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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
1 6 2015
Sebastián por Camino Aparicio Barragán

Llegaron casi al mismo tiempo. Luisa estaba terminando de aparcar su coche justo cuando Sebastián entraba en el ascensor; y él apenas había tomado asiento cuando ella llegó al despacho. Allí, sentados a cierta distancia en aquella fría sala de espera, se les notaba nerviosos. A ella más.
—¿Cómo te ha ido, Luisa? —la cortesía podía hacerle ganar cualquier batalla a Sebastián.
—Muy bien, gracias. ¿Y a ti?
—Bien, bien, gracias —dijo dubitativo—. Te ves muy delgada.
En el tono de su comentario se percibió una mezcla de sorpresa y decepción.
—Gracias —contestó Luisa algo avergonzada.
Desde que Luisa y Sebastián se separaron un par de años atrás, apenas habían coincidido en tres o cuatro ocasiones, siempre con el gusto del buen recuerdo que despertaban el uno en el otro, pero también con cierta incomodidad y no poca tensión. La última vez, hacía tres meses, se habían encontrado por casualidad en un cine.
—Enseguida los atiendo —dijo el abogado entrando en la sala de espera—, y perdonen el retraso.
—No importa —respondió Sebastián–. Yo no tengo prisa –dijo para sí.
—¿Qué dijiste? —preguntó Luisa.
—Ah, nada.
Ambos se sumieron en un incómodo silencio por varios minutos. No sabían hacia dónde mirar en el mutuo y desesperado intento por observar al otro sin ser descubiertos.
Luisa había pensado ponerse un vestido azul, el color que según Sebastián mejor le quedaba. Después se percató de que vestirse pensando en el hombre del que iba a divorciarse no era lo más sensato y terminó recorriendo su guardarropa en busca de algo que pudiera no gustarle a Sebastián. Como un favor, pensó.
Por su parte, Sebastián, en un acto de despecho, se puso la corbata que le había regalado en el último cumpleaños su actual novia, una hermosa mujer a la que inconscientemente no dejaba de comparar en todo momento con Luisa; Luisa seguía llevando ventaja.
—Bonita corbata —le dijo ella para romper el hielo.
—Gracias —contestó sorprendido—, es nueva.
 Sebastián miró a la mujer que tenía frente a sí y sintió cierto remordimiento por haber usado aquella corbata. Observó con detenimiento algunas arrugas en el rostro de Luisa desconocidas para él: eran la prueba ineludible del tiempo que ya había pasado desde su separación, y que hacían de aquel rostro el de una mujer diferente a aquélla con la que había compartido su vida por diez años. También se detuvo, con toda la discreción que pudo, en algunas curvas sumamente familiares que, a pesar del tiempo, todavía podía delinear con los ojos cerrados.  
Varias veces sus miradas se cruzaron, sorprendiéndose el uno al otro en el mutuo escrutinio. La espera continuaba y los nervios aumentaban, finalmente Luisa se levantó a coger alguna revista con la que perder el tiempo y distraer sus pensamientos. Sebastián hizo lo propio con un periódico del día anterior.
—¿Recuerdas cuando nos conocimos?
La pregunta salió de improviso y sin querer de la boca de Sebastián, sorprendiendo tanto a Luisa como a él mismo.
—Claro, Sebastián —respondió Luisa con nostalgia—. Fue en aquel coctel que organizó Joaquín. ¡Nunca olvidaré los deliciosos canapés que sirvieron! —exclamó con los ojos iluminados.
—Es cierto —respondió Sebastián–, recuerdo unos calamares al ajillo…
—Umm –interrumpió Luisa–, ¿y los montaditos de queso de cabrales y carne deshebrada? ¡Qué delicia! Me está dando hambre sólo de pensarlo –comentó.
Ambos rieron con la boca hecha agua y, tras derribar alguna misteriosa e invisible barrera, se enfrascaron en una entretenida conversación gastronómica.
—¿Te acuerdas del viaje a Rumanía? —preguntó Sebastián.
—¡Cómo olvidarlo! Fue cuando me equivoqué de maleta en el aeropuerto –respondió Luisa algo sonrojada.  
—Sí, y no nos dimos cuenta hasta que llegamos al hotel.
—No sabía qué hacer sin mi ropa, ni mis cremas… ¡ni mi perfume! –Luisa se rió–, aunque no puedo negar que el puesto de salchichas que encontramos en el parque Herastrau alivió por completo mi angustia.
—Oh, sí, recuerdo esas salchichas: a las brasas, con el pan muy cliente, un poco tostado, y acompañadas de miles de aderezos.
Fueron a Rumanía casi por casualidad poco antes de casarse. Luisa cometió un error al comprar unos billetes de avión que, en principio, tenían otro destino, pero nunca se arrepintieron de aquella equivocación. Durante ese viaje reorganizaron su boda: lo que en un principio iba a ser una ostentosa fiesta, pasó a ser un impulsivo deseo por casarse solos y en secreto; finalmente quedó en una sencilla celebración familiar. Sencilla pero suculenta.  
—¿Y te acuerdas del restaurante de Marco? –inquirió Luisa entusiasmada.
—¡Qué buenas comidas degustamos en ese lugar!
—¿Cuántas? Desde que Marco te dio a probar su cordero estofado, no volviste a probar ningún otro plato.
Marco era un amigo común y el responsable de haberlos presentado, años atrás, en un coctel organizado por su hermano Joaquín. Cuando abrió su propio restaurante, Luisa y Sebastián fueron sus primeros comensales, y ahora extrañaba no tenerlos cada domingo entre las mesas para intentar sorprenderlos con nuevos platillos.
—Es que ese cordero estaba delicioso, Luisa. Nada podía superarlo –afirmó Sebastián con rotundidad.
—Sólo la cena de nuestro quinto aniversario —respondió Luisa con cierta nostalgia.
—¿La que organicé en la terraza de Silvia? ¿Fue para el quinto? Lo recuerdo como si hubiera sido más reciente.
Cuando cumplieron cincos años de casados, los primeros cinco de lo que ellos  vaticinaban una larga y feliz vida juntos, Sebastián decidió sorprender a su mujer con una íntima y deliciosa cena, preparada en una pequeña pero encantadora terraza que le prestó para la ocasión una amiga.
Dedicados a actividades muy diferentes, pues Luisa era decoradora de interiores y Sebastián químico, ambos pasaban mucho tiempo en sus respectivos trabajos. Afortunadamente, en su tiempo libre compartían su interés y gusto por la gastronomía. Juntos habían probado cientos de nuevos platillos, y el buen ánimo de su relación se renovaba con las agradables conversaciones que compartían entre bocado y bocado. Si durante días habían tenido que separarse por algún viaje de trabajo o dedicar más tiempo del que les gustaría a algún proyecto, antes o después llegaba esa comida sin límite de tiempo, sin prisas ni compromisos, durante la que ponerse de nuevo al día, conversar de lo que estuviera pendiente y olvidar por un momento el trabajo para concentrarse sólo en ellos dos.
Sin lugar a dudas la velada de su quinto aniversario era uno de los mejores recuerdos que ambos guardaban de ese tiempo que pasaron juntos. Cuando estar juntos todavía eran buenos tiempos, claro.
—Sebastián… —la voz de Luisa sonaba nostálgica y dubitativa–, la verdad es que éramos felices y lo pasábamos muy bien –suspiró–, ¿cuándo dejó de funcionar?
Sebastián la miró con ternura y le sonrió como respuesta.
—Cuando decidiste ponerte a dieta, querida —dijo finalmente para sí.