Olvido es la palabra más adecuada para definir la tragedia de los Moriscos, de cuya expulsión definitiva se cumplen ahora 400 años. Prueba de ello es que apenas se haya reflexionado sobre su expulsión en España, aprovechando ese centenario, mucho fuera del país donde se fraguó. Habría que preguntarse por las razones de ese olvido. Se podría pensar que no se trató de un hecho realmente relevante, dado que eran una minoría (apenas unos cientos de miles entre una población de unos 7 millones y medio); o que es un hecho demasiado lejano para recordarlo o cualquier otra excusa peregrina. Sin embargo, lo cierto es que esta “trepanación” social tuvo más repercusión de la que podríamos suponer si echamos una mirada atenta a la historia del momento. Enseguida explicaré por qué.
Pero antes, querría aclarar qué significaba ser morisco en alguno de los reinos hispánicos que conformaban la monarquía española de esa época. Frente al mudéjar, que era el musulmán bajo dominio cristiano, el morisco era, en teoría, un converso. Es decir, un cristiano nuevo. Y digo en teoría porque, de hecho, una gran mayoría abrazó la religión de la Cruz a su pesar para no ser expulsado tras la caída del Reino Nazarí y las subsecuentes rebeliones mudéjares. Recordemos que en Castilla se decretó en 1492 la expulsión de todo judío que no se convirtiese. En los años siguientes, sin tanta prisa, eso es cierto, se conminó a hacer lo mismo a los musulmanes, en aras de la homogeneidad religiosa y cultural, aunque bien podría afirmarse que por pura y simple intolerancia, en una época en que la Inquisición cobraba cada vez mayor privanza en los círculos de poder. De este modo, se convirtieron muchos para no perder no sólo la hacienda sino también la patria y poner en peligro su vida. De este modo, no se podía esperar una muy sincera conversión en la mayoría de los casos, si bien hubo de todo, como en botica. Así, los moriscos o cristianos nuevos intentaron mantener su posición en lo posible, gracias a las Capitulaciones firmadas para con ellos; éstas eran leyes que regulaban sus supuestos derechos y que les permitían, al principio, preservar no ya su religión pero sí sus costumbres, entre las que estaba lavarse muy a menudo, algo que escandalizaba a los cristianos, poco dados al aseo, (en este sentido la leyenda de que la Reina Isabel prometió no quitarse la camisa en tanto no acaeciese la Toma de Granada no parece tan exagerada).
Pero la ley nació contaminada por la falta de voluntad de ambas partes. Por un lado, los cristianos estaban siempre prestos a desenmascarar a los nuevos conversos; por otro, los moriscos parecían poco entusiasmados con su nuevo estatus y, mientras en la calle y en la iglesia se mostraban como cristianos, muchos practicaban el islamismo en secreto, en sus casas. No en vano, sus jefes religiosos los exoneraban de arrastrar esa doble moral gracias a edictos religiosos secretos (fatuas en árabe) que establecían que, en caso de peligrar la vida o la hacienda, el musulmán podía fingir no serlo. El pago de impuestos a que se obligaba a los cristianos nuevos para la construcción de, por ejemplo, el Palacio de Carlos V en la Alhambra de Granada, no bastaba para salvaguardar su seguridad. De hecho, pasaron a ser desde el principio ciudadanos de segunda, lo que les acarreó pronto trato discriminatorio, siendo considerados sospechosos, además de no ser buenos cristianos, de constituir un riesgo para la patria, acusados (con razón a veces) de ayudar a los piratas berberiscos que asolaban de tanto en tanto las costas; eran vistos pues, en su conjunto como un posible caballo de Troya en caso de que alguna potencia islámica (los Otomanos, por ejemplo) planeara una invasión. Así, se les fueron recortando poco a poco sus escasos derechos y prohibiendo sus costumbres, de modo que su situación se tornó cada vez más desesperada. Fruto de ello fue la famosa Rebelión de las Alpujarras entre 1568 y 1571, (que en realidad se produjo no sólo en esta comarca, sino también en otras zonas montañosas colindantes como la Axarquía malagueña).
