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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
2 2 2017
Hikikomori, el amor en los tiempos del Wifi (fragmento) de Iker Pedrosa Ucero

—Escritor, ¿eh?
—Sí.
—¿Está seguro?
—No, no lo estoy.
—¿Por qué quiere trabajar en una fábrica de encurtidos?
—Me recuerdan a mi abuela.
—¿Y eso?
—Siempre me daba pepinillos cuando iba a verla.
—¿Qué escribe?
—Sobre todo poesía, relatos cortos y… tengo una novela a medias.
—¿De qué trata?
—De todo.
—Trata, por ejemplo… ¿del cáncer?
—Sí.
—¿Y sobre mi esposa?
—También sale.
Factótum, película homónima basada en la novela de Charles Bukowski.

VIII. Resaca psicótica.

Cornelio, su legajo y sus gafas lograron reptar a casa ayer a eso de las cuatro de la noche sin mayores contratiempos. Se levanta con un fuerte pitido en la cabeza y una erección de caballo. Añora a las escasas ex. Se pone las gafas anti miopía, se pone por encima las de anti sol y, finalmente, las de anti gravedad. Para entonces ya es mediodía y algo en su cerebro reptiliano le insta a salir a la calle a buscar nutrientes, aire, espacio. Que la muerte súbita cerebral, por el asco y el miedo, le alcance donde pueda haber público que reconozca, en su estertor y gesto postreros, que ha sido medianamente humano. Tiene presente que lo último que puede recordar de la noche anterior, cuando se acostó, era él hablando con el Ángel Caído. Cornelio Redrum en Internet, Cornelio en la vida real, se acuerda de haber estado orinando a calzón tobillesco cuando el Ángel Caído emergió por entre las brumas del lago de El Retiro. Es decir, que estaba orinando en un árbol próximo al monumento y en un bamboleo de su cabeza alcanzó a ver al Ángel, que una vez fue el favorito de Dios cuyo Hijo quita el pecado del mundo o al menos lo intenta, y ahora es un Caído insigne, un Caído en el lodazal que acostumbra a llevar trajes a medida. Qué era antes de ser el favorito, cuando quizá fuese infinito e imposible, y qué sería después de ser el enemigo, Cornelio no lo sabía, y así se lo iba verbalizando todo al Ángel Caído, ayer, a la noche, o sea, hoy, borracho a un nivel cinturón negro Dan 6. Unos ojos rojos le observaban cerca, muy cerca, como a la espera, acongojados. El Ángel Caído siempre impone a todo lo que tenga los ojos rojos.
Resaca. El recordatorio maldito de que se está vivo y coleando, y de que hubo un tiempo mejor, mucho mejor, en el que se estuvo realmente vivo y coleando, coleando siempre y cuando hubiese habido suerte, ganas y ausencia de anfeta. Un bar, Cornelio necesita un bar. Los bares son cuevas. Es el único reducto donde los no consanguíneos se permiten el trogloditismo de ser ellos mismos y su mismidad en cohesión con los demás. Se bebe, masca, rasca, besa, toca, ríe, llora impúdicamente a escasos centímetros uno del otro, que hace lo propio, bajo techo, al calor. El pintor rupestre, Cornelio, pasa desapercibido pensando en escribir todo esto, quizá para tentar a la posteridad, dejar su impronta o relajar a sus deidades particulares, pero si no espabila se quedará sin chica, sin carne magra y alguien podría escupir en su cerveza.
Nunca hay un bar cerca cuando se necesita. Y tampoco quedan muchas cabinas de teléfonos. Cornelio finalmente encuentra uno que parece aceptable y entra a mimar su resaca, que ya necesita beber algo frío. Considera sorber, a ser posible ruidosamente, un Bloody Mary. Pero controlando. No quiere emular al increíble Hombre Sin Resaca. Qué habrá sido de él, se pregunta como acostumbra a hacerlo en tales trances. ¿Seguirá su inquietante figura deambulando por la Parte Vieja? El Hombre Sin Resaca. No porque no bebiese. Bebía. Mucho. Bebía tanto que nunca se daba tiempo a tener resaca.
—¿Qué desea?
—Un Bloody Mary. Mary menstruante.
—¿Qué?
—Un Bloody Mary.
