Jairo Martínez ha sido "desterrado" por su padre a un pueblo perdido en el mapa y en el tiempo a una provincia del Perú, donde no hay electricidad, ni teléfono, ni existe posibilidad seria para su regreso a Lima. "Abuelo esta tierra es para llorar" -exclamó a poco de bajar del bus que le trasladó a Saya al ver que las casas se alumbraban con velas, mecheros o lámparas Petromax a kerosene. "No, no mi-hijo, yo diría que aquí comienza todo" -le responderá aquella vez don Sebastián Martínez, tratando de explicarle su filosofía de la vida. En Saya, entre las seis y las siete de la tarde, una voz cavernosa e irreconocible grita: ¡Heerooííínaa! ...desde un viejo puente de hierro al que ya nadie acude. Cada vez la voz se esparce por las calles e ingresa a las casas, entra en el templo. Desde la iglesia con un megáfono a pilas, el padre Joaquín con un grupo de feligreses responde con varios golpes de campana más rezos en alto volumen y se distribuyen litros de agua bendita, cruces, estampitas. En tanto desde la misma plaza, los fieles amenazan con ritos, procesión, celebraciones de misas e instruyen a la población cómo protegerse de supuestos fantasmas. Mientras se prepara al mismo tiempo la fiesta de San Francisco de las Aguas, patrono de la localidad, intentando quizás así resguardarse de cualquier peligro.
Jairo no entiende qué pasa, se refugia en sus cavilaciones, va por la ribera del rio, se interna por la zona boscosa, vaga, divaga en solitario. Hasta que un día surgirá algo que lo desconcertará por completo; él cree haber encontrado a "Heroína". Y de repente ambos se atraen, se gustan, se exploran del modo más apasionado como salvaje, pero la muchacha a causa del súbito grito fantasmal  desaparecerá rauda del filo de sus manos; situación traumática para Jairo que le obsesionará en adelante.
Los pobladores creen que algo malo pasará, que pronto alguien morirá, al ver que cada vez llegan más vehículos, más forasteros, así como comerciantes dudosos. El prejuicio crece, y los lugareños se enclaustran esquivos entre los muros de sus casas, se vuelven menos hospitalarios con los extraños. El río ruge, acrecienta su cauce y Jairo, evoca, sufre, extraña a raudales su vida en Lima. "Abuelo ¿por qué aquí la gente es ingenua? Muchas veces la sabiduría se nutre de la ingenuidad" -la réplica del abuelo trataba de levantarle el ánimo pésimo.
No hay punto de retorno inmediato a Lima, los servicios de transporte que van a la capital lo hacen cada treinta y cinco días. Jairo resignado empieza por descubrir algunos personajes pintorescos, claves de la aldea, los rostros más inéditos del pueblo como La Calleja; mercadillo de baratijas que atraviesa de extremo a extremo Saya, la típica  pelea de gallos los últimos viernes de cada mes, donde trabará amistad con Raúl, Josefo y Mauro; también le impresionará el bar-hotel-restaurante-agencia regentado por doña Rufina, el taller multioficios de Luis el cerrajero y, la figura entrañable de Mashi, el niño que deambula por el pueblo al servicio de quienes lo necesitan.
Cada vez, Jairo piensa más, sufre menos e irremediablemente su concepción del mundo se transforma en un pensamiento penetrante en tanto comienza a integrarse a este destino "anodino" pero siguiendo las pulsiones naturales de su libertad. De repente, irá incorporando esta variedad humana, este paisaje territorial e insólito como parte de sí mismo. Lo asimilará con todas sus contradicciones que implica ese Perú invisible, desconocido y remoto. Entonces en su espíritu sensible nace una visión opuesta de las cosas ante el esquema convencional inculcado en su educación, mientras aprende y experimenta que el amor trasciende cualquier frontera cuando es genuino.