La rebelión, que resultó extremadamente cruel, azuzada por el odio acumulado por los moriscos durante décadas, fue brutalmente sofocada por Juan de Austria, una especie de Atila español. Eran los tiempos ya de Felipe II, un monarca mucho menos tolerante con esta minoría que su padre, Carlos I. Pero el castigo fue mucho más allá del aniquilamiento de todos los moriscos que empuñaron armas o ayudaron abiertamente a éstos. A los supervivientes de las zonas sublevadas del Sur se les condenó al destierro y tuvieron que coger sus bártulos y su pena y encaminarse a las regiones del Norte, a Castilla, León, Asturias o Galicia. Al mismo tiempo y mucho más lentamente, se produjo un trasvase de cristianos viejos norteños hacia las tierras que habían dejado abandonados los moriscos. Este desarraigo era sólo el preámbulo de la gran tragedia. De nada les sirvió a un grupo de intelectuales moriscos orquestar el ingenioso plan de los libros plúmbeos hallados en el Sacromonte granadino pocos años antes, intentando con documentos y reliquias falsas conciliar Islam y Cristianismo, en una última y desesperada intentona de no perderlo todo.
Pero no eran tiempos los de la Contrarreforma para la tolerancia; la expulsión definitiva llegaría por orden del poco perspicaz Felipe III (esa suerte de rey señorito que inició la nefasta costumbre de entregar el poder a validos sin escrúpulos). El decreto de exilio, vigente entre 1609 y 1613, culminaba la extirpación de un colectivo al que siempre se había juzgado como traidor y anticristiano. Lo que no se tuvo demasiado en cuenta fueron los beneficios que aportaban a la sociedad y, sobre todo, a la economía española. En aquel tiempo, la mayoría de los españoles trabajaba muy poco; los nobles despreciaban el trabajo por “principios”; y qué decir del rendimiento real de los clérigos, apegados a sus diezmos y a las limosnas de los ricos; luego estaban los pícaros y pedigüeños, que eran legión y lo fueron cada vez más, paradójicamente, conforme el Imperio Español ganaba enjundia; sólo comerciantes, artesanos y campesinos daban algún palo al agua; entre éstos había muchos moriscos, diríase que la mayoría de ellos eran de este “tercer estado” condenado a la maldición del trabajo. Sobre todo, los cristianos nuevos eran numerosos entre el Campesinado.
De este modo, cuando se materializó la expulsión, la economía española, ya bastante maltrecha por la nefasta administración de los Austrias y su cohorte de sanguijuelas, sufrió un golpe terrible. No sólo se perdieron muchos brazos para recoger las cosechas o elaborar la seda, sino que con ellos se fueron también valiosos conocimientos de agronomía y otros saberes de al Andalus que ellos atesoraban, heredados, en muchos casos, de griegos y romanos. Así, con los barcos que partieron desde los puertos mediterráneos atestados de afligidos moriscos, se fue también gran parte del potencial económico del país, de hecho uno de sus principales pilares. Y ése fue el empujón que faltaba a España para encarrilarse hacia la famosa decadencia del Imperio, que se materializó hacia mediados del siglo XVII, la cual, en mi humilde opinión, aún arrastramos.
Para acabar, una última reflexión. Aún hay quien considera que los Moriscos eran en realidad extranjeros, mahometanos disfrazados de cristianos, más amigos de los moros que de los españoles. Pero esa perspectiva está más bien lejos de la realidad. Para ilustrar que los Moriscos eran, en realidad, tan hijos de esta tierra como cualquiera acudo a un texto escrito en la época en que se produjo su expulsión, hace ahora 400 años, por Cervantes: la segunda parte del Quijote (1615), en su capítulo LIV. Se trata de la reflexión que el morisco Ricote, amigo y vecino de Sancho Panza, hace a éste acerca de su situación, y que dice lo siguiente:
Finalmente, con justa razón fuimos castigados con la pena del destierro, blanda y suave al parecer de algunos, pero al nuestro, la más terrible que se nos podía dar. Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural...