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Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
2 5 2014
Las niñas bonitas (microrrelatos) de Sabela Latas

CLARIDAD, NO CARIDAD

Se había chapado en varias páginas de internet en la biblioteca pública la brillante idea de aquel mecánico brasileiro llamado Alfredo Moser para dar luz gratuita, limpia y no electrocutante a los pobres del mundo durante el día, y joder si lo iba a poner en práctica aquella misma tarde en su barrio. Tenía todo el tiempo que le dejaba el paro; energía y maña para buscar en la basura y preparar los materiales necesarios, así como cientos de vecinos-clientes que, en la oscuridad de sus chozas, le agradecerían mucho poder distinguir a sus bebés de las enormes ratas pululantes. Únicamente precisaba acumular botellas de plástico de las de dos litros, limpiarlas a conciencia sin rayarlas, llenarlas con agua transparente del regato y un par de tapones de cloro —al parecer, para que el líquido no criase verdín— y pegar en los huecos hechos en las cubiertas de chapa algo de resina de poliéster para acomodar los originales focos. La claridad del sol exterior sería, después, la que obraría el milagro refractando la luz en el agua y esparciendo en las viviendas una luminosidad de entre veinte y sesenta vatios cada una. Sin subidas de tensión, ni de recibos, sin cataratas de sus viejos...
Aunque al final no fueron de plástico los recipientes que apiló aquella tarde, sino de cristal; ni fue agua la sustancia que los llenó, sino gasolina y aceite de motor empapando una mecha; y mucho menos fue Moser el filántropo conmemorado aquella noche contra la tapia del Ministerio de Trabajo, sino Molotov. Porque en la televisión de una cafetería del centro pudo ver desde la puerta el último y sesudo programa ideado por el canal gubernamental para combatir el desempleo: padres de familia llorando y pidiendo la voluntad a televidentes tan pobres como ellos con el fin de abrir un negocio, mientras los bancos se cruzan de brazos.
—¡Tomad caridad, cabrones!


MIAU

La primera gota de sangre salpicó al gato en la oronda cabeza, lo que le hizo erizar su pelo contra un enemigo que no alcanzó a vislumbrar. La segunda, caída a sus pies, atrajo al minino a lamerla, a enderezar el rabo y a salir de su habitual rincón de la siesta, bajo la mesa, entre las piernas de su amo. No oyó ningún bisbiseo de llamada para detenerlo en su camino hacia el balcón, ni tampoco  ningún otro ruido como la televisión o la radio o el pasar de hojas que distrajera al dueño de la casa. Saltó de la ventana del ático hasta llegar al tejado, pasó luego al contiguo, y así deambuló por varias cubiertas   hasta situarse justo en la de enfrente a su vivienda. Caminó unos diez pasos por el alero hasta alcanzar la escalera de incendios y se introdujo por la primera ventana del ático que encontró abierta.
—Miau— dijo suavemente, y se quedó muy quieto, con el rabo levantado, frente a los sorprendidos vecinos  que a aquella hora estaban dormitando ante el aparato de televisor.
Al ver la gota de sangre, ellos se alarmaron, pero todavía se sintieron más intrigados cuando el felino se subió al alféizar mirando fijamente hacia el edificio de enfrente. Allá, al otro lado de la calle, en la sala de aquel piso que estaba a su misma altura, un hombre joven sangraba profusamente por su cuello.
Cuando acudieron días después al hospital a visitarlo y el joven les preguntó cómo habían sabido de su accidente, con algo de reparo contestaron que, de casualidad, lo habían visto. También le llevaron unas galletas para el gato.


