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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
1 12 2012
Bruno por María Malusardi

Para Nicolás Malusardi

Espera. Paradito contra el marco de la puerta, la huele a lo lejos. La memoriza, como a su madre. Se asoma, finalmente. Espía. No ve a nadie. Entra, entonces, a la sala, llena de mesas bajas y sillas tan pequeñas y dibujos pegados en la pared. Se acerca a la hilera de bolsitas que cuelgan del perchero de madera, a un metro del piso, como gallinas atadas de las patas. Identifica la suya entre tantas. Mete dentro su mano con la que apenas podría envolver un damasco. Cuelgan, cuadrillé amarillo, una al lado de la otra, sólo diferenciadas por una etiqueta bordada con los nombres. En la suya dice, precisamente, Bruno M., sala amarilla, de cinco.

Busca, por ejemplo, los palitos del toc toc para la clase de música. Y escucha a la distancia los golpes que dan sus compañeros, mientras él desgasta su tragedia en ese entrar y salir de la mano en la bolsita de tela, pequeño insomne, futuro poeta de zonas oscuras, barba y libros bajo el brazo. Qué busca. ¿Qué? Y le queda la boca en una o, como si apretara un garbanzo entre los labios, la boca suspendida en una palabra, y palpa, sin ver, la mano dentro, un par de palitos de madera que harán ritmo, sí, y un pañuelo y... ah, un papel mal doblado, agrietado, que atesora pedazos de un dibujo. Y su cuerpo de migaja, dentro del delantal a cuadritos amarillos y blancos, está húmedo porque transpira.
Necesita, de pronto, llevarse el dedo a la nariz, donde busca un argumento para regresar al sueño en el que Su le explica que eso no se debe hacer. Hurga y hurga: pelotitas blandas contra el vidrio de la ventana. Las hace rodar. Aplasta la punta del dedo y empuja y mueve hasta que se desprende del todo. Y otra vez: el dedo en la nariz, luego el vidrio y regresa a la bolsita colgada.

