales y que pocas horas más tarde moría en la ESMA.

Nunca me olvido de “La balada del álamo carolina”, uno de sus textos más poéticos. La referencia al árbol como suplente aparentemente inanimado del hombre en simbiosis egoísta e imprescindible con su medio, esa junta entre lo eterno de echar raíces en un sitio y lo irreparable de morir en ese mismo sitio para seguir quedando, el juego entre desigualdades que terminan por confesar semejanzas (el hombre que es el álamo que es el hombre), pincelan su concepto de mundo: una cosmogonía de la trascendencia.

Miguel Briante trazó paralelismos entre la narrativa de Payró y la de Conti. Mientras que Payró centró su lente en el inmigrante triunfador, aquel que se volvió terrateniente y ganadero respetado, Conti rescató a los inmigrantes que no triunfaron, que se quedaron mascullando la brecha entre la tierra natal, la que quedó atrás, ajobada de hambrunas, idiomas perdidos y mares que se tragan los ojos, y esta otra, siempre recién descubierta, donde cualquier nuevo sacrificio semblantea un milagro de mejoría. Los inmigrantes de Conti son perpetuos exiliados, muertos de recuerdos, a los que la nostalgia les arruina la vanidad de reconocerse argentinos.

En ese aparente no pasar nada de sus relatos, en esas acciones mínimas de objetos que asumen condición humana (el álamo que habla y recuerda), en esa alteración de enfoque para contar lo que se mira (un ejemplo es el cuento “Con otra gente” donde un chico se sube al techo de la casa y desde allí ve la vida de los suyos como la de unos extraños), convierten su narrativa en un recuento alucinado de la cotidianeidad. Lo simple, de tan puro, termina siendo amenazante, un peligro en latencia que es tensión jamás resuelta.

En “Cinegética” el escritor plasma un episodio en la historia de Rivera, el buchón experimentado que, junto con otros policías, buscan al único sobreviviente de un procedimiento fallido o abortado, “Pichón”, al que tienen que eliminar para dar por concluida la tarea. El que huye se ha refugiado en un galpón, en mitad de un baldío. Rivera debe entrar en el lugar y “cazarlo”. Los hombres están apurados y esperan que el delator sea breve en la captura del herido.

Si al escueto trayecto anecdótico de la obra (éste se avoca sucintamente a decir una entrega) le agregamos el estilo despojado de un narrador maduro, frío, algo (sólo algo) distanciado de cualquier sensiblería, el texto resulta un fresco de la condición humana.

El narrador enfatiza dos elementos puntuales, la luz y el olor, para desgranar a la par, la desesperación de la presa (“Pichón) por no ser descubierto y la experiencia del cazador (Rivera) por concluir su trabajo.

Al entrar en el galpón (“sentía la misma impresión que si metiera la cabeza en medio de la noche”), ese espacio agujereado que por efecto de la claridad matutina semeja un cielo nocturno, conforme avanza la narración se vuelve más delator que el mismo día. Mientras afuera la luz enceguece, adentro, la oscuridad revela. ¿Qué revela la oscuridad? Revela la figura abultada de la víctima, la pistola que no le servirá, los ojos heridos de miedo y de cansancio.

Pero se atreve a más. La escasa claridad sumada a la sangre fría del infiltrado, parangonan el acto de matar con los recuerdos que arrastra Rivera de su infancia, esa que quiere olvidar porque la industria de la muerte de la que es parte lo “distingue”, en cierta manera lo aleja de su niñez de guacho pobre, escapado del llamado de su madre, jugando detrás de la casilla, a ver el cielo de noche sin marearse.

Por otra parte, el olor del perseguido y del ámbito en que se encuentra (la tierra que se pisa, el orín que entra hasta los sesos, la herida de Pichón que se confirma con el pañuelo ensangrentado), alude a lo que no se ve pero se siente: la breve lástima que embarga a Rivera al cumplir la muerte de Pichón.
Rivera, que tiene clase, que no es un “grasa” como Maldonado que se arregla la corbata estirando el cuello, al demorarse fumando un cigarrillo con la víctima, confunde la cacería, sin protocolos ni humildades, con el más patriótico de los actos.

Cuando el narrador repasa el trajín de Rivera, cierra el texto con una frase que transforma en circular el lineal proceder entre cazador y presa. Dice de los perseguidos: ”No era la apariencia lo que contaba sino las ideas podridas que tenían”. La idea (lo que no se ve) vuelve presa al hombre antes querible y ahora aterrado (lo que sí se ve) que sigue confiando, ignorante de que Rivera lo convirtió, al ganar su confianza, en el animal que apunta su revólver a las sombras.

Empero hacia el final se produce la vuelta de tuerca en el texto que restaura la imagen de Pichón (ese pichón que no es tal), ensalzando una fortaleza que a Rivera se le pierde justamente por alardear valentías. Cuando los dos hombres han terminado el cigarro de la traición y Rivera va de salida para dejar entrar a los otros matones, Pichón dice aquello ambiguo que, en un punto, devela su nobleza: “No tardés…”

Cada vez que leo este cuento, no puedo evitar ubicarme en el contexto bestial, romántico, herido de la década del ’70 en la Argentina. Pienso en aquella negativa violenta que dio Conti al militar que quiso salvarlo, que le aconsejó que se fuera del país, su país, armado, mal que mal, entre inmigrantes pobres que plantaron álamos y los dejaron crecer en medio de un campo ajeno. Como vigías de esa trompada que alcanzó a tirar el escritor rebelde, antes que lo desaparezcan. Y se me presenta Pichón, abriendo los ojos en la oscuridad cuando siente la puerta y comprueba que Rivera ha cumplido. Y confirma que la traición es un galpón mugriento donde se pudren los ideales.

acerca del autor
Miguel Angel

Miguel Ángel Gavilan, Santa Fe, Argentina. Es Profesor de Letras egresado de la Universidad Nacional del Litoral. Participó en diversos talleres literarios. Entre sus distinciones más importantes destacan: 1er. Premio Nacional “Cantares Mediterráneos 1990” (narrativa); 1er. Premio Provincial “Hugo Mandón 1991” (poesía); 1er. Premio Argentino-Chileno “Pablo Neruda 1991” (poesía); y recientemente, 1er. Premio Nacional Municipalidad de Gral. Cabrera 2000 (narrativa). Tiene publicados dos libros de poemas, “Testigos de la Ira” (1993) y “Propiedad Privada” (2001) y uno de ensayo, Los párpados y el asombro (una lectura de ‘Poeta en Nueva York’). En 2010 publicó su primer libro de cuentos:”Llueve en Arizona”.