Jueves 28 | Marzo de 2024
Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
1 3 2016
Segunda Muerte por Julián Insúa

La historia es larga, si querés te la cuento. Pero no me preguntes porqué lloro.
Amalia se llamaba. Me enteré, o me acordé después, la conocí aquí mismo en la barra.
Ayer, entre la multitud que llenaba el bar, la ví. Me acuerdo que estaba allá lejos, la miraba a la distancia mientras tomaba mi whisky, una de las pocas cosas que disfrutaba, uno de esos hábitos que le daban sentido al final de un día de sufrimiento promedio.
Medio chicato como soy y sin los anteojos —para tener más chances de levante— la vi hermosa, mujer. Se sentaba en aquel taburete de la esquina. Saboreando el dejo de madera de mi whisky, me acerque a hacer mi intento de convencerla de alguna indiscreción. Tarde me di cuenta que lloraba encima de una botella. Iba a torcer el rumbo para disimular, cuando ella levantó la mirada y me apunto con dos piletas celestes que desbordaban agua. Era tarde para escapar, así que no atine a otra cosa que a preguntarle:
—¿Por qué estás llorando?
—Por tu culpa, ¡idiota! – me respondió, mientras se ahogaba en sus propios sollozos y disolvía una arcada en el murmullo ensordecedor del bar repleto.
Aislados dentro del tumulto de gente, le respondí como un acto reflejo:
—¿Culpa mía? Yo ni te conozco.
Y cuando estaba dispuesto a darme media vuelta y salir disparado, sentí sus dedos fríos que me apretaban la muñeca y su piel suave me comprimía la carne más de la cuenta. De un tirón, me acerco a ella… estaba helada, aún a pesar del calor humano que inundaba el bar.
–¡Si que me conociste mierda! alguna vez me conociste, y por eso lloro…— Me dijo en un grito ensordecedor aunque sin levantar el volumen de su voz. Y con los ojos anegados y llenos de un fuego azul de ira, me contagió el frío de su piel, de sus ojos y de su alma. El escalofrío hizo que me estremeciera, incluso en el sacudimiento que me produjo golpee a uno de los clientes que pasaba por al lado mío.
Mi cara debe haber reflejado mi miedo, porque como una loba solo se enfureció más.  Solo podía pensar en que los dedos de mi mano empezaban a entumecerse, sometidos a su violento agarre. Mientras ella masticaba insultos que se escondían en el murmullo del tumulto de gente, me arrastraba hacia la puerta, yo golpeaba contra uno y otro de los pobres infelices que, como usted, vienen a este bar a dar sentido a otro día en la máquina de picar carne que es esta ciudad.
Antes de que pudiera darme cuenta el tironeo de su garra me había sacado del bar y ya estábamos en el medio de la calle de un barrio oscuro que no conocía lo suficientemente bien como para poder escapar. Ella seguía empujándome y tirando de mí con violencia, y hasta que fui a dar contra un farol que alumbraba la esquina. Mi cabeza golpeó contra el metal áspero de fundición y antes de que me pudiera siquiera dar cuenta del golpe, su cara chocó contra la mía y me succiono la boca. Yo no entendía nada pero me tenía atrapado, yo le había hecho algo; algo que no recordaba, y eso lo hacía incluso peor. Mientras sus labios carnosos se fundían con fuerza contra los míos, la culpa me inundaba completa, paralizante y se confundía con el dolor de los maltratos que mi dominatriz me propinaba. Sin soltarme me arrastró por las calles desiertas encubriendo sus castigos con las sombras de la noche y los ruidos de la ciudad cómplice. Al final del recorrido aparecí en un sucucho oloroso detrás de un pasillo oscuro de ph.
Abrió la puerta húmeda y desvencijada sin soltarme. Únicamente una vez que entramos me soltó la muñeca para cerrar la puerta con llave. Me encaró como un animal furioso, y me arrojó violentamente al vacío arrebujado de sabanas sucias que componían la cama junto con un colchón tan sucio como las mismas sábanas. Completamente sometido miraba desde abajo sus ojos, que inyectados de ira y de maldad me consumían, me penetraban la carne quemando cada fibra de mi ser. No había escapatoria, estaba condenado a pagar con el sufrimiento de mi cuerpo esa deuda agravada por mi olvido. Ella… tenía razón.
Escapando al fuego acuoso de su mirada, mis ojos se cerraron. Y mi cuerpo aterrorizado colapso en una contracción fuertísima, cada músculo de mi cuerpo se contrajo en la posición en la que estaba, rígido, tieso. El sonido del el piso de madera estremeciéndose bajo sus pasos me hacía sentir un miedo infantil que consumía toda voluntad, solo quería escapar, pero mi cuerpo ya no era mío, no me respondía, era de ella.
