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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Literatura
1 3 2016
Memorias de un desaparecido (antología) de Juan Cristóbal por James Quiroz

Cloacas ratas mendigos
Recordad soy inocente

Juan Cristóbal

Con la gentileza que lo caracteriza, Juan Cristóbal me había invitado a participar en la presentación de su más reciente antología personal de poesía, “Memorias de un desaparecido”, y por esa motivación había leído su libro con sumo interés y placer. Desafortunadamente para mí, los malos vientos y las jornadas laborales en la serranía cajamarquina han impedido que pueda estar presente en esta fiesta de la poesía que es la presentación de un libro de esa naturaleza, un poemario que reúne su historiá poética;  a pesar de ello, y a fin de compensar mi ausencia esta noche, le extiendo estas líneas a él y a todos sus amigos, como merecido homenaje a su trayectoria y a su amistad.
Juan Cristóbal tiene la voz de un gorrión dulce y amable. Su apariencia es la de un sobreviviente, un guerrero que ha dejado las armas hace mucho tiempo. A pesar de su mirada dura e inexpresiva que acompaña la solapa de sus viejos poemarios, su expresión es sencilla y sin inflexiones, sus manos suaves parecen a punto de deshacerse. El poeta que ahora nos hace creer que mira el presente desde una aparente serenidad, ha visto caer a sus muertos y son esos muertos los que lo asaltan de nuevo. ¿Qué muertos doblegan al poeta Juan Cristóbal? ¿Qué batallas ha perdido en otra vida? ¿Cuál es el verdadero rostro de Juan Cristóbal?
Dicen que los poetas fingen que es dolor el dolor que realmente sienten. Cuál es tu dolor, Juan? ¿El retorno al mar? ¿La soledad? ¿El voluntario aislamiento? ¿La desaparición? Injusto sería decir que en tu poesía se puede hallar las claves de esas respuestas. La poesía no es la radiografía de los procesos psíquicos de su autor. La poesía no da visos de esas patrañas. La poesía habla por sí sola. No hay que preguntarle al poeta por sus poemas. Es más, el poeta Juan Cristóbal no existe, nunca existió, fue una máscara más de un tal José Pardo del Arco, a quien, por cierto, no conozco. ¿Por qué entonces ese propósito de desaparecer, de despersonalizarte? ¿De pasar desapercibido y escribir tus memorias, Juan? ¿Sientes el canto de la muerte, la has visto pasar de cerca y se te hace familiar?

“Miro el tiempo La casa está oscura
Me detengo No resuelvo nada
Busco el cielo La soledad del universo
El despeñadero del cansancio invade mis asombros…

Lo que he escrito Sospecho
A pesar de haber vivido al filo del peligro
En los umbrales denigrantes del absurdo
Será quemado y destrozado
Por seres hostiles Y sin rostro…”

Solo la gente que es consciente de la vida, puede ser consciente de lo que puede ser la muerte. Y revelarlo en palabras puede ser una experiencia brutal, sobrecogedora. Los poetas que han errado por las aguas de la muerte han naufragado o han enloquecido. Algo queda claro: Tuviste que escribir para salvarte, para justificarte. No tuviste las agallas para largarte a la revolución, hubieras preferido morir como ese muchachito callado y rosado que cayó en Madre de Dios, porque un soldado debe morir con dignidad, es decir, peleando y no condecorado o celebrado en odiosas y aburridas presentaciones de antologías. Pero la vida es una celebración, Juan. Y los muchachos necesitan celebrar ciertas cosas, necesitan homenajear a sus héroes, a sus desaparecidos.
Releo tus versos, los comparo en el tiempo, repaso tus “Memorias” y escucho tu misma voz, la misma música que acompaña a esas melodías. Y es que es la misma melodía la que nos acompaña. No pudiste seguir simulando y arrojaste el disfraz de moda: la melodiosa lírica de los sesentas, la canción optimista y los aires de la guerra, y encontraste tu lenguaje. Esa cadencia que es tu marca personal:

“Cuando bebíamos las cervezas eran azules
Con tus ojos de fresa desnuda inventabas el mar y su cólera incierta
En tus largos cabellos de otoño crecían palomas adorando el rocío
La soledad es más cierta que el tiempo decías
Y la claridad de los caracoles alzaba sus sortijas de fuego…”

El simbolismo que ha quedado sellado en tus primeras entregas demuestran a un poeta que insinúa imágenes delicadas, agradables al oído y a la lectura. La capacidad de sugerencia y el buen manejo combinatorio de las palabras para lograr esa música dentro del poema, evitando las cacofonías. Armonía que se sostiene con gran categoría en largos pasajes de “El osario de los inocentes”(1971) y “Desenterrando al amor”(1972), el placer de la imagen como artefacto estético, la sutileza lírica en la expresión:

Esa tarde ¿o noche? Tu rostro encendió mi alma. Fueron brevísimos instantes, segundos apenas en el viento, que tus ojos cayeron como pétalos en mi pecho. ¿Qué olas de fuego cubrieron los límites secretos y últimos de mis pasos? ¿Qué río de estrellas sumergidas emergió de la aurora y navegó en el aliento de mis manos?

La imagen y el ritmo ocupan en estos poemarios un papel estelar. La cadencia, su estructura interna fluida desatiende el contenido del poema, la destreza de Juan Cristóbal es lograr justamente que sus imágenes cobren el mayor rigor posible y el lector sucumba ante el oído atento del poeta.
Sin embargo, hasta aquí no hemos hablado del contenido. Y la imagen, si bien es importante, se agota rápido en un poema, pues se descubren los trucos y se adivinan las fórmulas cuando estas se repiten indiscriminadamente. Tal vez por eso, Juan Cristóbal empieza, con “Estación de los desamparados” (1978) su eterno camino hacia el desencanto. En Estación de los desamparados Juan Cristóbal se aleja de ese lenguaje lírico, afín a otros poetas de su generación y podemos observar los primeros indicios de sus claves poéticas: a) Uso de palabras antisolemnes (bichos, chivos, descachalandradas, alcahuetonas, chuchumeconas, ricotonas), b) Empleo de diminutivos despectivos (“una muñequita de aserrín en los burdeles”, “Una basurita sarnosa por los muelles”, “como alpaquitas tiernas en las cuevas”, “como llamitas clandestinas en las punas”, “Con las avispitas arrechas de sus valses”, “los trapitos de la abuela”, “El curita pendejo de los barrios”, “la musiquita cabrona de los cerros”, “contar maripositas a los nietos”) c) Visión amarga de la realidad a través de la ironía y el coloquialismo, d) Aplicación de fórmulas en la composición de los versos: “Rostro desfigurado de las ratas” “Anhelo inconcebible de los llantos” “Cardos atolondrados de las aguas” “Límites predilectos de la luna” “Ramas inocultables de la higuera” “Pasado vanidoso de los saurios” “El corazón desvanecido del espectro” “Crepúsculos imperdonables de los vientos” “Desconfianza ensangrentada de los llantos” “Las algas quemadas de los cerros” “El lenguaje aterciopelado de los ríos” “La odiosa mentira de los muros” “Suburbios inalcanzables de los muros”).
De esta manera, el poeta va armando su universo poético mediante esos elementos y nos va mostrando su ideología al vaivén de su cadencia personal. Un influjo que define su poética en los años ochenta, en poemarios como “Despedida del bribón” (1988). Influjo que adquiere su mejor expresión en los años noventa con la plaqueta “Un silencio de gritos” y los poemarios “Los rostros ebrios de la noche” y “Final de Vida” libros de gran factura lírica, pues llega a condensar con equilibrio los elementos mencionados en líneas anteriores: El poeta, consciente de sus recursos, los emplea con confianza y maestría para elaborar una poética insólita en la poesía peruana: El uso del coloquialismo lírico, una versión evolucionada de lo que propugnó “Hora Zero”, con los cuales solo comparte el espíritu del habla popular y el aspecto conversacional del poema, superándolos en el