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Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Arte
7 1 2002
“El universo entre naturalista y expresionista de Alejandro Obregón” por Héctor Loaiza
Recuerdo la retrospectiva dedicada al artista colombiano, Alejandro Obregón, auspiciada por la Casa de América Latina de París, cuando se expusieron noventa y dos lienzos pintados entre 1942 y 1985. Al contemplar la evolución, las distintas vías que tomó su arte hasta construir su obra, saltaba a la vista que en su primer período, desde los años cuarenta hasta 1958, la influencia de Picasso era evidente. Lo dice el mismo Gabriel García Márquez, en el texto "Obregon la vocación desaforada”: “… Conocí a Obregón, hace ahora treinta y dos años en su taller, de la calle San Blas, en Barranquilla. Eran dos aposentos grandes y escuetos por cuyas ventanas despernencadas subía el fragor babilónico de la ciudad. En un rincón distinto entre los últimos bodegones picassianos y las primeras águilas de su corazón...» (1) Después de haber residido durante largos años en Francia y en Europa, al regresar a su país natal a mediados de los años cincuenta, su estilo está lejos del naturalismo de sus inicios y orienta a su obra hacia el expresionismo. Muestra un gran interés por los variados paisajes de su terruño. Así los cóndores, los toros y otros animales pueblan su universo plástico, amalgamados a los paisajes del Caribe y de los Andes. Marta Traba considera que Obregón es “el mayor paisajista de América contemporánea” por haber interpretado con fidelidad la vocación barroca de ese paisaje. “Es un barroquismo nuevo” ha escrito la crítica de arte argentina, “desde luego barroquismo como afrenta (más todavía que oposición) a lo clásico” (2). Obregón no sólo hizo la descripción complaciente de una realidad geográfica, tampoco cae en el folclorismo (¿cómo podría haber sucumbido a semejante limitación, siendo un espíritu cosmopolita?). Esa pasión le empuja a comprometerse mediante su arte con los acontecimientos que sacudían —y siguen sacudiendo— su país, con su cortejo cotidiano de víctimas de la violencia (rasgo característico de Colombia) y de los dramas de Latinoamérica, dando así un testimonio del hombre colombiano y del latinoamericano. Son ejemplos de esta actitud los cuadros "Violencia" (1962) que algunos críticos consideran conmovedores, "Homenaje a un estudiante, muerto" (1963), "Homenaje al Che" y "Homenaje a Camilo" (1968) y "Anunciata en verde oliva" (1970). Encuentra su veta (en el sentido metafórico), nutriéndose de las propuestas del arte de su época y renovándolas en la percepción de la cultura colombiana. El resultado, aunque híbrido, será el esbozo de una atmósfera altamente simbólica que coexiste con los elementos arrancados a la realidad. “…Ha creado un pródigo y exuberante mundo de símbolos” según Marta Traba, “de cosas compuestas, de formas imaginarias. Esos símbolos llenos de gracia, de invención y de fantasía, no tienen más sentido que el placer estético…” Al contemplar en aquella oportunidad sus lienzos pintados de 1958 a 1971, me pareció que Obregón estuvo atormentado por la duda de asumir lo figurativo o lo abstracto de su propuesta. La sensibilidad y la terquedad en asumir su vocación le hicieron explorar mitos, plasmar en sus paisajes los efímeros instantes de una naturaleza en mutación. Los temas y los títulos de sus lienzos expresan la voluntad del pintor de percibir en el paisaje la violencia desgarradora de la naturaleza y que tiene mucho que ver con cierto telurismo: "Volcán" (1959), «La garza y la barracuda" (1959), "'Naufragio" (1960), "Flores nocturnas" (1961), "Victoria de Samotracia" (1961) —en el cual aflora una presencia femenina que el artista representó con realismo—, "Violento devorado por una fiera" (1963), "Flor calcinada" (1963), "Volcán submarino" y "Flor de páramo" (1965), "Floral' (1966), "Icaro calcinado" (1967)-.y "Paisaje de Angeles Tancala" (1968). En ese sentido la búsqueda de Obregón coincide con la de Fernando de Szyszlo en el Perú o con la de Oswaldo Vigas en Venezuela. En el lienzo donde se observa a un toro y a un cóndor en un evidente fundido cinematográfico, pintado con trazos rápidos y con un fulgor cromático para gozo de las retinas. En ese cuadro estaba condensado un arcaico arquetipo de la humanidad, el de la esfinge, como representación de la estructura ontológica de la especie humana. El cóndor —o el águila— simboliza el pensamiento, el intelecto, mientras que el toro, el instinto, la animalidad y las pulsiones viscerales. No es la concomitancia simbólica lo que atrajo mi mirada hacia ese lienzo, era el deslumbramiento de sus colores primarios, las formas dinámicas de sus trazos que insinuaban un paisaje latinoamericano y que en un aparente desorden lograban comunicar en el espectador una intensa emoción. A ese respecto, Marta Traba ha señalado: “… Su esplendida magnificencia colorística, que le permite descender de pronto, desde ese volcán de amarillos incendiados hasta un gris mortecino de terciopelo, que puede manejar como un maestro de increíble delicadeza…” En la obra del pintor colombiano se manifiesta también una atormentada sensualidad. Lejos del erotismo literario, sutil e irónico de Botero, es más la representación cruenta de la sexualidad. En sus dos lienzos que llevan por título "Violada" (1973), Obregón, se abandona a un realismo espectacular. El artista ha evolucionado hasta encontrar y centrar su inspiración en una musa. En su última fase, da rienda suelta a sus- propios fantasmas que llegan a su más elevado climax en los dos cuadros con el mismo título "Angela cayendo" (1975) —que ha sido traducido al francés como "La caída del ángel"—, en los cuales ha representado la caída de la especie humana por medio de un ángel hembra en una posición de evidente vulnerabilidad. (1) Catálogo bilingüe “Alejandro Obregón, pintor colombiano”, a raíz de las retrospectivas en el Museo Nacional de Colombia en septiembre y en la Maison de l’Amérique latine de París en noviembre de 1985. (2) Idem.