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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
3 8 2015
El pobre millonario por Rubén López Rodrigué

En el atrio de la iglesia, el viejo Asepio se lamentaba por su sombrero casi vacío, mientras adentro brillaba el oro de los altares y el platillo del acólito se llenaba de dinero. No se resignaba a tener que darle la mitad de las limosnas al cura a cambio de permitirle que se situara en ese lugar tan "sagrado".
La imponente edificación le hacía recordar un suceso de la infancia. Cuando su madre lo llevaba los domingos a misa de doce, él le pedía una monedita para dar la limosna, pero en el instante en que el acólito arrimaba la pequeña ponchera de aluminio hasta las narices de los fieles, se la guardaba en el bolsillo, aunque tuviera que soportar un pellizco de su madre y perderse la invitación a café con leche, empanada y buñuelo en El Emporio, enseguida de la iglesia.
El viejo Asepio se santiguó cinco veces con un billete de mil que le había dado un devoto. Pedía con expresión de súplica, con la figura andrajosa, con su larga y raquítica mano que no vacilaba en levantar, con voz trémula y apagada, con insultos a quienes no le daban Una limosnita por el amor de Dios. A los más ingenuos les exigía cada vez más, incluso una colaboración de hasta cinco mil pesos para un pollo asado con qué alimentar a su familia de lagartijas.
El reloj de la iglesia marcó las seis de la tarde. El viejo Asepio se encaminó hacia su rancho en la Calle del Níspero, andando lento, a pata sucia, sombrero de paja y las canas al aire, escrutando alrededor con la desconfianza de un ave de cetrería. Uno de sus nietos le abrió la puerta. No lo saludó y malencaró, previendo que le pediría plata. Se dirigió al comedor y empezó a bostezar. Hambre no es porque hace quince días me comí una mora, murmuró con una pizca de humor. En la tiznada cocina, con trapos goteando salmuera, su desflecada mujer le sirvió una fría sopa sin carne. El viejo Asepio comenzó a sorber el caldo con lástima y parsimonia, hundiendo la desdentada boca mientras el plato le devolvía su cara de avaro.
Al llegar la noche, les ordenó a los hijos y nietos acostarse para economizar luz. Se dirigió a la pieza de rebujo, abrió el candado oxidado de la puerta, entró y le pasó el pestillo, la cerradura y la aldaba. Unas dos horas después, su mujer le tocó a la puerta para anunciarle que una nueva vecina había venido a saludarlos y a ofrecerse en lo que pudiera servirles. Pero por nada del mundo Asepio se apartaría de su secreta actividad. Al mucho rato, salió del cuarto y le preguntó a su mujer: ¿Y cómo se llama la señora que vino? Doña Aleida de Sanz, respondió con acento disgustado. ¿Y prestará platica? La anciana no contestó.
El viejo Asepio entró de nuevo al cuarto de rebujo. A medianoche salió como un ladrón clandestino luego de concluir que la noche ya no era suficiente para su labor. Estaría dispuesto a dormir bajo las estrellas para no tener que pagar arriendo y evitar mantener a su familia de lagartijas. Hacía siete meses no pagaba, pero tampoco desocupaba la casa.
Treinta años antes, siendo albañil, sin proponérselo había descubierto un entierro. La pala de uno de sus ayudantes tropezó con un cofre de metal. Asepio le hizo desviar la excavación, señalándole un lugar alejado. En el instante en que vio la oportunidad de no ser visto, cavó con un azadón y medio inspeccionó el cofre. Ya pueden irse a almorzar, les ordenó. Los tres albañiles salieron con el asombro reflejado en los ojos, pues eran las once y veinte de la mañana y estaban habituados a almorzar a la una de la tarde. Cada día Asepio les robaba tiempo y, en cambio, se enfurecía si llegaban un minuto tarde respecto a su reloj de cuerda que él mismo adelantaba. Otras veces no les permitía salir a almorzar con el argumento que había mucho trabajo por hacer y debían comer algo en una tenducha, eso sí: no más de un cuarto de hora. ¿Pero qué compramos con quinientos pesos?, le preguntaban desconcertados. ¡Mecato! ¡Mecato!, respondía fingiendo estar disgustado.
Estando a solas, Asepio se valió de un pico y una pala y desenterró el cofre. Al abrir la crujiente y oxidada tapa, sus ojos brillaron tanto como los diamantes, esmeraldas, morrocotas, collares, cadenas, medallones, aretes y pulseras de oro macizo que destellaban como el sol. Volvió a tapar el cofre y lo aseguró en un lugar donde no fuera visto. Y prometió no volver a trabajar nunca más, puesto que ninguna labor le gustaba y cuando la asumía no paraba de rebuznar.
En la tarde, el ayudante de albañilería que encontró la caja de metal al ver que su hallazgo ya no estaba, le hizo notar con discreción: Vea, patrón, usted debió haber encontrado algo grande. Téngame en cuenta, pues aunque no sé lo que había en el cofre, yo lo vi primero. No se preocupe, lo persuadió Asepio con voz susurrante. Y abriendo sus ojos de loco y con el índice en los labios agregó: Mantenga la boca cerrada y no se arrepentirá. Al día siguiente, Asepio puso en manos del albañil un crucifijo de oro, con el cual obtuvo su silencio cómplice. Los otros dos trabajadores siguieron con la construcción de la casa, sin la menor sospecha de que allí habían encontrado el más grande tesoro jamás descubierto en la historia de La Felicia.
