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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
1 10 2016
La ciudad sin niños por Karina Rodríguez

A María Cristina Heyazzi

Marina empezó a sentirse rara cuando llegó a la plaza. Un rato después se dio cuenta, le dolía la cabeza y le pesaban las piernas. Pero la tarde de sol justificaba cualquier dolor. No dijo nada.
Si abría la boca, la llevarían otra vez para casa. Mejor callarse y seguir, saltar a la soga un rato más. Eso sí, tenía que tratar de no equivocarse en los saltos, de no enredarse las piernas ni pisar la soga. El que lo hacía perdía, y tenía que salir a dar la cuerda mientras los otros saltaban.

Lo del dolor de cabeza lo decía después, cuando llegaran a casa, pero antes de bañarse. Si hacía eso, la mandarían a la cama con un té bien caliente, sin lavarse la cabeza y sin desenredarse el pelo.
La abuela decía que cuando uno está así, como afiebrado, era mejor no mojarse, meterse en la cama y tomar sopa bien caliente. Como la que preparaba el abuelo Antonio. Con suerte, mañana estaría igual y faltaría al colegio.

Todo por una tarde de sol.

Después se olvidó del dolor de cabeza, escuchó que los otros festejaban. Llegaba Vicente, con el carro de pochoclos. Apurada corrió al bebedero, tomó agua y se lavó las manos. Enseguida se puso a hacer fila al costado del carrito colorado.

Durante años, ese momento le quedó grabado en la memoria y así me lo contó.

Esa misma noche subió la fiebre y empezaron los dolores. Los abuelos llamaron al médico. Ella no lo conocía, la revisó y le diagnosticó una gripe. Nada de mucha importancia, dijo.
A todos los tranquilizó saber que no era la enfermedad de los chicos, esa nueva, de la que tanto se hablaba; porque el doctor dijo que no era para gente como ellos. Porque no eran pobres, ni inmigrantes, ni negros ni judíos. Porque se lavaban las manos y se bañaban todos los días con agua caliente, como la gente bien. Y porque no había casos en su grupo social.

Sin embargo, con el correr de las horas, el dolor de las piernas se volvió insoportable. A la mañana siguiente, Marina no pudo levantarse, tuvieron que cargarla hasta el auto, esta vez el doctor aconsejó internarla.
En el viaje se sentía mareada y confundida, le costaba respirar. Escuchó a su mamá decir que se estaba poniendo azul. Pensó en su imagen en el espejo del baño: una nena azul.

Después de aquella tarde a Vicente no se lo vio nunca más por la plaza. Algunos dicen que murió la misma semana que empezó la epidemia. Otros, que desapareció sin dejar huellas. Lo cierto es que por esos días los casos como Marina aparecieron uno tras otro.

Llegó el momento en que todos conocíamos a alguien que había muerto por la enfermedad y todos eran niños. Los más afortunados se llevaron a sus hijos fuera de la ciudad. Los que nos quedamos, nos ocultamos en nuestras casas tratando de cerrar a la vez el corazón y las ventanas.

Cuando se apagaron las risas se oxidaron las hamacas. La madera fue perdiendo la pintura, como piel muerta. Ahora, durante las noches de viento, un chillido de tornillos nos hace pensar que vuelven los niños. Que vienen a jugar a la plaza.

Algunos dicen que con viento favorable también se escucha a Vicente. Porque si vuelven los chicos él también volverá. Vendrá arrastrando su carro de pochoclos, mientras hace sonar la corneta para avisar que va llegando.
Quienes se obligan a creer se acercan todos los domingos a las tumbas. Es costumbre poner unas monedas para las golosinas. Los otros seguimos adelante con la nostalgia intacta. No podemos olvidar.
En aquel momento la ciudad se quedó inmóvil, entumecida y dura. Muerta, como las piernas de Marina. Una bruma espesa de confusión y dolor cubrió las calles.

Cualquier sugerencia oída se implementaba. Creímos poder prevenir el contagio. No alcanzaron las bolitas de alcanfor de las farmacias, ni la cal para pintar las paredes. No alcanzaron las tareas rotativas, la limpieza, la voluntad de los vecinos.

Cuando Marina se contagió tenía diez años cumplidos. Logró sobrevivir. Respiraba adentro de un pulmón artificial en el Hospital Gutiérrez, el año que el Doctor Salk distribuyó la vacuna. Fue gratis para todo el mundo.
En Argentina, la polio fue considerada la enfermedad de las clases altas, dejó tristezas imborrables. Y todavía hoy, el mundo espera el día que se produzca la ceremonia de ejecución final del virus.

acerca del autor
Karina

Karina Rodríguez (1973). Es poeta y cuentista, nacida en Valentín Alsina (Argentina). En 2014 publicó "Almas y Karmas" en una coedición México—Argentina. Participó en la 41° Feria Internacional del Libro. También publicó sus obras en varias antologías de poesía y cuento, entre ellas: Poiesis VII y VIII y la Antología del Bicentenario. Varios de sus textos han sido publicados en blogs y en revistas literarias nacionales e internacionales. Es integrante de la sociedad de escritores de Argentina, fundada por Leopoldo Lugones en el año 1928. Este relato pertenece al libro "Gente común" publicado este año por Editorial Peces de Ciudad. Es editora del blog Cuentos de la Rosa Negra (http://cuentosdelarosanegra.blogspot.com.ar/).