EL LOCUTOR Y EL TROMBO

Quiso decirle a aquella tía buenorra que estaba espatarrada en su cama que quién era, pero, por más que lo intentó, sólo logró emitir unos balbuceos inconexos que le sonaron a bebé baboso, a muchas noches de juerga en mitad de enormes lagunas de amnesia blanca, a genética mal heredada de algún tatarabuelo lelo, a millones de cajetillas de tabaco apurado hasta el último suspiro, o a él qué coño sabía por qué le pasaba aquella mierda. Se levantó apartando como pudo a la jamona plácida, fue a mear al baño, se puso los vaqueros y una camiseta, la cazadora y salió a la calle, lejos del barrio, escapando de cualquier conversación incómoda. ¿Cuánto le duraría esta vez? Le habían dicho en el hospital hacía unos tres años que se trataba de una afasia de broca —¡joder, sonaba a un puto cerebro taladrado!— acompañada de alexia y agrafia —un completo, vamos—, sin poder tampoco leer o escribir, pero que podía comprender lo que oía. Y ahora también le estaba pasando lo mismo, pues escuchó y entendió perfectamente el nombre de la calle veinte veces repetido por aquel  semáforo parlanchín en verde. ¡Hostias!, esta vez, en serio, se prometía revisar su colesterol y su tensión... si es que se ponía bien. Seguro que se le había desprendido alguna placa de mierda acumulada en sus vasos sanguíneos y la cacho cabrona se había ido directa de vacaciones al cerebro, creía que era la parte izquierda la responsable del lenguaje... Menudo papelón para un locutor de radio...
El locutor no llegó a cruzar a la otra acera, se cayó atravesado sobre las líneas blancas del paso de peatones. Su trombo había llegado con enormes maletas a sus capilares cerebrales y allí se había quedado atascado para siempre.


EL MAYOR ESPECTÁCULO DEL MUNDO

El circo venía a la ciudad este fin de semana, pero, francamente, a la ciudad le daba por culo. Aquellas mujeres que hoy eran madres, o tías, o madrinas de algún crío, y que en su infancia habían acudido ilusionadas de la mano de un familiar esperando ver los fieros leones, las etéreas funambulistas y los chistosos payasos, se habían topado con desnutridos y sucios elefantes, una fémina multifuncional con lentejuelas ajadas, y lánguidos e inexpresivos clowns que en lugar de carcajadas provocaban lástima. Especialmente doloroso era ver aquellos animales, encerrados en jaulas todos los días de su vida y llevados a rastras por las villas para ser mostrados al público; un espectáculo nada grandioso que había perdido justificación en la sociedad en la que la televisión te traía al salón las entrañas del océano y sus tiburones vivamente sanguinarios, por ejemplo.
Por ello fue todo un acontecimiento inesperado en la ciudad cuando Pipo se escapó ese fin de semana de su jaula de hipopótamo grávido y torpe, y salió a la calle de rondón a darse un paseo por las brañas y comerse unas hierbas, aunque fuesen urbanas, en libertad recién conquistada. Por ello, todos los periódicos se hicieron eco de la noticia y todos los ciudadanos de la comarca narran desde entonces el hecho como si cada uno de ellos hubiera visto con sus olvidados ojos de niño, en directo y en primera fila, la fuga de Pipo, el mayor espectáculo del mundo: la libertad.


SOLO UN ABRAZO

—¿A qué piso va?
—Al vigésimo segundo, por favor.
—Pero..., je, je, perdone, aquí sólo hai diez plantas. Esto, esto no es Nueva York, aún. Je, je...
—Pues, marque hasta el décimo, señorita, que del resto ya se encargará Él.
—Él...
—Él, sí. San Pedro me ha prometido un tránsito directo.
—Ya... Quizá... Yo... Yo creo que se me ha olvidado cerrar el coche, yo, perdone... tengo que...
—Ah, no, no puede irse. También me ha garantizado compañía en ese momento, la soledad me asusta, hágase cargo. Además, usted no tendrá que hacer prácticamente nada, solo llamar a una ambulancia o a la policía cuando... cuando suceda. Mire, ya le he anotado yo los teléfonos de urgencias, aunque, claro, ya nada podrán hacer los médicos, salvo la certificación. Tenga, tenga.
—Pero, bueno... si usted y San Pedro lo han ajustado todo al milímetro, podrían haber concertado también la compañía de alguien conocido, un familiar, un amigo...
—Solo se tiene la certeza del momento, no de las circunstancias.
—Bueno, abuelo, vamos al diez, y que sea... lo que tenga que ser. Déme su brazo, por lo menos, que estos ascensores antiguos dan muchos saltos.
—Gracias. ¿Lo ve, como era usted la persona adecuada? Mis hijos hace años que no me abrazan.