Ahora la puerta se abre y Bruno primero escucha el chirrido como de trompeta desafinando. Luego la ve, sí, a Su, quieta, enorme, con ese gesto de pena e indulgencia que cualquier desarreglo de la niñez provoca. E intenta, Bruno, disimular el dolor de la espera en sus gestos torpes, en sus movimientos breves. Y Su avanza, se acerca y el pelo lacio como de agua… Y a Bruno le dan ganas de metérselo en la boca, de entramárselo en los ojos, de hacerse con el pelo largo de Su una guirnalda para el resto de su infancia. Y entonces, ella, que camina despacio y se acerca a la ventana y señala el vidrio pegoteado —y no es la primera vez— le pregunta sin alaridos, digamos, con la dulzura de siempre, con la manera suya de entibiarle las cinco horas que él pasa allí dentro. Y pregunta quién hizo eso, el vidrio sucio, rayado de manchas, recorre lista y da nombres y llega a Bruno. Lo repite: Bruno. Y agrega: otra vez sacándote los mocos. Y a él lo estremece, en especial, que lo pronuncie. Bruno. Y a su vez lo avergüenza la palabra moco, y por eso hunde la cara entre las bolsitas que se balancean como campanas silenciosas. Ahora, dice ella, no podemos mirar lo lindo del parque, los árboles, las hamacas, los chicos corriendo. Pero para él no hay belleza más que en el delantal de Su, igual al suyo, aunque pegado contra ciertas zonas del cuerpo, las puntitas de los pezones por ejemplo, que Bruno no sabe exactamente qué son, pero le gustan, como chupetines, en esos términos lo piensa, en esos términos se prendería del cuerpo de ella y probaría esas puntitas sobresalientes. Ganas de llevársela a Su entera a la boca. Y le viene despecho por no poder cumplir con sus deseos, y otra vez se siente migaja que zumba dentro de un delantal, migaja que cae en un tazón de leche y se deshace. Y está inmovilizado mirándola a los ojos y el pelo de agua, cuerpo de mujer que se mueve al compás de los toc toc de sus compañeros, en el patio. Y vuelve Bruno a la bolsita, mete la mano, como en un pozo de arena y busca ese papel, el dibujo que le hizo a Su hace unos días, poco después de que el olor de mamá se fuera, aunque todo lo de Bruno huele a mamá todavía. Pero él se consuela con el pelo de Su. Y ella se le acerca y le rasca suavemente la cabeza, como si lavara. Y él, justo, sus dedos tijereteando dentro, encuentra, prende y saca despacio y la bolsita queda bailoteando entre las otras. Y caen los brazos a los costados y entre dos de sus dedos, como un broche de ropa, aprieta un papel blanco mal doblado. No se anima. Y ella se agacha, en cuclillas, y ahora Bruno puede verle los rasgos más de cerca, puede olerla tanto como lo hacía con mamá. Y Bruno alzándose sobre el mundo, levanta apenas el brazo y le ofrece el dibujo. Como una alianza, una promesa, un futuro vaya a saber en qué instancia de la historia. Y Su lo recibe, lo abre. Y ahora parece que es ella quien va a llorar, porque encuentra, en las líneas, en los cuerpos, como Bruno pudo hacerlos, a una mujer partida en dos, otra abrazando a un niño pequeño y todo un homenaje al pelo de agua que envuelve como una capa la escena, la atrocidad en las expresiones de las caras, lágrimas grandes como manzanas cayendo. Y Su se siente en la obligación de hacer lo que le pide el dibujo, mientras Bruno espera y se ruboriza y le tiemblan los labios y le estallan los ojos violáceos. Y sacude las pestañas en un esfuerzo de no empaparse todavía y agita el aire, para alejar el polvillo de la vida que lo hace llorar tantas veces. Y ella, entonces, lo abraza y el mundo entero se reduce a ese perfume de lluvia en el pelo de Su. Bruno le hunde la nariz en el hombro y se desarma, desarma su cuerpo como un edificio de bloques de madera cuando juega. Y entonces Su empieza a darle besos en la cabeza, luego en la cara pequeña porque a ella también los olores de él, a puré, a champú, a piel de bebé todavía, a talco, la tientan. Y Bruno llora, gime, se agita como si corriera escapando de alguien, se trepa a Su y se hace hombre de pronto, y se pierde como hijo en la desesperanza, asume la soledad a destiempo —la que vendrá muchos años más adelante— y ya no habrá Su retándolo por los mocos en la ventana. Se detiene, entonces, en la boca pintada de terracota opaco y apoya las manos grandes, deliciosamente, en la cintura angosta de ella y va luego a los pezones, con la boca, a los chupetines, mientras su barba crece. Y regresa a los labios, se entromete, las lenguas se encuentran, chocan, se funden despiadadamente. Y entre el pantalón y su cuerpo, Bruno siente una presión por salir, por recobrar la libertad en Su, que lo consuela, que lo hace olvidar de que ya no hay mamá, que no va a haber de ahora en más. Y que él, algún día, llegará a una Su de pelo balanceándose, abarcándole el mundo, donde encontrará rincones suaves para su lengua y su desesperación. Y ahora que sabe lo que le espera, aprovecha y llora. Llora fuertemente aferrado al cuerpo de Su. Y le moja el delantal. Y le dice que tiene mucho miedo, que por favor no lo suelte jamás.

acerca del autor
María

María Malusardi nació en Buenos Aires en 1966. Es escritora, periodista cultural y docente. Publicó los libros de poesía “El orfanato” (Ed. Alción, 2010), “Trilogía de la tristeza” (Ed. Alción, 2009), “Museo de postales” (Ed. El Suri Porfiado, 2008), “Diálogo con pescadores” (Ed. Alción, 2007), variaciones en la niebla (Ed. Alción, 2005), “La carta de Vermeer” (Ed. Alción, 2002) y “El accidente” (Ed. Mascaró, 2001). Trabajó desde 1989 en diversos medios gráficos de su país (Clarín, El Arca, Nueva, Lugares, Perfil, La Gaceta, El siglo, Debate, Nómada). Actualmente escribe sobre literatura en la revista Caras y Caretas. Enseña periodismo en TEA (Taller/ Escuela/ Agencia) e imparte talleres de lectura y escritura de manera privada.