rigor formal de los textos, en la hondura y en la intensidad. En estos poemarios el lenguaje ya no es la estrella principal, sino que esta vez es el medio para expresar la ideología de sus poemas: El testimonio del paso de un hombre por el tiempo y su visión particular de la vida: Sus decepciones, sus amarguras, su rabia, el señalamiento de la decadencia de la sociedad, y la aceptación de la muerte. Estos temas trastocan al poeta, lo laceran y lo convierten en un yo narrador que expresa toda la desesperanza posible del cambio de ese estado de cosas, no es un pesimismo obcecado, pues el poeta ama la vida y él está muy atento al cambio, es solo una constatación de lo real, de lo contingente, una aceptación de dicho proceso histórico, como si ese lenguaje callejero fuera el único para hacer notar la podredumbre de cerca.
Lo que sigue en el proceso evolutivo de Juan Cristóbal es precisamente esa zaga del desencanto representada en conjuntos como “Hórridas mañanas”, “Kafka”, o “Cuaderno de las desilusiones” en donde el poeta ha ido al extremo con el empleo de sus recursos técnicos; los mundos poéticos, aunque similares en sus elementos esenciales, han ido volviéndose más transparentes: La denuncia política, la nostalgia por la infancia, la inquietud por la trascendencia. El tono es siempre irónico, atrevido y antipoético y cada vez más amargo y desesperado. Como una eterna despedida. Así, los últimos libros de Juan siempre suenan a despedida. Una despedida que parece haber llegado con el libro “Desde una aparente serenidad”, título apropiado para indicar que el poeta solo está latente y latiendo desde otra margen. Se ha hecho uno con el dolor. Si en “Gritos” el dolor es llaga, pus y está en carne viva, y se manifiesta mediante la prosa poética más delirante y angustiante, en “Desde una aparente serenidad” los tópicos aparecen calmados, reposados y, de la misma manera, la composición es taciturna, sombría. He allí el soberbio título del libro que se presenta esta noche: “Memorias de un desaparecido”, para cerrar el círculo inagotable, sus cuentas con la poesía; libro que adquiere un poderoso encantamiento desde sus primeras páginas, pues es un recorrido por los caminos poéticos que el poeta eligió para expresar su horror, su sentido de la vida, sus trampas, de la manera más auténtica, más genuina posible, desde el incendio mismo de la realidad, ejemplo que pocos han intentado con éxito. La palabra como herramienta poderosa de cambio social e histórico.
Siempre he creído que la Poesía, más allá del rigor oficioso con el que se trabaje el discurso poético, siempre debe revelar una voz impar, un “qué decir poético” que se separa del camino conocido y escarba en lo más profundo de la mente humana, sus horrendos abismos, lo que nadie quiere o puede definir (y exhibir) y sólo por ser así cala en lo profundo del lector. El lector es un zombie, un mudo pasajero, incapaz de poder gritar lo que su interior le reclama y por eso se conecta con aquel que sea su voz, su salvación. Es decir, tal vez a contracorriente de lo que expongan los críticos oficiantes de la unanimidad, el lenguaje no lo es todo en el poema, sino sólo el revestimiento de la poesía. El ropaje con que se viste la voz interior. Hay muy buenos escritores en el Perú – qué duda cabe- poseemos una rica y vasta tradición poética revisada hasta la saciedad por los grupos de poder que definen cada cierto tiempo el llamado canon, pero sería injusto decir que todos los que se atreven a escribir y a publicar son poetas. Para escribir poesía el primer presupuesto no es como siempre se ha creído el deslumbramiento inicial o ese llamado de las musas que dicta el primer verso, o esa capacidad de ciertos tipos para producir aceptablemente ciertas composiciones bellas, alejando el lenguaje vulgar del lenguaje literario en sus composiciones, sino la alucinación, el malditismo y el vértigo extrasensorial que