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Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
2 12 2016
Sin freno por la senda equivocada (fragmento) por Orlando Echeverri Benedetti

EL PRIMER ENCUENTRO CON CIRUJANO

Era todavía temprano cuando regresamos al edificio de la calle Forster. Elizabeth se despidió de mí. Volvió a citarme en la noche para que pudiera conocer a Cirujano. De camino a casa mantuve apretada en mi mano la pequeña y opaca bala que había encontrado. El invierno finalizaba, pero el sol se resistía a mostrarse por completo. A veces una nube gris abría un agujero por el que brotaban algunos rayos de luz. En aquella época no sabía si Harrisburg era una buena ciudad. No conocía más lugares. Suponía que el cielo tiznado y las calles lúgubres eran la única carta de presentación que tenía el mundo. A pesar de ello, esa tarde no me sentía nada mal. Llevaba en los labios, como una picada palpitante, un beso que me había dado Elizabeth; en la mano un fragmento de metal con el que se podía matar a un hombre.
Cuando llegué a casa mi madre aún no estaba. Me eché en un mueble. Contemplé la calle por la ventana. Cada vez que regresaba de caminar por la ciudad encontraba mi barrio espeluznante y triste. El barrio negro de Harrisburg era, en esa época, un caserío escalofriante por el que vagaban hombres taciturnos y cansados: un espectáculo desolador que me gustaba sufrir con la convicción de que me haría duro en el futuro.  
Mamá llegó a casa a la hora de costumbre y la acompañé a la cocina. Preparamos juntos la cena, que por lo regular se componía de huevos y leche, igual que el desayuno y, algunas veces, igual que el almuerzo. Salvo una partera que había vivido en la casa de al lado, mi madre no tenía amigas. Cuando la partera murió ya nunca más salió en las noches. Por eso su rutina era inquebrantable: en el día iba a la bodega de flores importadas donde trabajaba maniobrando un palé y en las noches llegaba a casa para hacer la cena. Luego se acostaba y volvía a despertarse en la mañana para seguir el mismo ritmo.
A medida que fui creciendo asimilé que mi madre y yo vivíamos en mundos distantes. Y sin embargo, a veces una mirada en la cena o una sonrisa en la mañana bastaban para que se fortaleciera nuestro vínculo. Esa noche no le mencioné nada acerca de la cita con Elizabeth para evitar que volviera a prohibirme salir. Desconocía si podría molestarle que anduviera con una chica latina, pero preferí no averiguarlo. En esa época los conflictos raciales en Harrisburg abundaban. Todos desconfiaban de los demás.
Un par de horas más tarde, tras comer y fingir dormir, salí a la sala de la casa y la encontré despejada. Entonces me puse un abrigo, metí la bala en el bolsillo de mi pantalón y atravesé el lodazal de mi barrio.
Apenas me había comenzado a acercar al edificio de la calle Forster cuando ya podía escuchar el brilloso aullido de una trompeta. Aquel instrumento imbuía las calles de elegancia y nostalgia. Elizabeth apareció al rato. Me saludó con efusividad y antes de que yo pudiera decir cualquier cosa echamos a correr calle abajo. Aunque la calle Forster estaba constituida por edificios de la clase media alta, el lugar al que llegamos poseía un dejo de mugre y clandestinidad. Subimos dos pisos por unas escaleras oscuras y luego, en el corredor, enfilamos hacia el apartamento 301. El sonido de la trompeta provenía de ese lugar y comencé a sentirme cada vez más nervioso. Tenía el corazón desbocado, la respiración cortada y Elizabeth debió de notarlo porque intentó tranquilizarme.
—¿Trajiste la bala?—dijo.
—Sí. ¿Tú trajiste las llaves?
—Las olvidé. Pero no importa. De todas formas tenemos lo tuyo.
Cuando golpeó la puerta con su manita trigueña la música cesó abruptamente y, al abrirse, apareció un hombre negro, en camisilla y con un sombrero parecido al que usaba Elizabeth.
—Vaya, vaya  —dijo el hombre y, dándose vuelta, gritó—: vino la chica de la basura.
—No soy la chica de la basura —dijo Elizabeth.
—¿Ah no?—dijo—, ¿en qué basurero encontraste al niño que traes contigo?
Elizabeth me tomó la mano con fuerza y empujó al hombre. Una vez adentro, atravesamos una sala obnubilada por humo de cigarrillo y encontramos a otra persona en un sofá. Era gordo, aún más negro que yo, y lucía como un vago: tenía los faldones de la camisa por fuera del pantalón, el pelo inflado y un cinturón alrededor del cuello como si estuviera a punto de darle una zurra a alguien. Junto a él, en una mesa, había varias botellas de cerveza, y debajo de la mesa una trompeta que refulgía como el oro.
—¿Por qué dejas que me trate así? —dijo Elizabeth—. Es un hijo de puta.
—¡Eh! ¡Qué palabra tan horrible! —dijo el hombre del sofá. El que nos había abierto la puerta soltó una risotada.
—Este es Leonard Gamiro —dijo Elizabeth.
—Garner —corregí.
—Bueno, Garner, es un placer conocerte. Me dicen Cirujano —dijo el hombre y me estrechó la mano.
—Lo sé. Elizabeth me habló de usted.
—¿Así que son amigos?
—Lo conocí ayer—se adelantó Elizabeth—. Encontré una foto y unas llaves que quería mostrarte, pero las olvidé.
—No importa, cariño, no importa.
—¡Pero te trajimos algo más! —dijo Elizabeth, y entonces me dio un codazo en las costillas. Tuve problemas para sacar la bala del bolsillo de mi ajustado pantalón. Al final se la entregué a Cirujano con la palma abierta.
—¿Una bala? —dijo descreído.
—¿A quién mató esa cosa? —dijo Elizabeth.
—A nadie. Está completa, o sea que no ha sido disparada.
—¿Y cuál es la historia? —dijo Elizabeth.
—Déjame ver… —dijo Cirujano apretando la bala y entornando los ojos, evidentemente jugando a adivinar—ya casi, estoy a punto de ver lo que hay detrás de este artefacto.
El otro hombre que estaba en el apartamento bufó y se perdió en una habitación. Cirujano abrió los ojos con fuerza y entonces dibujó un gesto de terror en el rostro. Su mirada estaba fija en el vacío como si viera una figura de ectoplasma.
—¿Y? —dijo Elizabeth excitada.
En el momento en que se disponía a hablar, alguien comenzó a golpear la puerta con violencia. El hombre que había ido a la habitación salió a la sala. Cuando abrió la puerta apareció un anciano blanco, que usaba pantuflas y una bufanda caqui. Se veía enfermo y enfadado. A decir verdad tenía el aspecto de esos hombres que siempre están enfermos y también enfadados.
—¿Qué quiere?  —dijo el amigo de Cirujano.
—¿Cómo que qué quiero?—increpó el anciano—. ¡Quiero que deje de tocar su música de negro!
—No estamos tocando nada, anciano. ¿Escucha algo?
—Yo tengo nombre, bruto, y le juro que si vuelvo a escuchar el ruido que hacen con esa trompeta voy a llamar a la policía.
—Está bien, pero compórtese —dijo el otro.
Cuando el anciano se dio vuelta, el amigo de Cirujano cerró la puerta con delicadeza. Se pasó las manos por la cabeza y desapareció en una habitación.
—Esta bala  —dijo Cirujano de repente y como pedagógicamente— es la música.

acerca del autor
Orlando

Orlando Echeverri Benedetti, escritor y periodista nacido en Cartagena de Indias (1980). Estudió Filosofía y fue redactor del diario El Universal. Ha colaborado con varios medios, entre los que se cuentan las revistas El Malpensante, Universo Centro y Los Noveles. En 2014 obtuvo el Premio Nacional de Novela del Instituto de las Artes de Bogotá con el libro “Sin freno por la senda equivocada”, publicado por El Peregrino Ediciones, reseñado por la revista Arcadia para su estreno en la Feria internacional del libro de Bogotá. Vivió durante un año y medio en Tailandia, donde trabajó como fotógrafo para una agencia privada. En la actualidad está radicado en Sevilla y prepara la publicación de su segunda novela.