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Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
6 10 2014
El mejor de todos los regalos por Leonardo Moreno

Como la señorita Vilma me dijo tantas veces que sería inútil persistir en convencer a la abuela de realizar su cumpleaños, no tuve más opción que aceptarlo con tristeza. De alguna manera pensé que eso sería lo adecuado y no quise estropear la excesiva calma en la cual ella se mantenía. Igual, por aquel tiempo, tanto ella como yo, no queríamos estropear nada.
Cuando vino a mí, con ese rostro cálido y demacrado, haciendo un esfuerzo sobrehumano para tan solo dar algunos pasos o articular palabra, insistiendo ella misma en realizar su cumpleaños, no pude más que fingir el hondo malestar que eso me produjo. Recordé tantos momentos de mi infancia: las tortas, los secretos absurdos, la voz de mi madre gritando que estábamos locos. Respondí a sus intenciones con una sonrisa, a lo cual ella se mostró tristemente ilusionada. Le prometí aquella vez darle el mejor de todos los regalos.
Indagué a mi madre sobre las posibles opciones: un vestido, maquillaje, o tal vez una sombrilla para caminar en el verano. Su silencio adusto y sincero me permitió comprender que todo ello le resultaría inútil en el encierro de su cuarto. Terminé por decidirme a prepararle uno de sus pasteles favoritos.
—Señorita Vilma —grité entusiasmado, como si fuese el descubridor de un gran secreto—. Le prepararé un pastel, de los que hacía ella misma cuando yo era un niño.
La señorita Vilma me miró con un gesto de desprecio, sin siquiera fijar sus ojos en los míos, continuando sus labores.
—Sabe usted que ella no puede comer pasteles —alegó—. Se los ha prohibido el doctor, como también los dulces y las grasas, y todas esas porquerías. Y no vaya acaso a proponer que demos un paseo, porque eso también se lo tienen prohibido. ¡Por qué no se deja de tonterías, que yo me encargo de su abuela!
La señorita Vilma terminó de hablar. Quise golpearla. Sentí náuseas y asco como nunca antes. Me contuve.
Dibujé una de mis mejores sonrisas y le dije:
—Prepararé la cena del sábado. Puede tomarse el día libre.
Nuevamente no me respondió.
En las tardes, cuando la abuela solía ser llevada a sentarse en el jardín, observaba desde la ventana de mi cuarto la lánguida apariencia que se había forjado en torno a su figura. Sabía muy bien que su desgastado sentido de la vista no le permitía abarcar más que los objetos cercanos, y seguramente debía resignarse a recordar el mundo como alguna vez lo conoció. Ella permanecía inmóvil en su silla de metal, con una sonrisa dócil e inmutable, como si fuese una estatua más del estanque en el que beben agua los pájaros. Procuraba evitar aquella imagen, pero resurgía de mi mente como si fuese una sentencia, una maldición. Tan solo verla significaba para mí envejecer cien años en una tarde.
Alguna vez, cuando logrando escapar a un sentimiento de conmiseración conmigo mismo, me detuve nuevamente frente a la ventana, pude comprender lo que siempre me dijo su silencio. Fue como si toda la sabiduría de los hombres quedase resumida en un hecho tan simple y para siempre en mi memoria. Supe de inmediato cuál sería su regalo.
El sábado, al despertar, agobiado aún por los recuerdos y los sueños de la noche, vi mi rostro en el espejo. Creí sentir que sonreía por primera vez. Por primera vez igual, me parecía ser dueño de mi propio destino. Tal dicha fue tan solo comparable con el amanecer del día siguiente.
La abuela, cuyo puesto de anfitriona en la mesa de invitados lucía con plena elegancia, se mostraba callada, tímida, incómoda con el ruido de los músicos que tocaban en su honor; oculta tras una montaña de cajas de regalos costosos. El rumor del gran obsequio que recibiría de mi parte rondaba por todos los presentes. "¿Qué será?", se preguntaban. ¿Qué podría superar el collar de perlas del tío Carlos, o la gargantilla de los primos venidos de París. "¿Qué será", se preguntaban.
La abuela, atada a su silla de metal, permanecía ausente de su propia fiesta. En la cena no probó bocado más que el pastel preparado especialmente para ella. Cuando el reloj dio las siete tuvo que marcharse a dormir; le prometí que al amanecer recibiría mi regalo. Le di un beso y sentí nostalgia.
La fiesta continuó hasta las tres. Los invitados, ebrios para aquella hora, rehusaron a irse. El tío Marcos comentó que había sido la mejor fiesta de aniversario.
La algarabía penetró en mi cuarto: fría, cortante y sublime, como quien recuerda la muerte al cruzar la calle.
—Mírela, mírela muy bien porque se ha muerto. Tóquela, tóquela que ella lo quería mucho —me dijo, no sé quién.

acerca del autor
Leonardo

Leonardo Moreno nació en Cali, Colombia. Es Licenciado en Literatura de la Universidad del Valle. Actualmente cursa un segundo programa en esta misma institución: Estudios Políticos y Resolución de Conflictos. Ha publicado varios artículos en el periódico La Palabra. Tiene una novela inédita titulada “Margarita no da a luz”.