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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
2 2 2017
Casetes por Stefano Llinas

Un día llegó a la tienda, cargando sobre sí una chamarra de lana gruesa —a pesar de la temperatura—, un ciego de rostro corrugado y papada selvática, de aspavientos trémulos y un aire de saber más de lo que debía, y de ubicarse en los espacios como si le funcionaran los ojos. Era una tarde de agosto, faltaban unas horas para cerrar, y al haberse desenvuelto el día sin clientes (la gente rechaza el gasto en objetos estrafalarios; necesitan gratificación), recuerdo sentir bastante anhelo por saber qué negocios pretendía el personaje llevar a cabo conmigo. Pasó entre las armaduras y las escopetas con rapidez, y esquivó perfectamente el gran zoótropo que tanto alucina a los comensales (demuestra una eyaculación) sin temor alguno. Finalmente, posó una pequeña colección de casetes sobre el mostrador tal cual un repartidor de naipes agraviado por un recuerdo lúgubre.
Resultó un hombre muy amable, pero escaso en conversación: evitó regatear y tomó el dinero ofrecido, que no fue mucho. Insistió en que los casetes contenían algo especial —asegurando que no eran de música—, pero no pudo recordar el qué, puesto que hacía ya muchos años que no los escuchaba. Hasta se le había olvidado cómo los consiguió. Salió por la puerta, embadurnado en sudor, de nuevo sin percances; la cola de su espesa chamarra fue lo último que vi desaparecer.
Por suerte, en la tienda había un reproductor portable de casetes, de finales de los 80, en el cual, debidamente, escuché la totalidad de las grabaciones. Ahora, prefacio mi transcripción de los 10 monólogos con el desentendimiento total de su orígen, naturaleza e inclusive orden (algunas grabaciones las tuve que rebobinar, y los casetes no tenían escrito nada sobre sí; también, si parecen cortas las charlas no es culpa mía: luego de la última palabra enunciada sólo se escucha estática hasta que se acaba la cinta magnética). He decidido listarlos como están ya que parecen conformar una historia. Como último detalle de importancia menciono que la voz parlante me es extrañamente familiar; se podría hasta decir que es igual a la voz que imagino cuando leo, aunque un poco más consciente de su propia pomposidad:

I

«Puede que la tergiversación sea mi diario pasatiempo (cuando se existe inmóbil entre argamasa y desidia se pierde el interés por la suavidad de un almohadón o el chirrido de una bisagra) pero entre deleites el más vital para mí es la parsimoniosa manipulación. Décadas de por menores confluyendo hacia un solo destino; su diseminación mi gran habilidad. Y todo por no caer víctima del aburrimiento, truculento, empedernido aburrimiento, ese sentimiento que ha derretido a filósofos y ha pugnado con valor en esas mentes distraídas por los privilegios. La vanidad no es la única hija del ocio.»

II

«Converso con Apolonia, únicamente con ella; como añadido gusto me pienso titiritero. «¿Quién es?» fue su primera contestación a mis aireados suspiros, hace ya más de quince años. Una peculiar especie de anticlímax prematuro a nuestra simbiosis clandestina, pero el inevitable y necesario comienzo al proceso conocedor.
Mi espacio está más o menos a unos 37 centímetros bajo el techo abovedado de la habitación, y a unos 4 desde la capa exterior de papel pintado, dentro de la pared. El cálculo de espacios laterales aún se me escapa; sólo sé que estoy más cerca del tocador que de la puerta; si esto es una crítica a mi disposición, no fue confabulada por mi.»

III

«Durante su etapa incrédula, Apolonia investigó la esquizofrenia como una desenfrenada diletante de la hipocondría, temiéndole a la horrenda posibilidad de acabar mentalmente lisiada, y sin los sentidos despiertos para cuidar del otro engendro, su hermana. Pero al diluir su espectro social y sus anquilosados prospectos futuros, es imposible no declarar que una vida tan lastimosa merece algo más que un castigo. Con los años la quinta quedó devastada, ni siquiera el viento rozaba sus muros, las dos mujeres restantes de carne fantasmagórica: y yo aquí, sin poder imaginar un manjar mayor.»

IV

«Una tremenda tragedia, me vine a enterar después, inmobilizó a la muchacha de por vida. Quedó ocupando una silla de ruedas, la pequeña Hilda. Puedo sentenciar, entonces, que tenemos algo en común, aunque yo no me ahogo en pena o en la vergüenza de la dependencia, al nunca haber presenciando en mi abstracto cuerpo la libre mobilidad de un capricho. A esta segunda mujer, aún más perpetua ermitaña, le guardo una clase de lástima diferente, una que no me impide desearle destrucción.»

V

«Y luego está la estancia, mi cárcel paralela, el prismático abodo de leves grietas y baldosas cuadriculadas que funciona como el anfiteatro de mi opératico diálogo con Apolonia la indigna. Tristemente carezco de los sentidos necesarios para pintar una perfecta semejanza del cuarto (el proceso de mi cognición es uno que inclusive yo desconozco); quisiera saber que estoy rodeado de lujosas argenterías de fleur-de-lis bordeando los muros, y de exuberantes cortinas orladas, y de cajitas de polvo ornamentales frente un espejo ovalado, de edredones plumosos, de arrogancia y despilfarro, de la engreída decadencia del dinero. Sólo me hago ideas; el esplendor de la riqueza se ha desvanecido de esta casa, y aún así, el decorado nunca fue de buen gusto. Hoy en día, el calor atrapado pudre los muebles y el armazón de la cama es de cobre. Al igual que con mi ignorante sierva, lidiar con la decepción ha sido trabajo de la costumbre.»

