Jueves 02 | Mayo de 2024
Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
14 1 2013
Derrame cerebral por Alexis Gallardo Rodríguez
Su consciencia se desvaneció en un instante impreciso. Sentado al borde de la acera, borroneaba uno de los cien croquis que le habían mandado a dibujar en su primera clase de arquitectura. Entornaba los párpados, forzando la concentración en un punto fijo, pero no se le revelaba la forma precisa de volcar al papel una representación de la silueta del vacío contenido entre los volúmenes urbanos de ese segmento de ciudad.
Atento al horizonte, dibujado por el techo sobre la alta casona de colores perdidos, una intempestiva náusea fue el preámbulo a la disolución de la realidad. La antigua edificación deshabitada alargó su materialidad hasta igualar en infinitud al cielo; las rectas del espacio pugnaron por unir su extremos en todas direcciones; la presión ejercida sobre la delgada frontera que aprisionaba la vista del muchacho forzó el parto de una densa oscuridad, con masa y gravedad irresistibles, succionando su esencia hacia un centro inenarrable.
Derramó lápices y papeles al desplomarse sobre la acera.

Regresó a la cancha de tierra de la infancia. En el ápice del arco que dibujaba, la pelota osó eclipsar el sol. Al desistir del vano esfuerzo descendió. La luz liberada cegó a los niños que la seguían en un esfuerzo por adivinar su curso, esclavo de las formas irregulares de los cascos. Finalizada la incertidumbre, todos corrieron atraídos por el imán de lo predecible hacia el epicentro en que detonó el caos de pantalones sucios y cordones desabrochados.
Inmerso en la batahola, se sorprendió de sentir al balón sumiso a las órdenes de su negro zapato escolar. Giró. Corrió en busca del mejor ángulo para rematar al arco. A su espalda, la estampida de perseguidores reflejaba su ferocidad en las nerviosas facciones del portero, apostado en el umbral que demarcaban los cúmulos de bolsos y mochilas donde reposaban la matemática, el castellano y la religión.
Corría con ventaja, alentado por el ritmo del corazón que golpeaba su caja torácica más fuerte que el bombo de cualquier estadio. Entonces, el suplicio. Un martirio tan eterno como el instante en que ese pie malintencionado se le incrustó en la canilla, distribuyendo a cada terminal nerviosa el hormigueo de una sádica acupuntura.
Por la extensión del silencio, creyó caer en cámara lenta. El sol le colapsó las pupilas con rayos incandescentes, desprendiendo reflejos de sus lágrimas que le encandilaron hasta la claridad absoluta.

En la oscuridad, sufría víctima de paradojas irresolubles. Los fantasmas de su cuarto, siniestramente apostados al acecho, eran opacados por el flagelo que le laceraba el alma. No se refugiaba en el útero de las colchas, eso significaría aceptar que su heroína personal nunca más vendría a despojar del terror a las sombras.
Había pasado el día sumido en una invalidez emocional que le impedía responder a los mimos y consuelos prodigados. Temía tropezar ante el abismo abierto al comprender el significado de la muerte, cada vez que regresaba el recuerdo de la faz lívida de ese cuerpo inerte, postrado en el lecho hospitalario. Las náuseas vomitaron bilis sobre la chaqueta de su padre.
A veces lo inundaba una pena insoportable que solo las lágrimas parecían capaces de  exorcizar, pero los ojos no le obedecían. En otros momentos, cuando reunía los trozos desperdigados de su entereza, intentaba apuntalarse el ánimo, mantenerse íntegro; pero un llanto repentino saboteaba siempre la empresa. Por la noche, las horas se eternizaban; los monstruos, materializados por doquier, luchaban a codazos para alcanzar la primera fila en torno a la cama servida con banquete de angustias.
Antes de verse devorado, prefirió sumergirse en la oscuridad que le ofrecían las sábanas, con la esperanza de no despertar jamás de esa primera noche sin su madre.