persigue al poeta y lo predispone a escribir para salvarse. No hay que confundir genio con ingenio. Seamos sinceros y menos idealistas: Mi posición es que nadie en su sano juicio quiere escribir poesía, es terrible tentarlo y la necesidad simplemente no puede explicarse. No digo salvación en un sentido religioso o místico, o de trascendencia vital o humana, sino de tener algo que decir, que subleve hasta dejar de comer por ir en búsqueda de la nada. El camino en poesía siempre es la nada. Si se busca escribir un poema se debe partir de que nada ha sido creado, de que no existen referencias ni influencias, a pesar de que uno mismo las encontrará en el camino, en ese tránsito: Tendencias religiosas, filosóficas, vivencias, gustos musicales, cine, estilos de vida que se mezclarán y conformarán esa tradición propia que marcarán nuestra complexión literaria de manera inevitable. No hay que olvidar que todos estamos marcados por el estigma adorable de la muerte y ese hades es el que incita a cantar. Por ello, el tópico central de la poesía sólo puede ser uno: La muerte, la cual se da a través de la vida y entre ambas el eros como fuerza instintiva. Como estos tópicos no escapan a ningún mortal la poesía perseguirá al que cante por todos y será la voz de los mudos (los que no levantan la voz) e incapaces (los que nunca podrán levantar la voz porque no tienen una).
¿Qué hacer después? Olvidarse de los reflectores y buscar el fuego. Juan Cristóbal fue en busca del fuego y sus vivencias personales marcaron su estilo personal. Las calles, las noches, las prostitutas, las cervezas, los amigos sombríos, las madrugadas con maleantes, Cuba, el comunismo, el mundo literario corrupto y tendencioso, su imaginario singular que se exterioriza en ese lenguaje lleno de intensidad y vitalismo, Juan Cristóbal ha preferido la verdad antes que la impostura mediática, por eso ninguno de sus poemas suena a artefacto, a artificio, ni están afectados por las corrientes literarias del momento: Los lenguajes pseudovanguardistas. Su poesía no tiene tiempo. A estas alturas, en este contexto histórico, las vanguardias suenan afeminadas y absurdas sino se canta la verdad, la verdad de las mentiras predicadas en todos los predios del conocimiento. Alejado de los escenarios literarios, marginado por la prensa cultural oficial, su poesía trasciende su propia vida, y está condenada a vivir en las páginas de la historia de la poesía peruana. Su persistencia en el oficio (su tabla de salvación) lo hace un ser en extinción, a pesar del silenciamiento que él mismo suele imponerse ante las cámaras y los reflectores. He allí su trascendencia. Los chicos de ahora cantan a los sintetizadores, al whatsapp, a las páginas de internet, quieren componer el futuro sin conocer su tradición, se enamoran de otros chicos miopes. Quieren ser hombres sin haber gateado por las avenidas más siniestras de Lima. Juan Cristóbal no canta, grita la incertidumbre humana, lo absurdo de su condición. He allí la diferencia entre un imberbe y un puto bastardo como Juan. Su voz es universal. Su desgarro, conmovedor. Su sacrificio ha hermanado a todos los que admiramos su poesía.
Muchas gracias, Juan.   
Atentamente,

James Quiroz.
San Marcos, Cajamarca, 27 de enero de 2016.

 

acerca del autor
Juan

Juan Cristóbal nació en Lima en 1941. Hizo estudios secundarios en Chosica, ciudad cercana a la capital peruana y en la Universidad de San Marcos. Fue periodista en los suplementos culturales de los principales diarios peruanos. Actualmente es profesor de periodismo y de literatura en diversas universidades de Lima. Ganó el Premio Nacional de Poesía en 1971 y los Juegos Florales de San Marcos en 1973. Publicó varios poemarios, libros de cuento y prosa testimonial. Acaba de publicar un libro polémico “Uchuraccay o el rostro de la barbarie”, recopilación de artículos periodísticos sobre la matanza de ocho periodistas.