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Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
18 4 2017
El fin de algo por Juan Ignacio Sansinena

Estaba en la habitación de aquel hotel sentado a los pies de la cama, haciendo nada en realidad, cuando me di cuenta de que no quería estar ahí. Tos. Fastidio. Dolor de cabeza y de pecho. Algo me pasaba. Culpa. O remordimiento. Sentía que estaba al borde de algo, entonces me paré, me puse los pantalones, la remera y todo lo demás, y salí a caminar sin ninguna dirección en concreto. Ya era de madrugada. Ese momento donde todo está sereno y tranquilo, como quien aguarda la muerte en la sala de espera de un hospital. Malas noticias. Muy a lo lejos, a la distancia, se escuchaba un sinfín de autos pasar por la gran autopista de concreto. Conocía la ciudad desde hacía un tiempo y no me interesaba para nada interiorizarme en ella. Venía cada tanto y nunca me quedaba mucho. Era lo usual y para quejarse están los que no trabajan y mierda, yo sí que trabajaba. Había trabajado toda mi puta vida y ahora no tenía nada, sólo unos cuantos consejos profesionales, y un plazo. Quería atropellar al médico y a toda su hermosa familia. Habían sido horas miserables, días miserables, repetición tras repetición tras repetición. No podía estar mucho tiempo más encerrado en aquella habitación, me traía malos recuerdos. Todo a mi alrededor estaba desmoronándose. Salí del hotel y el viento de la calle me sentó bien. Comencé a respirar de manera más pausada. Cuando ya sabes que no hay vuelta atrás, la tristeza en realidad dura poco poco poco. Empecé a ponerme mejor. Prendí un cigarrillo y miré hacia arriba. Iba a ser un lindo día. No tenía nada para hacer, salvo esperar. Eché el humo y por primera vez me salió un circulito perfecto de humo de tabaco que se quedó unos instantes suspendido en el aire, después una brisa lo borró para siempre. “No me esperes”, pensaba mientras seguía mirando hacia arriba y fracasaba con otros circulitos, “no me esperes”.
Al rato de caminar me agité un poco y me senté en el cordón de la vereda. No había avanzado mucho. Me quedaba un solo cigarrillo en el paquete. El sol estaba por salir y el calor empezaba a mezclarse con el asfalto y la brea. Ni un alma, nadie en las calles. En la esquina de enfrente había un bar abierto, y como ya había desperdiciado una buena parte de mi vida en bares, entré. Tenía sed. Me senté en uno de los taburetes al costado de la barra y pedí una cerveza.
—En lo posible que esté fría —le dije al mozo, no recuerdo si de buena manera. El mozo me miró y se alejó, luego se acercó nuevamente.
—No te hagas el vivo acá, ¡eh!
Sin contar al mozo, había pocas personas en el bar, algunos medio dormidos y otros charlando de lo que fuera. Por cómo hablaban, parecían que eran clientes regulares del lugar, y daba la impresión de que algunos se conocían entre sí. Borrachos, desempleados, despechados, apostadores, mi clase de gente, y una prosti-señorita algo avejentada que deambulaba entre las mesas buscando no tener que volver sola a casa, porque casa realmente no existía y nunca había existido, sólo existía el bar para gente como nosotros en este mundo retorcido y loco, que te pisa y te aplasta y te domina y sólo te da alcohol para sobrevivir un rato más.
Llegó la cerveza, abrí la tapa con el encendedor y la empiné. La prosti-señorita se movía de un lado a otro. Jadeaba. Llegué al fondo de la botella rápido, le pedí al mozo una más y me puse el último cigarrillo que tenía entre los labios.
—Acá no se fuma.
Miré por encima de uno de mis hombros y noté que en la mayoría de las mesas había ceniceros repletos de colillas. Volví la mirada hacia el mozo.
—¿Me estás cargando?
—Ya te dije que no te hagas el vivo acá. Tomá tu cerveza.
Me achiqué en relación a mi tamaño natural y no me quedó otra que no prender el cigarrillo. El mozo tenía una actitud amenazante y se movía despacio pero con decisión detrás de la barra llena de botellas vacías. Cuando se alejaba de mí, posaba su vista en las mesas y por momentos la mirada se le perdía en algún detalle como quien rememora algo en su cabeza en formato de recuerdo, luego volvía en sí, se perfilaba, y esa tímida y asustadiza sonrisa le borraba del rostro. Entonces seguía limpiando los vasos sucios con su paño blanco, mirando hacia abajo, y esperando el próximo pedido. Era corpulento y tenía brazos gordos y manos grandes, como las de un metalúrgico o un camionero. Se notaba que le pesaba el cuerpo y los años de malas decisiones, parecía triste y enfurecido a la misma vez, y arrastraba mucho el culo cuando caminaba. Estaba seguro de que en una pelea, si nadie interfería a su favor, podía llegar a noquearlo en menos de lo que él pensaba, pero claro, para hacer eso, de seguro iba a recibir una paliza antes. No estaba para eso. A veces no sucede. Ya tenía muchas guerras perdidas en mi haber por no haber conseguido el golpe perfecto a tiempo.