“Solo dos cigarros”, pensó mientras revisaba la cajetilla. “Me fumo el último y adiós, el otro lo guardo para el camino a casa”. No quería tomar más cerveza, el mundo alrededor comenzaba a perder su estabilidad, agregando dificultad al desafío de llegar al dormitorio sin despertar a su padre “¿Por qué no me he ido ya?”. Lo retenía la esperanza de una  epifanía que le dejara algún buen recuerdo de ese nuevo fracaso social.
Su mejor amigo yacía inconsciente con los pantalones vomitados y obscenos dibujos en la cara; a su alrededor la mayoría de los jóvenes se enfrascaba en interminables debates futbolísticos; mientras, los más afortunados, habían encontrado algún espacio de aparente intimidad para hablar con alguna de las niñas que quedaban en la fiesta; otros hacían inventario a los conchos en las botellas...
–Hola.
El sobresalto que le provocó el repentino saludo por la espalda, fue rápidamente superado por la humillación de mostrar tal debilidad ante Marcia, la única mujer que le había dirigido la palabra durante la velada.
–¿Y Pablo? –preguntó, intentando recuperar la compostura, mientras ella se sonreía (asomando apenas los frenillos) ante su evidente pudor.
–Ni me lo menciones. Con lo que me costó arrancarme de ese tarado y ahora se está besuqueando con la Coté. Quizás esa es su técnica, te aburre hablando de si mismo hasta que deja dos alternativas: o arrancas, o le cierras la boca con la lengua.
Ambos reían. Ella para ocultar el despecho de verse reemplazada y él buscando redimir su patetismo inicial. Se armó de innecesario valor para ofrecerle un cigarrillo. Lo aceptó con la condición de que la acompañara a conversar al patio.
 Los nervios le jugaron una buena pasada. Ella quería ser escuchada y él no se atrevía a emitir palabra. Deseaba contarle que había sido aceptado en la facultad de arquitectura, pero no encontraba el momento. Marcia necesitaba hablar, decir en voz alta que ella no era la responsable de la separación de sus padres; lo sabía, pero eso no extirpaba la culpa. No podía decírselo a sus amigas, esas irían inventando chismes por todo el condominio, las mismas que le quedaron mirando fijo cuando el cura aborreció el divorcio en la catequesis. Ellas no entendían por lo que estaba pasando, ni su familia rota, ni ella misma.
La escuchaba a medias. Se perdía imaginando besos a distancia cada vez que intercambiaban caladas del último cigarrillo. Hipnotizado por el color del labial que se había adherido al filtro, no previó del momento en que Marcia lo abrazó para besarle.
Lo demás son confusos recuerdos que desembocan en una habitación a oscuras, refugio donde se desnudaron desplegando un tierno repertorio de torpezas. Del roce de sus cuerpos trémulos brotaron sensaciones no anticipadas por la masturbación, confluyendo en un estallido detonado más allá de las lindes del placer, que a él le recordó un dolor de infancia y la madre muerta.

El espacio terminó de volcarse sobre sí mismo, fundiendo la cancha de tierra, su cuarto a oscuras, la fiesta y la casona derruida en un punto de dimensiones absolutas; en cuyo crisol los adjetivos diluyeron sus significados, homologando un cigarrillo a una pelota y a las sombras de su infancia, en cuyos reflejos alcanzó a distinguir por última vez a sus padres y a Marcia.
En un estado en el cual toda palabra carece de sentido, no fue consciente del momento en que los paramédicos tomaron nota de su hora de fallecimiento.
acerca del autor
Alexis

Alexis Gallardo Rodríguez, Santiago de Chile, 1979. Administrador Público, titulado en la Universidad de Chile. Sin publicaciones previas. Le habían convencido de tomar la vida en serio, así que dejó de escribir y, peor aún, de leer. Fue un período de inestabilidad y excesos que, al darse cuenta que su vida fue reducida a lo material. Entonces volvió a leer e, inevitablemente, a escribir, asumiendo la derrota en la batalla contra sus anhelos más profundos. Sabe hacer muchas cosas, es consciente de ello, pero solo se siente a gusto mezclando palabras en su marmita hasta hacer desprender destellos o al menos un aroma que remueva emociones reprimidas.