Sábado 27 | April de 2024
Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
2 12 2016
Lo ominoso en la escritura de Andrés Fabián Valdés

Cada partícula que flota en el lugar está iluminada al punto de su extinción, sin embargo, las caras deformes de quienes me rodean, aparecen y se esfuman en una atmósfera difuminada por la intensa luz. Sólo alcanzo distinguir tres cosas: los rostros no tienen boca, tampoco nariz, y por último, los dedos de las manos que veo ejerciendo sobre mí, son delgados y de una íntegra lisura. Nada de esto está al alcance de mi entendimiento. Hay formas y manifestaciones fuera de lo normal, como si viviese una tragedia sobrenatural: la permanencia de un sonido ejecutado por un dispositivo electrónico y extraordinarios brillos que vagan en el espacio, hundiéndose luego en alguna parte insensible de mi cuerpo. Mi cuerpo, aletargado, no lo siento. No logro mover ninguna parte de mí; supongo que apenas los párpados y los ojos, aunque no percibo ninguna sensación de movimiento en ellos. Desconozco qué sucede conmigo; experimento una elevación como si me suspendiera en el aire. Pienso que puede ser un sueño, pero yo jamás en un sueño me he dado cuenta de que lo que estoy percibiendo son fantasías que se representan por mi dormir. Tal vez esta sea mi primera vez; no lo sé. Mi vaga razón viene y va sumergida en la espesura del sopor.
Me viene una imagen a la mente, un recuerdo con representaciones claras pero poco familiares: Conduzco un auto, ¿mío? Voy en una ruta oscura; en los alrededores sólo se aprecia la negrura de la noche. No sé dónde estoy. El auto avanza demasiado rápido como si yo estuviera escapando de algo. Presiento que estoy perdido. Ahora lo veo bien: pequeñas luces me siguen. De pronto escucho un sonido ensordecedor que parece provenir de motores potentes. Una luz me ciega. ¡Mis ojos queman! ¡Un rayo revienta sobre el auto! No recuerdo más nada, mi mente está abrumada por un fastidioso olvido.
Ya no puedo resistir, me vence el sueño, un sueño denso. Me dejo ir…Voces…
Escucho voces. Un fuerte dolor me tortura taladrando desde el interior de mi cabeza, mientras me sobrevienen unas intensas punzadas en el pecho y el estómago. Abro los ojos y veo a dos extraños recostados en camas separadas; están muy flacos y deteriorados; ninguno de ellos me observa. Son sus voces lo que oigo. Hablan sobre la visita de la policía y sobre una segunda intervención quirúrgica de alguien.
Vuelve el sueño, el denso sueño...
¡Despierto! Al mismo segundo entiendo todo y pregunto:
—¿En qué hospital estoy?
Las extrañas criaturas voltean.

 

Siniestro
La luz de la noche se cuela a través de la suciedad de las ventanas, flotando fuliginosa y lánguida en los corredores, mientras los pasos retumban débilmente, apagándose en los rincones vacíos y oscuros del edificio.
Al subir por la lobreguez de las escaleras, se acuerda del accidente de su difunta esposa. La imagina rodando escalera abajo, girando rápida y tortuosamente, sufriendo los golpes de la abrupta caída, durante el siniestro reventar de truenos y relámpagos en aquella noche en que la tormenta fue testigo y cómplice del crimen. Se detiene, decisivo, impenetrable, abismado en un sórdido recuerdo que cierra sus labios a un mundo de naturaleza ajena, mientras las arrugas de su rostro expresan la indiferencia más acérrima. Observa las sombras inmóviles y aciagas, y recuerda el llamado telefónico en el que le mencionaba a su mujer que no podría regresar del extranjero sino hasta transcurridas un par de semanas.
Escucha un ruido. Un crujir bronco y fugaz. Sin perder la astucia mira con desconfianza hacia su alrededor. Cauteloso de sus reflejos, avanza atento a sus propios movimientos. Saca una llave del bolsillo de su camisa y con cotidiana determinación la coloca en la cerradura de la puerta de una de las oficinas. Abre, pero no entra; apenas entorna la puerta. Se mantiene curioso, a la espera de un sonido inconveniente, de un movimiento delator. El súbito de un grueso crujir pega un latigazo en su estado de alerta. De pronto ve salir a un gato del depósito de la basura al final del corredor. El felino descubre la presencia impostora y huye receloso por el pasillo con una agilidad volátil. El hombre sonríe con austeridad, creyéndose a salvo de inoportunos noctámbulos. Con natural frialdad se pone tan serio como antes y prosigue subiendo por los escalones con pasos que acarician la superficie apenas silente. Llega al sexto piso donde escucha el ruido ahogado de un motor y el forzoso trabajo de unas poleas. Se para frente a la puerta de su departamento cuando le invade una ansiedad por repetir el estéril recorrido, sin embargo, saca las llaves del bolsillo al mismo instante en que es deslizada la puerta corrediza del ascensor.
—¿Estarás bien Silvi?
—Sí, no te preocupés, lo peor ya pasó hace meses —responde sacando las llaves de su cartera—. Hacer terapia me ayudó mucho.
Ambas mujeres pasan delante de la incorpórea presencia, abren la puerta del departamento y entran.
—Es que fue mucho Silvi: el sorpresivo y violento ataque de tu marido, la caída de ambos por las escaleras y finalmente su muerte —es lo último que se escucha antes de que cierren la puerta.