 El enorme hallazgo despertó su codicia y Asepio se dedicó a pedir por el resto de la vida, cuidándose de no insistir en llamar a las puertas como cualquier limosnero y detestando a los pordioseros que vivían en los andenes. En su mirada brillaba la palabra pesos escrita en tinta de súplica. En las noches se encerraba en el cuarto de rebujo para contar su fortuna y en lugar de dar o prestar plata prefería que los billetes se pudrieran en costales y que las monedas se oxidaran en tarros de hojalata. En una vejez en que nada le complacía, salvo atesorar, y conduciéndose como un náufrago dueño de un tesoro en una isla desierta, le angustiaba la soledad que no le servía de refugio ni hogar, y ello se evidenciaba en su tono de solitario que no se creía escuchado. Ni siquiera su nieta Rosa la Gabarosa, que se preciaba de ser muy compasiva, atenderá a su demanda de acompañarlo en su última estancia en la casa de campo. Es tan pobre que no tiene sino plata, decía de su abuelo, que siempre se quedaba hablando solo.
Únicamente el mayordomo de la finca de Asepio lo había visto perderse por la ribera de la quebrada con un cofre en el hombro y el sigilo con que actuaba le hizo suponer que la caja de hierro encerraba un gran secreto.
Una mañana de mediados de octubre, el viejo Asepio se acostó a esperar la muerte. Cuando agonizaba con esa mueca de los muertos, su desflecada mujer entró a la habitación. De inmediato el viejo estiró su garra, apretó un billete de mil pesos que tenía sobre el nochero y pensó que, mientras le durase la agonía, el esqueleto de su mujer haría lo mismo de siempre cuando él dormía: esculcarle los raídos pantalones y si tenía suerte comprar algo de comer para la familia de lagartijas. ¿Pues no hacía él cocinar a diario el mismo hueso hasta sacarle toda la sustancia?, ¿acaso no mandaba a colgar de una viga un racimo de bananos verdes y cuando amarilleaban darles un rotundo "no" a los nietos que querían calmar el antojo?
Fue entonces cuando sacó fuerzas no se sabe de dónde y se incorporó, pateó el tarro de galletas, que usaba de bacinilla, se puso el mismo pantalón de siempre y la camisa, a la que le faltaba un botón, se aseguró de que en sus bolsillos no faltaran los billetes sucios y arrugados, y, sin importarle las protestas de su mujer, se largó para la finca donde no tendría un regazo para reclinar su cabeza calva al morir.
El mayordomo, que en ocasiones lo veía caminar con mucho misterio por la orilla de la quebrada, le dijo en su lecho de moribundo: Don Asepio, le están sacando el entierro. ¿¡Cuál!?, exclamó levantando la cabeza con ojos chispeantes y desencajados. ¿El del chocho o el del níspero? El que está por la quebrada, respondió con tono burlón el mayordomo. Y salió de la habitación sin decir más palabra.
El viejo Asepio se quedó postrado en la cama y en un esfuerzo de muerte empezó a maldecir: ¡Ladrones! ¡Bandidos!, ahora sí me enterraron del todo. ¡Buitres!, ¡chandas!, ¡infames!, ¿qué será de mí sin la plata y las joyas que me gané?, yo las necesitaba para llevármelas al cielo aunque no las compartiera con los ángeles. Nooo, sin mis tesoros es como irme a los infiernos. ¡Ahora sí me llevó el Patas! Pero no, esto no es un purgatorio, tampoco un infierno, noo; el infierno está aquí en la tierra y no en el más allá. ¡Criminales!, ¡infames!, ¡desagradecidos!...
Y cuando, esa misma noche, la muerte con su boca indolente se posó como chapola negra sobre el viejo Asepio, el mayordomo se fue con linterna en mano, bordeando la quebrada, y a pico y pala desenterró los dos tesoros: uno al pie del árbol del chocho, y el otro, más grande aún, junto al árbol de níspero.

(Del libro de cuentos La estola púrpura).

acerca del autor
Rubén

Rubén López Rodrigué es escritor y editor. Nació en Santa Rosa de Cabal (Colombia), pero es antioqueño por familia y formación. Fue fundador y editor de la revista Rampa. Hizo estudios inconclusos de antropología y sociología. Tuvo una columna sobre Medellín en El Muro, la guía cultural de Buenos Aires. Fue integrante del taller literario de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, dirigido por Manuel Mejía Vallejo. Hizo parte del staff de la revista literaria española Oxigen y de la revista internacional de arte y cultura Francachela. Ha sido colaborador en distintos medios escritos de Colombia y el exterior. Miembro del jurado del I Concurso de Cuento Resonancias, de Francia, en 2012. Es autor de los libros “Contra el viento del olvido” (Hombre Nuevo, 2001, en coautoría con William Ospina y John Saldarriaga), “La estola púrpura” (Los Octámbulos, 2009), “Las heridas narcisistas de la humanidad” (ITM, 2013), “El carnero azul” (Tiempo de Leer, 2013), “Flor de lis en el País de la Mantequilla” (Tiempo de Leer, 2014).