Se sienta con las gafas puestas, dejando escapar un suspiro. Se daría asco a sí mismo si su yo del pasado le viese ahora, ese yo que nunca usó gafas de sol hasta los treinta y cinco años, hasta prácticamente ayer y con esos pelos, que le regalaron unas y ahora no se las quita, como si fuese una estrella del rock o un espía o un viejo verde–Hulk dentro de muchos años, Yoda ya mismo– disimulando desorbitados ojos camaleónicos a la búsqueda y captura de imágenes lúbricas que memorizar para posteriores y más que probables pajas. Se dispone a escribir. Siempre lleva consigo algo para escribir, una pequeña libreta o unas cuantas hojas deshechas y un bolígrafo lo suficientemente barato como para poder perderlo. Para compensar, rara vez porta el móvil: en su fuero interno, pero seguramente esto sólo lo opina él, gana muchos puntos con tal actitud. Se pone a escribir en la mesa al calor marciano del Bloody Mary. Escribe lo último que reflexionó, para que no se le olvide, escribe por el mero hecho de escribir, escribe para lo que sea, qué sé yo y cuál yo soy yo que, sea quien sea, soy el que soy. Cornelio se imagina, y así lo va escribiendo, que le llaman sus amigos para jugar al póker, a lo cual accede encantado pues ha estado escribiendo magia inmortal durante ocho horas – no lleva ni ocho minutos - y ya está fatigado y se merece el solaz de las cartas, de los amigos y de los tragos. Se dirige al tugurio donde están sus amigos. Pierde un par de manos, extrae un legajo de papeles, lo último que ha escrito, son papeles frescos, y los mira con arrobo, ¿Pero qué es eso, te has traído tus cuentos? Claro, claro que los he traído. Están recientes y no me voy a separar de ellos, pasarían frío, y yo también. No mirarías tú todo el rato a tu hijo recién nacido, a la chica que justo empieza a ser tu novia, a tu reloj nuevo, a tu iphone de los cojones. Pues eso hago yo. No guardarías en tu Tupper favorito, previa congelación criogénica, cualquier materia en la que caprichosamente una mano inmortal hubiere cincelado un objeto reconocible o una faz religiosa o una terrible simetría. Pues eso. Risas a esto último, aun improbables, que es dicho para quitar hierro. Siguen jugando. Sus amigos no conocen a William Blake, ni siquiera al interpretado por Johnny Depp. Y “hubiere cincelado” lo mismo estuviere mal conjugado.
Cornelio se levanta en la otra realidad ficticia que nos ocupa a por otro Bloody Mary, que no le gusta especialmente, que le irrita las tierras baldías por el tabasco, pero le tienen dicho que el Bloody es sustancia benigna para equilibrar los humores tras el exceso etílico. Su teléfono móvil permanece mudo. Considera que ya va siendo hora de cambiar de móvil. Lo cierto es que nunca tiene muy claro cada cuánto se cambia. Le gustaría poder escribir directamente en el móvil, para que no parezca que escribe, escribe algo, sino que teclea, teclea a alguien. Nada en el domingo, todo en la mente. ¡Oh, monismo exasperante!
La resaca se va atenuando, como un monstruo que se agita en la crisálida. Se dispone a imaginar que los sábados son los nuevos viernes. Cornelio termina el tercer Mary, guarda sus gafas, todas ellas, cuidadosamente y se encamina a la salida del bar ceniciento, sintiendo las miradas escasas que hacen bien en mirarle porque, más que caminar, con suma elegancia, parece que flota.

acerca del autor
Iker

Iker Pedrosa Ucero, reside en Donosti (España) donde nació hace 33 años. Creció en Miranda de Ebro. Es licenciado en Filosofía y en Psicología (sus dioptrías son paradójico testigo). Ha publicado en diferentes revistas de divulgación cultural y literaria, como en Pidgin, Soliloquio y Revolución Neolítica, etc. Ha sido seleccionado en diversas antologías de poesía y relato corto, y ha obtenido premios literarios. Escribe una columna de opinión en el periódico Vive Miranda. Ha publicado un libro de relatos “A un verso de Jim Morrison”, Editorial Alhulia, 2009, el poemario “Muerte del rey soldado de Rohan” (Premio del XXVII Certamen Poético Ángel Martínez Baigorri 2010), Editorial Fecit, 2012 y otro poemario, Sith Vicious, Editorial Libros del aire, 2014. Y acaba de publicar “Hikikomori (El amor en los tiempos del wifi)”, su cuarto libro en solitario y primera novela.