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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Literatura
2 12 2016
Fausto revisitado por Gustavo Bernstein

El texto en cuestión se titula Misa Satánica y consiste en una adaptación teatral del germanista Albrecht Schöne que incluye los citados fragmentos excluidos al capítulo “Noche de Walpurgis”, según la idea original del propio Goethe. Conclusión: la epifanía satánica primigenia se potencia hasta los límites del paroxismo, deviniendo una verdadera misa negra, obscena, blasfema, pletórica de lujuria, que pareciera operar como contrapeso ideal del “Prólogo en el Cielo” con el que comienza la obra. Entre otras variaciones, por ejemplo, se encuentra la cándida y piadosa Margarita, a quien Fausto sedujo, preñó y abandonó escenas antes, caracterizada como una bruja ávida de oro y de sexo que se revuelca en una orgía fastuosa, mientras en pleno aquelarre Satán explica a su séquito, desde su trono en la cumbre del Blocksberg –y con un discurso bastante afín a la que sustentó ese contemporáneo de Goethe que fue el Marqués de Sade–, como el afán de posesión y la sexualidad dominan el espíritu humano.
El Estudio preliminar, a cargo del Ulrich Merkel –ex director del Instituto Goethe de Buenos Aires–, resulta revelador en varios sentidos. En principio, sin desconocer las objeciones desde un punto de vista filológico, celebra el coraje de esta adaptación. Argumenta que, si bien fueron varias las generaciones de germanistas que dedicaron sus esfuerzos a la interpretación de Goethe, hasta ahora nadie se había animado a correr el riesgo de “manchar con tales obscenidades la imagen burguesa del poeta nacional”. Por el contrario, fue una tendencia habitual “dejar el condimento infernal de aquellos manuscritos ocultos tras el aparato de notas de unas pocas ediciones”. También aporta referencias valiosas, como la transcripción de las declaraciones que hacia 1808 le confiara un Goethe descreído al teólogo Johannes Falk, manifestando su anhelo de escribir una obra “para que los alemanes me maldigan absolutamente por unos cincuenta o cien años seguidos y donde quiera que vaya no hablen más que pestes de mí”. En ese mismo texto, alude a un “saco de Walpurgis” oculto que “se abriría después de mi muerte liberando a todos los demonios estigios que allí se encuentran, para torturar a otros como me torturaron a mí”. Y sobre ese “saco” afirma que se trata de “una especie de recipiente infernal, bolsa o como quieran denominarlo, destinado originalmente a guardar algunos poemas que tendrían una estrecha vinculación con las escenas de brujas de Fausto”.
Ahora bien, sopesar si Schöne ha vulnerado o no la voluntad póstuma de Goethe o medir el grado de fidelidad a un supuesto plan original supone una discusión bizantina de carácter menos literario que legalista. Por otra parte, toda obra –incluso una adaptación– es autónoma del argumento previo o posterior que pretende avalarla (o censurarla). Y en todo caso, de surgir algún debate, podría coincidirse con Merkel pero desde sus antípodas: avalar la obra menos por sus razones que por sus resultados, que son notables. No sólo por la dimensión fastuosa que cobra en la escena el pandemónium goethiano sino también por ese logrado tono paródico hacia los rituales satánicos de la literatura ocultista tan propio de la obra original (rescatado –dicho sea de paso– por la bellísima traducción de Ricardo Ibarlucía mediante el eficaz contrapunto entre la “lengua sublime” de Fausto y la “lengua abyecta” de Mefistófeles).
Atenta a las polémicas que el texto puede suscitar, la introducción de Merkel lo promueve además como una oportuna ocasión para incursionar en la relectura del clásico alemán e introduce, entre otras, dos líneas de reflexión muy atinadas. Una, acerca de la naturaleza de lo que se considera un “poeta nacional” y el riesgo de que su obra, lejos de seguir deparando interrogantes, acabe en un objeto inerte, venerado en un panteón de manuales o en una serie de automatismo retóricos funcionales a las efemérides. La otra propone revisar la dimensión del drama fáustico en el universo hispanoamericano, donde –a su parecer– ha sido poco y nada transitado o, con demasiada frecuencia, desvirtuado por una interpretación harto inficionada de catolicismo, que en su versión más pueril suele homologar la figura de Mefistófeles al diablo.
Pero al margen de polémicos recortes cartográficos, el binomio de Merkel alienta una formulación tácita donde, de manera simbiótica, convergen ambas premisas; esto es: interpelar la condición de una obra canónica en tanto herramienta capaz de atravesar aquellos dilemas de identidad latentes en la cultura de la cual se ha erigido en referente. A tal fin, considero oportuno un interregno inicial para reparar en tres datos biográficos del poeta alemán que parecieran ser las fuentes donde abrevó para dar forma a esas “herejías” soterrañas de su Fausto.
El primero data de 1768, cuando a raíz de un trastorno espasmódico por el cual vomitaba sangre, Goethe deja sus estudios de derecho en la Universidad de Leipzig para retornar a Frankfurt, su tierra natal. Quizás para conjurar los demonios de la convalecencia, comenzó ahí su marcada inclinación al misticismo y su voraz afición a las diversas disciplinas ocultistas que sobrevuelan todo el drama fáustico y que no eluden la astrología, la alquimia o la Kábala (vale recordar que Wagner, el ayudante de Fausto, trabaja en una misteriosa receta para crear un homúnculo, hombrecillo artificial de notorias similitudes con el Golem).
Otro dato significativo es su militancia posterior en el incipiente movimiento prerromántico Sturm und Drang, que surgiera como reacción contra el racionalismo de la Ilustración, promoviendo el escarceo con los mundos oníricos y la religiosidad mágica pagana de los antiguos germánicos. El propio Fausto –se sabe– parte de la reelaboración de un Volkbuch, una leyenda popular del medioevo acerca del erudito mago Johann Faust, quien canjeó su alma al diablo a cambio de la juventud y el gozo de los placeres terrenales. Sólo que Goethe saca la fábula del mero costumbrismo medieval y la admonición moral, para hacer de su personaje un ser atormentado en debate por su identidad, y plantear –he ahí una primer clave para la perennidad y actualidad de la obra– una mordaz alegoría sobre el espíritu del individualismo en el contexto de la incipiente Modernidad.
No es éste un dato menor si se repara en un tercer detalle: que la llave de su Fausto (trama que lo desvelaba desde hacía tiempo) la obtuvo Goethe en el reverso de sus devaneos esotéricos, cuando años más tarde se volcó a la investigación científica, incursionando en la biología, la paleontología y la óptica. De esta etapa son sus textos La metamorfosis de las plantas y Teoría de la estructura (basada en el descubrimiento del hueso maxilar, que según algunos estimuló la teoría darwiniana), y sus lucubraciones sobre los fenómenos de la percepción cromática apuntadas en Aportes a la óptica y Teoría de los colores. No parece desatinado, por ende, presumir que estas indagaciones fueran clave para que su Fausto revirtiera el orden de los factores y virara del mago mitológico al lúcido investigador que, hastiado de la ciencia, opta por buscar la verdad invocando a las fuerzas ultraterrenas.
No obstante, Goethe pliega la trama en un ingenioso rasgo de ambigüedad: porque esa figura espectral que emerge de las sombras, lejos de la supuesta irracionalidad de las fuerzas demoníacas invocadas, se presentifica como un desdoblamiento dotado de una razón radical carente de todo reparo moral. Ahí reside la ironía trágica de la obra: en ese protagonista que al abjurar del conocimiento científico para apelar a las fuerzas de la sinrazón, se topa, fatalmente, con un carteciano recalcitrante, con un fundamentalista del silogismo. Porque lo ominoso de Mefistófeles no radica en sus dones esotéricos ni en los rasgos de una epifanía satánica sino, por el contrario, en operar como un alter ego que se caracteriza por su formidable aptitud para los sofismas, por su capacidad para argumentar, de modo tan pulcro como inescrupuloso, la inefable consistencia de lo atroz.
Nótese aquí una curiosa similitud con los referentes literarios de otras dos culturas: la Divina Comedia y el Quijote. En sendas obras, el ladero del protagonista encarna los valores de la razón y funciona como guía durante el derrotero emprendido. No cambia que en un caso se trate de una razón egregia simbolizada en la intelectualidad de Virgilio, y en el otro, de la sensatez elemental de un baqueano corporizada en el entrañable Sancho; ambos, a su modo, detentan durante el periplo las cualidades de un cicerone sagaz para lidiar con el medio. Y Mefistófeles también. Salvo que si en las dos obras latinas se define una geografía –Infierno, Purgatorio y Paraíso en una y La Mancha en la otra–, en la germana, el viaje emprendido por el protagonista en busca de su identidad –que constituye el eje del drama fáustico– transcurre en un espacio metafórico, en una región de coordenadas menos físicas que ontológicas. Y con el agregado de que su dupla adiciona la complejidad de conformar una identidad escindida (son varios los guiños de los espejos o las escenas en que Mefistófeles asume las vestiduras de Fausto para confundir a un eventual interlocutor), prefigurando ya la idea del “doble” o del “otro” que marcaría a varios autores posteriores de Stevenson a Borges.
Vale apuntar al respecto, que Goethe no procura enfrentar a su par protagónico bajo la égida de un dualismo empirista sino que los concibe como el resultado de un monismo que aúna las potencias antagónicas del bien y el mal en un mismo ente. Fausto y Mefistófeles componen una unidad bicéfala: la propia señal del pacto los funde en un vínculo sanguíneo.
Del citado tríptico clásico surge también otra notoria coincidencia: la fémina real o ilusoria que con gracia lumínica despierta el ardor de los protagonistas. Porque si bien con matices dispares, tanto la Beatriz del Dante como la Dulcinea del Quijote o la Margarita de Fausto se instalan en el imaginario masculino como el sublime ideal de la belleza. Aunque Goethe vuelve a ser equívoco: así como en un momento su personaje representa la virtud, en otro, es castigada por su pecado. Se establece en ella la misma ambivalencia que en Mefistófeles. En este caso, entre el espíritu etéreo y la carnalidad, entre la doncella idílica y su capacidad de evocación erótica.
Sería ingenuo suponer que la estrategia narrativa de Goethe desconocía las cualidades inherentes a este tríptico. Más atinado es sospechar que, en tanto investigador óptico y teórico cromático, no ignoraba las potenciales propiedades lumínicas del esquema como factor gravitante para su despliegue dramático. De hecho, pueden pensarse las oscilaciones existenciales de Fausto insertas en un juego incesante entre la luz y la oscuridad, entre lo sublime y lo ominoso, entre la ascensión y la caída; un espectro donde la pura luz de Margarita y las oscuras fuerzas de Mefistófeles constituyen los extremos de tensión entre los que se debate su identidad. Goethe, romántico al fin, lejos de delinear contornos precisos, retrata una identidad cuyas hebras se disgregan entre los pliegues de un claroscuro. A la manera de una tela de Rembrandt, apela a una gradación de matices que aluden a las propias vacilaciones espirituales del protagonista.
La observación es tributaria del historiador cinematográfico Ricardo Parodi, quien en su texto Los Años Luz: la experiencia creadora del cine mudo alemán (1912-1933), aborda ese movimiento fundacional y fecundo surgido durante la República de Weimar que se dio en llamar “expresionismo” alemán. Allí, al margen de impugnar el apelativo por considerar que se trata de una experiencia estética heterogénea donde, de primar una tendencia, sería más afín al ideario romántico, Parodi centra el foco de su argumentación en homologar la experiencia de Weimar, en tanto intento de gestación de una nueva identidad alemana, a la germinación de su propia cinematografía, en tanto expresión de un nuevo fenómeno perceptual. Vale decir que la dimensión alcanzada por ese cine está indisolublemente ligada a los propios devaneos sociopolíticos de la época. Con la paradoja de que tal vigor creativo no reside en una fortaleza identitaria sino, por el contrario, en una fuerte crisis de identidad. Para Parodi, la fecundidad de Weimar –quizás la etapa más pródiga en vanguardias artísticas de toda la historia alemana– consiste en que se trata precisamente de una etapa donde el ideal de una identidad única es puesto en trance, es horadado por las tensiones que pugnan en su corpus social (desde los zarpazos del conservadurismo pro-monárquico y las apetencias pangermánicas del nacionalsocialismo a las componendas de la socialdemocracia burguesa y el avance de los movimientos revolucionarios afines a la gesta bolchevique). En ese marco heterogéneo de tensiones ideológicas que impide cristalizar un tópico germano puro e indiviso radica el germen de su fertilidad.
Invirtiendo los términos: si el “gran tema” de Alemania ha sido históricamente la búsqueda de la unidad o la continua obsesión por restituirse una identidad desmembrada –dilema que no ha cesado desde el Medioevo hasta la caída del Muro–, Weimar vino a colmar de angustia ese anhelo en tanto evidenció el abismo de la propia inorganicidad, en tanto reflejó la zozobra ante una identidad irreductible. O en este caso, valga el trueque semántico, en tanto la proyectó. Porque he ahí el propósito de este rodeo: pensar a Weimar como una gran pantalla nacional donde se proyecta la dimensión del dilema germano. O lo que a esta altura es lo mismo, donde el pueblo alemán escenifica y protagoniza su obra canónica: el drama fáustico. Pensar Weimar, en definitiva, como la instauración de un gigante dispositivo cinematográfico destinado a desempolvar ese claroscuro expresionista que es la fatal alegoría de Goethe. Aquello que preanuncia su Fausto, aquello que carcome el imaginario colectivo de un pueblo, se manifiesta en el instante de un quiebre emotivo, de una disrupción clave en su proceso histórico. Y lo hace a partir de la consolidación de un medio expresivo germinal y del advenimiento de éste en una industria fundacional. Cual remedo de la más elemental conducta psíquica, el cine alemán alcanza su ápice de madurez expresiva para acometer la denuncia de su propia filiación.
Acaso a Goethe, estudioso de la luz y los efectos ópticos, no le hubiera desagradado el parangón entre su obra y el dispositivo fílmico. Acaso sí, ser víctima de un retruécano verbal caro al titular periodístico: “Funcionario de la corte de Weimar revisitado por República homónima”. En todo caso, alienta saber que si bien el poeta no se opuso a la guerra de liberación llevada a cabo por los estados germánicos contra Napoleón, permaneció alejado de los esfuerzos para unificarlos en una sola nación; abogó, en cambio, por la subsistencia de pequeños principados. Por lo que –sin ser un aval categórico– permite sospechar que no se hubiera sentido del todo incómodo como anfitrión de la disparidad weimariana. Y si se entiende que un libro adquiere el status de clásico porque en éste subyace, como un epítome, el dilema de una cultura, no suena tan absurdo que, ante tamaña instancia crítica, ésta tienda a replegarse en sus fuentes.
Las pistas son notorias y pueden rastrearse no sólo en variables conceptuales como el carácter inasible de la identidad o la continua alusión a la presencia de lo ominoso que late en toda la filmografía de Weimar, ni tan siquiera en las similitudes del citado factor lumínico y el tratamiento del claroscuro, sino en algo mucho más literal: el repertorio temático.
