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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
11 8 2014
Noches ciegas por Juan Facundo Herrador

Descolgó del perchero su cabeza y se la ajustó al cuello. Caminó tanteando el aire, tropezaron las rodillas al borde de la cama, se sentó, rastrearon los dedos la mesa de noche, atraparon la perilla, abrieron el cajón. Tomó los ojos y los hundió en su rostro. Ahora se alumbró la habitación; las colillas aplastadas sobre la repisa; diarios viejos amontonados sobre el sofá. Se levantó y buscó su cuerpo en el espejo, su extraño cuerpo sin vientre, invisible; mostraba por detrás al gato lamiéndose en la cama. Trepó sus ojos hasta su rostro. Levantando el dedo índice, untado en carmín, se dibujó una boca. La movió apenas, torciéndola, sonrió, la encontró insulsa. La envolvió en su puño y la arrojó al cesto. Dibujó otra, más delgada, arqueada, sutilmente malvada.
La aceptó.
Ahora que tenía boca, secuestró un aire profundo e inflando las mejillas, brotó su nariz por la presión del aire. Abrió la boca de inmediato, antes de que la nariz empezara a crecer demasiado. Respiró suave, contemplando al gato en su vientre. Tomó un vaso de agua y desde su pecho, como una bombacha, se estiró su cintura. Ya estaba lista. Se vistió con minifalda, se trepó a los zancos, girando, bailando enloquecida, se calzó la chaqueta rosa de vinilo. Volvió a abrir el cajón y tomó otro par de ojos que los metió en su cartera azul. Salió hacia la calle, cruzando la avenida, desfilando desarticuladamente. Entró por la peatonal, antes de llegar a la esquina de siempre, se metió en un garaje oscuro. Salió resoplando, altiva y confiada. Los autos pasaban, de ellos se asomaban rostros borrachos que le balbuceaban, desorbitados y estúpidos. Ella apretaba los puños, odiándolos. Nadie se detuvo para llevarla. Pasaron tres horas vacías. La calle estaba áspera, sólo un mendigo le mangueó un pucho, ella lo rajó con carterazos en la nuca. El viento de invierno le hacía doblar las rodillas. Sintió ganas de llorar, pero a ella no le gustaba llorar. Y cuando los ojos se ponían sentimentales, los cambiaba. Necesitaba quedarse hasta que amaneciera, no podía quebrarse a mitad de noche y volver sin una moneda.
Enojada, con los ojos bien abiertos, encaró hacia el garaje otra vez. Entró en aquella oscuridad y se agachó en cuclillas, allí se quitó los ojos, mojados y chillones, y los arrojó hacia el mundo oscuro de la cartera; rodaron hasta chocar contra un delineador. Sintió una rigidez que paralizó todos los músculos de su rostro, pero ignoró buscando los otros ojos en la cartera, los de repuesto, los que le darían ánimos para tres horas más. Rastreó con sus dedos finos, torpemente, sintiéndose nerviosa al sentir que estaba tocando siempre los mismos ojos, lacrimosos y sin ánimos. De bronca se puso en pie y sin saber lo que hacía salió del garaje. Insultando bajo caminó de memoria hacia la esquina, oyó la bocina de un auto, un grito pegado en sus oídos, giró, revoleó la mano con el puño cerrado, volvió a girar, otro grito le golpeó la cara, un auto pasó por detrás, una mano se hundió en su trasero, ella giraba, tapándose el rostro sin ojos, una moto le pateó la espalda, ella avanzó con las manos en la cara, trastabillando, avanzó hasta tropezar con un cordón y cayó de rodillas, alguien vino corriendo y la levantó ensartando las manos en sus axilas, ella le tanteaba la cara, paseaba sus dedos finos por la cara de un hombre, «Saque los ojos de mi cartera, saque los ojos, cualquiera, los que encuentre, sáquelos ahora» dijo con su aliento a tabaco. El hombre hundió la mano y salió corriendo. Apenas alcanzó a estirar su mano ciega y apretar la pureza del aire. Lo único capaz de alcanzar al hombre era una palabra: «¡Miserable!» gritó «¡Miserable!» agarrándose los pelos y zapateando con impotencia. En su total oscuridad intentó correr hacia adelante, chocó contra un puesto de revistas, sintió en el suelo el rodar de una botella, se agachó y al sentir el frío del vidrio, sonrió apenas y la revoleó hacia donde oía la huida del ladrón, también sintió una mano violenta apretarle la nuca, intentó zafarse, pero otra mano le tomó el brazo y se lo llevó hacia atrás. Alguien la hizo caminar en la oscuridad, ella insultaba, forcejó hasta caer al suelo, el hombre le apretó la cabeza contra las baldosas, ella resoplaba el polvo y las hojas secas, el hombre se acercó al oído y le gritoneó palabras sucias, sintió el frío de unas esposas envolverle las muñecas, ahí desentrañó un alarido, un maullido de gata rabiosa, sintió unas garras destriparle las entrañas, el hombre la levantó y la entró de una patada en un auto, seguido por un puño en los pulmones, ella chocó contra otra mujer que lloraba «A vos también, a vos también, Sandrita» dijo con lamentos la mujer.
Ella, sin poder ver nada, se arrojó en sus muslos y se quedó gimiendo una impotencia, con el estómago endurecido, aguantando la insoportable dureza de sus entrañas, aliviándose un poco, apenas un poco, al percibir las lágrimas que la mujer soltaba sobre sus sienes; haciéndole creer que aún tenía un par de ojos para poder llorar.

acerca del autor
Juan Facundo

Juan Facundo Herrador ha publicado en Emma Gunst, revista de poesía, selección de Miriam Tessore. Córdoba, Argentina; Artesanos Literarios, revista de cuentos, seleccionados por Andrés Aldao. Buenos Aires; y La Grulla, revista artesanal, antología de estudiantes de la UNC, filosofía y humanidades. Córdoba, Argentina.