Con su garras férreas tomo mi cinturón y aun a pesar de mi parálisis generalizada me arrancó el pantalón y la ropa interior. Le siguieron mi saco y mi camisa, que no tardaron en ir a acompañar a los anteriores en el suelo. Su tacto frío subió por mi rodilla, casi rasgando mis muslos tiesos. Rebuscando más entre mis muslos hasta llegar a mi entrepierna, pero ahí solo encontró la flacidez de mi espíritu hecha carne. Con violencia apretó con su zarpa, hasta el punto en que no pude contener un grito de dolor, que exhale casi pidiendo permiso.
No hizo más que gritar una vez más:
–¡Ves que sos una mierda! Impotente!
Se puso a rebuscar una de las mesas de noche hasta encontrar un blister de pastillas tomo dos y los hizo bajar con media botella de whisky que saco de la mesita del otro lado. Y con todo su desprecio me saco a patadas de la cama hasta que caí en un golpe seco contra el piso.
La luz de la luna en cuarto creciente se colaba por una claraboya rajada, depositándose sobre toda la escena. Yo temblaba en el piso, extremadamente dolorido mientras ella reposaba entre las sábanas enjambradas.
Me paré y fui a buscar mi ropa. Iba a vestir mi vergüenza cuando note la luz de la luna  que la acariciaba. El brillo níveo subía por sus piernas contorneadas, acariciando sus caderas anchas demarcando con una sombra sublime su monte de venus. La luz se deslizaba por su cintura jugando con cada curva hasta arremolinarse en su pecho. Sutil, turgente. El deleite luminoso culminaba con la línea de su cuello perdiéndose entre la sombra de su pelo ondulado. Y detrás de la sombra, sus ojos. Sus ojos verdaderos, mirándome entre las sombras juguetonas, posándose en mi con suavidad, como rogando, en silencio gritándome que la salve, que la saque de su sufrimiento. La escena encendió un fuego en mi, me inundo de la violencia y la pasión que antes la llenó a ella y antes su mirada suave la poseí en un acto sumo de pasión como nunca antes había experimentado.
Agitado y jadeando, me recosté a deleitarme en el placer de contemplarla con su belleza pálida como una perla reposando en el lecho fangoso de ese cuarto inmundo. Después de ese instante de violencia me acerque a abrazarla y en su consentimiento mudo, me perdí en el recuerdo de mi acto voraz de pasión egocéntrica. Ella no se mueve, no habla, es pura sumisión en el embrollo de las sabanas húmedas de sudor. Y aun gozando de mi prima de placer, esa dosis de placer que le revive a uno el alma aunque sea por un segundo, caí en la cuenta de lo anormal de esa quietud.
No se mueve… no respira. Su blanca palidez tan hermosa no es más que la lívida muerte que la decora. Su alma ya está con el barquero… tal vez sea por eso se hizo hermosa, su alma impura había abandonado su hermoso cuerpo. Pero, se da cuenta ahora… por eso lloro, por eso no encuentro consuelo ni en el alcohol ni en las drogas, no hay sustancia que me libere de mi deuda, porque jamás la podré pagar. La Situación detonó la memoria como una explosión. No solo no pude pagarle lo que le debía, sino que además las pastillas que se había tomado eran mis antidepresivos.
Recordé todo… pero todo todo. Las mil veces le dije que la amaba, mil veces le dije que la encontraría en el bar. Mil veces se lo dije de nuevo, pero ninguna de mis súplicas la hizo despertar. El mármol pulido que era su piel era el monumento a mi desgracia, la conmemoración de mi olvido muerto por otra muerte.
Y así, muerto aquel que era, ese que había olvidado, me dirigí a este tugurio que simboliza el inicio y el fin de mi perdición, buscando mi segunda muerte, algo que mate esta carne fétida que ya murió. Pero haga lo que haga mi aliento persiste y ya no recuerdo el tiempo que hace que mezclo, buscando acabar con este sufrimiento. Pero dios, si es que hay un dios, es vengativo. Si es que existe algo así como la venganza.
Tal vez solo sea la simetría o vil crueldad. No lo se. Solo se que nunca alcanzaré el olvido, ese mismo olvido que le di a ella. Tal vez esta vida muerta sea mi segunda muerte.

acerca del autor
Julian

Julián Insúa es un joven escritor argentino. Desde hace varios años recorre el camino de la iniciación proponiendo que es hora de empezar a vivir realmente y no suponer que ya estamos viviendo. Investigador y lector apasionado, narra su recorrido en sus primeras cuentos.