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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Poesía
30 7 2012
Varios poemas de Sergio Manganelli

Yo no digo jamás
lo que usted piensa.

Yo digo pan
y estoy diciendo niño,
usted piensa
en un arma.

Si digo patria
digo casa y potrero,
callecita o escuela,
barrilete de trapos,
compinches de la infancia.

Usted entiende
bronce de a caballo,
fanfarrias y cañones,
arengas de frontera,
memoria ensangrentada.

Cuando susurro dios
—suelo hacerlo en minúsculas—
usted prescribe liturgias y sotanas,
infiernos en latín,
no acariciarse el pito,
yo apenas pretendo decir:
no tengo fuerza.

Digo violencia
frente al plato vacío
y al bebé condenado
en la balanza,
usted tiende a pensar
que sentencio las piedras arrojadas,
o la mirada torva del borracho
o la mano insistente de los desarrapados,

        hay un malentendido.

Si digo solo,
usted tan solo piensa
en solamente.

Si digo falta
es porque dije
Benedetti,
Mercedes,
nonna,
mi padre,
el Flaco,
Trejo
y otros tantos.

Usted entiende
tribunal y multa gambeteada.

Cuando digo fuga
hablo de una mesa de café
o de un pibe que sueña
tras las rejas,
usted alerta
mira de reojo los candados.

Si digo discreción
sugiero no apremiar
al otro con vergüenzas,
usted piensa en metralla.

Cuando digo dolor
me refiero a la madre
del pibe baleado en un afano,
usted prepara whisky y aspirinas.

Suelo decir perfume
—de jazmines o fresias—
usted piensa en Chanel.

Si digo mulas
sueño en cruzar Los Andes,
usted en pobres tipos
que acarrean
su podrida ganancia.

Cuando digo valor
no estoy diciendo precio.

Cuando digo mañana
voy diciendo futuro.

Cuando digo justicia
no diría jamás lo que usted piensa.

Los que se matan
jamás son aquellos
que no quieren vivir,
esos apenas aprietan el gatillo
o tragan el veneno.

Los que de veras mueren,
los que en verdad se pierden,
son esos tipos aéreos
enamorados de la vida,
esa hembra estupenda
que cada tanto
les deja encendida
la luz en la ventana,
y que una noche
del carnaval menos pensado
se les suelta de la mano,
la pierden de vista
en el corso febril
de la avenida de los sueños

Y corren, gritan, se desgarran
intentando reencontrarla
debajo de cualquier mascarita.

Hasta que tras el redoble
de lo que ellos creen
la última comparsa
se miran abatidos,
se tocan desolados
y se acuestan sin vida,
pretendiendo aliviarse
en la caricia trágica
de una puta de negro

.

Hay noches
que no se parecen en nada
a la esperanza,
sino más bien
a flores del infierno,
a horas sin propósito,
en que alguien vaga
por vereditas de la memoria,
con su puerta al deseo
su musgo solidario,
su refugio,
las flechas que Cupido
devuelve envenenadas.

Hay amaneceres
que no guardan
la luz perfecta,
ni entibian el huerto
en que soñamos,
sino pasillos pálidos
que huelen a remedio,
hendijas en los muros
donde purgan los muertos
la lepra cotidiana.

Tardes subterráneas,
en que la dicha
oculta sus carnes al verdugo,
y viaja clandestina
a confines de niebla,
a tierras de extravío,
donde sentirse próspera
o al menos exiliada.

Madrugadas que imponen
la amnistía,
que inventan
en un bar su torre de Babel,
o nos prestan el lecho
de cualquier primavera,
para hacernos dormir
la pena por un rato.

Hay jueves que parecen lunes,
lunes que siempre
son de miércoles,
miércoles agotados,
martes de rebelión,
viernes con tregua.

Sábados de gloria
y domingos sin dios.

Hay agua en el vaso
de la mesa de luz,
una lámpara
alumbra la piel
que se estremece
en el pinchazo,
la puerta inquieta
o quieta,
y una infancia que vuela
en el pobre barrilete
de la desolación.

La muerte puede
confiscarme el pellejo,
decretar su silencio hospital,
amputarme la risa,
pero nunca obligarme
a abandonar el barco.
Que nadie arroje la toalla,
dejen que muerda,
que aliente a sus soldados
contra mi ciudadela,
que me hiera su toro
en la embestida,
y sienta fundar
su imperio en mi derrota.

Entonces aprenderá
que tengo noches
de gallito ciego,
amaneceres
que nacen como hijos,
tardes de Sandokán
o piedra libre,
madrugadas de verme
en otros ojos,
calendario de lluvias,
versos que se abren
como labios.

Y una verónica ingenua
con besos en las gradas,
para hacerle morder el polvo del aplazo.

(Otoño, 2011)

acerca del autor
Sergio

Sergio Manganelli, Haedo, Provincia de Buenos Aires, Argentina, 1967. Reside actualmente en San Antonio de Padua, al oeste del conurbano bonaerense. Sus poemas y artículos han sido publicados en diarios argentinos, de México, Colombia y España. Asimismo en revistas culturales y literarias de Argentina, Brasil, España, México, Estados Unidos, Puerto Rico, Francia, Colombia, Venezuela, Chile, Italia, Cuba y Nicaragua. Obtuvo entre 1991 y 1999 premios y menciones en su país. Se encuentra trabajando en la edición de “Sangre de Toro” —poemas y banderillas—, que se editará en Buenos Aires y posteriormente en España.