Descartando la obviedad del Fausto de Murnau –que además se basa tanto en Goethe como en Marlowe y en la leyenda original– la gran mayoría de los films no cesan de remitir a algún matiz de la obra en cuestión: la caída en el abismo, el desdoblamiento de la personalidad, la idea del otro como proyección del propio deseo, la presencia del autómata y sus variantes (zombi, robot o sonámbulo), la criatura creada por el hombre (homúnculo o golem), la concepción del amor que se redime en la muerte, la alegoría sobre la producción y el fetiche del dinero –que en Goethe adquiere ribetes faraónicos– o la parodia de las instituciones y los tópicos sociales. Asimismo, son frecuentes los espacios neogóticos tan propios del universo goethiano o la apelación a leyendas populares para indagar en el espíritu germano. Baste con un breve paneo por algunos títulos emblemáticos: El Gabinete del Dr. Caligari y Las Manos de Orlac de Robert Wiene; Nosferatu, El último hombre, El castillo de Vogeloed y Fantasmas de Murnau; Añicos de Lupu Pick; Desde el alba a la medianoche de Karl Martin; Misterios de un alma, Tres páginas de un diario y Lulú o la caja de pandora de Pabst, El Golem de Wegener; La venganza del homúnculo de Rippert; La muñeca y La princesa de las otras de Lubitsch; El gabinete de las figuras de cera de Paul Leni; El testamento del Dr. Mabuse, Metrópolis, Codicia, M, Las tres luces y El anillo de los nibelungos de Fritz Lang, entre tantos otros.
Se objetará que la temática latente en estas obras pertenece a la literatura toda, que no es un atributo exclusivo de Goethe; pero la literatura, por fortuna, es bastante más vasta que ese sucinto catálogo, y no deja de ser sugerente que confluya todo éste, al unísono, en el argumento fáustico. Por otra parte, a los fines ilustrativos, tampoco vendría mal un contraste con los films de la irrupción nacionalsocialista, desde las búsquedas estéticas de Leni Riefenstahl a los bucólicos heimatfilms goebbelianos. Ya el mero título El triunfo de la voluntad lo dice todo: individuos hechos de certezas rotundas, poseedores de un objetivo y una voluntad triunfante; nada de sujetos arrojados al devenir del mundo, nada de parábolas subversivas sobre el desamparo del ser. U Olimpya, ese canto al cuerpo apolíneo, carente de fisuras, erradicado de toda imperfección espuria. ¿Y qué son los heimatfilms (heimat: patria) sino la coagulación de una verdad cerrada y de un pueblo lineal y unívoco? Todo el cine nazi es un fastuoso réquiem para la ambigüedad weimariana, para aquellas intolerables vacilaciones que vino a sepultar. Y no sin secuelas: porque si aquel cine supuso una línea de fuga, un haz de luz que emergió de las sombras para proyectar y conjurar los fantasmas de un pueblo; con su obstrucción, la pesadilla halló su cauce en el horror de la realidad.
Entre el crepúsculo de Bismarck y el amanecer del Tercer Reich aconteció la noche weimariana; esa noche en que el palpitar de una luz sumió a un pueblo en sus más hondos devaneos. Weimar fue esa noche existencial, romántica en su mejor acepción, propicia al repliegue y las cavilaciones metafísicas. Fue esa noche que diluye los contornos, que vulnera la certidumbre física de los objetos y los colma con la materia del tiempo. La noche mítica en que una cultura emprendió –como Fausto– un viaje onírico hacia los abismos de su espíritu. Fue en ese estado de gracia cuando Alemania entabló un diálogo íntimo con su poeta nacional.

acerca del autor
Gustavo

Gustavo Bernstein nació en Buenos Aires en 1966. Graduado por la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires (UBA), ejerce la profesión de arquitecto paralelamente a la actividad literaria y cinematográfica. Ha incursionado en diversos géneros literarios: “Maradona, iconografía de la patria” (ensayo), “Diez relatos cinematográficos” (guiones) Sarrasani, entre la fábula y la epopeya (crónica), “La patria peregrina” (relatos de viaje), “Ejercicios de fe” (poemas) y “Mutatis Mutandis” (poemas). Asimismo ha compilado y prologado los Escritos Póstumos (vol. 1 y vol. 2) de Jorge Acha. Su ensayo El rostro de Cristo en el cine fue galardonado por el Fondo Nacional de las Artes en la disciplina Letras. En el ámbito de la filmografía se ha desempeñado como guionista y director en “Sudacas”. Como periodista, ha colaborado con los diarios La Nación, Página 12, Clarín, Ámbito Financiero y La Gaceta de Tucumán, la agencia de noticias Télam y las revistas Nueva y Letra Internacional. Actualmente se desempeña como docente de Literatura y Cine en el Centro Cultural Ricardo Rojas (UBA).