VI

«He maquinado interminables introducciones sutiles al tema de la eutanasia; o más bien, he pensado en cómo acercar a mi muñeca a un enfrentamiento con las verdades que guarda en su pecho, las verdades que matan. No es algo extravagante, ni fuera de lo común en una situación como esta. La inútil de Hilda puede pestañear de milagro, no esperaría que su encargada mirara hacia el futuro con la alegría de saber que tendrá miles de pañales por cambiar, y uñas que cortar, y muslos que lavar. Hace poco le dije que la parapléjica no era la única enjaulada; se hizo la sorda.»

VII

«En varias ocasiones lloró Apolonia por la pérdida del amor romántico; siempre encontré la manera de ligar sus fracasos a la inmobilidad de su hermana. No fue muy difícil, sabiendo que todos los hombres son unos cobardes. También alimenté su lástima con sugerencias insidiosas, y a sus sueños los tinté con envidia. Pero lo que menos me interesa es recopilar la supuesta veracidad de mis comentarios. Con unos simples «libérala de su miseria», «irá a un lugar mejor» y «es por su propio bien» pude al menos pararme sólidamente sobre un argumento, y no quedar ante ella como un mórbido amoral. Creé un cíclo de repetición que no revelara mis intenciones por ser inexorable, pero que tampoco la dejara olvidar su ventana a la independencia. Un par de veces toqué el tema financiero, debilidad que admito a pesar de mis dones orales, cuando sentía la necesidad de contextualizar su sufrimiento.
Abatía los momentos felices, hasta los minúsculos, con cierta clase de negatividad arraigada en la injusta naturaleza de la vida. Pero no quiero revelar más; aún si pudiera, el proceso tardó muchos años en dar fruto, y la mayoría de las tácticas venideras se han drenado de mi recuerdo. El sudario estaba tejido; el arte, acabado.»

VIII

«Un jueves, luego de un desayuno tumultuoso, Apolonia regresó a la habitación con ínfulas de agrandar su destino: me comentó que pensaba buscar «una nueva vida». En el momento en que escuché esas palabras presentí el asesinato. Durante la tarde, creo a pocos minutos de dormirse el sol, depositó a Hilda frente a la cama, de espaldas a la única ventana, dándole una perfecta visión de mi pared. Un toque un poco cruel. Por lo menos conversó con ella, entre vacilaciones y prolongados respiros. Le dijo «lo siento» antes de envolver su cabeza entre su almohada y ahogarla con toda la reserva de pasión desenfrenada que no había podido palpar en la duración de toda su vida. El cuerpo de Hilda, hace ya mucho abatido de toda voluntad, la traicionó. Sus largas y encorvadas piernas, sus blandos y atrofiados brazos, sus vírgenes senos, todos testigos inservibles. Me pregunto qué le habrá pasado por la cabeza al sentir la asfixiante oscuridad acorralarla.»

IX

«Desde que he comenzado a existir, tiempo que olvido, no he saboreado un momento de la misma manera. Un trazo de bramante egocentrismo el lidiar en mis gustos, y en mis noches de gratificación, pero dado el tremendo esfuerzo que llevó a cabo el nacimiento de ese gran pecado, me siento titulado a bañarme en él. ¡Qué delicia, qué gusto! ¡Qué sensuales y puros fueron esos instantes! Mi obra maestra, el trabajo de mi voz incansable, mi constancia, malignidad, paciencia; todo culminó en esa almohada robándose el aliento de esa mujer. Mi muñeca cumplió su función, y de qué manera.»

X

«Su fin ha traído consecuencias. Apolonia desapareció después de llamar a los primeros auxilios, luego de aplanar el vacío del rostro que quedó impreso en la almohada. Se llevaron el cadaver no poco después, supongo que han debido atribuir la muerte a causas naturales, pero todo a partir de ese momento es pura especulación. He recaído en la soledad. Soy, otra vez, el olvidado ente que llama a esta sucia pared, en esta sucia habitación, su hogar. De mi antigua contertulia no he tenido noticias. Me pregunto si habrá dignado sus palabras con acciones. Si fuera ella, estaría hoy en algún arrondissement, escribiendo y cayendo en tentaciones, buscando el tiempo perdido. Conociéndola, no se irá tan lejos.»

Es imposible decir qué nivel de ironía yace entre los respiros, y la narrativa es una fantástica, para implicar a los eufemismos en su descripción. Hubo una época en que pensé que todo era una audición para una obra teatral, que cierto actor de predicado mendaz había hecho una demostración de su sádico ingenio, pero dudo que valga la pena tanto esfuerzo. Creo que me habría gustado un poco más si se hubiese revelado la fuente de la voz como un pequeño duende inmortal, que por alguna razón u otra quedó escondido en la pared (tal vez un lazo mágico lo unía irremediablemente a su víctima, o su pierna quedó anclada en un resquicio y no la podía sacar). Aunque, bueno, no soy el mejor intérprete de ese tipo de relatos. Aún me pregunto qué es Odradek.
Luego de un tiempo le cambié toda la cinta a los casetes (tiré las originales a la basura), y ahora los tengo alineados para venderlos. La historia grabada está perdida, exceptuando mis folios y este recuento que he formulado en una especie de diario. No logro olvidar ese suceso; a lo mejor es que no hay nada más ocurriendo en mi vida, a lo mejor es una corriente de otra realidad que se ha escurrido hasta aquí. También pienso que el ciego, además de ciego también era loco.

acerca del autor
Stefano

Stefano Llinas, nacido en Barranquilla (Colombia), 1992. Es graduado de Savannah College of Art and Design (SCAD), en Savannah, Georgia (EE.UU.), en 2014, y estudiante de Máster en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Barcelona (UB), España. Como escritor está abierto a las nuevas posibilidades. Lo pueden encontrar en Instagram como: bocadelcielo.