Dejé de pensar en el mozo. Si no iba a tener la oportunidad de verlo desmayado en el piso, no valía la pena. La nueva botella transpiraba sensualmente. La abrí y la empiné, pero esta vez con más ahínco, con más necesidad, como si cada trago sanara una parte fundamental de mí que estaba rota. Al fin y al cabo, creo que es por eso que en ocasiones se vuelve tan difícil el desapego.
Me quedé sentado, saboreando mi cerveza en soledad. La cerveza estaba buena y por un rato largo seguí pidiendo ronda tras ronda. No podía verse el sol desde adentro del bar. No me importaba mucho. Pronto llegaría el ocaso para todos nosotros.
De repente, una voz fuerte y varonil pidió con un grito que alguien tuviera la delicadeza de pararse y prender el televisor, que el partido estaba por arrancar. A mí me importaba un corno si el partido estaba por arrancar. Jugaba Argentina contra otro país. Tenía cosas más importantes en las que ocuparme, y ver correr a veintidós boludos nunca había sido mi idea de pasar un buen rato. Por el parlante defectuoso del televisor, el comentarista en español pidió que nos parásemos, que pongamos la mano en el corazón, y entonemos CON ORGULLO las estrofas de nuestro himno nacional.
No me paré. Me sentía cómodo sentado. Algunos borrachos se pararon como pudieron y empezaron a cantar. Se oían como si alguien hubiera metido gatos moribundos en una bolsa, y esa bolsa fuera apaleada contra una cerca electrificada. Horroroso. El mozo también canturreaba.
—Euuu, vos.
—…
—Sí, vos, ¿por qué carajo no estás parado cantando? ¿Dónde está tu honor?
No contesté. Contestar siempre era sinónimo de provocar.
—¿Estás enfermo que no podés pararte? Contestáme, abuelito.
Sentí que alguien se paraba y se acercaba. Los ojos del mozo se movían hacia mí. Seguí callado. No estaba para eso. A veces no sucede. Se pierde la magia. Por alguna razón, volví a pensar en el médico.
—Si, a vos –me dijo el borracho y apoyó una mano sobre mi hombro, tratando de darme la vuelta—. A vos te estoy hablando, viejo de mierda.
Me di la vuelta y lo vi de reojo. Era notablemente más joven que yo, más fortachón y corpulento. Parecía una de esas personas que siempre necesita demostrar algo a viva voz, ya sea por ego o por miedo, independientemente de la crisis en la que se encuentre. Siempre odié a esa calaña en particular porque yo solía ser así, y nunca había cambiado enteramente de piel.
Seguí callado, tomando y esperando. Otra opción no tenía.
—¡Bueno, bueno! ¡Parece que tenemos a un viejo maricón en nuestro bar! ¿Lo sos? ¿Eh? ¿Lo sos? De seguro que te tocás mirando pornografía de chicos, enfermo.
Mientras seguía insultándome, apoyaba con su dedo en mi espalda. Era un poco molesto. El mozo nos miraba y limpiaba la barra en silencio.
—¿Es que no tenés respeto por tu bandera? ¿Y por tu patria? ¡El himno siempre se canta! ¡Yo no perdí una pierna en la guerra por personas como vos!
Por un rato siguió buscándome hasta que se cansó y volvió cojeando a sentarse al ritmo de la carne y la madera. Las demás personas del bar estaban de su lado. Luego se olvidaron del asunto.
Seguí con lo mío, con la cerveza y la autodestrucción.
—Vi lo que hiciste, sos muy hombre, ¿sabes?
—Gracias – dije mientras me daba vuelta y me encontraba de pronto teniendo una conversación con la prosti-señorita-. Nunca me gustó pelear porque sí.
—Pero te has peleado alguna que otra vez, ¿no? Se te nota en las marcas que tenés en la cara y en las manos.
—Es por mi trabajo.
—¡Mmmm! ¡Qué delicia! ¡Me encantan los hombres con cicatrices!
—Tengo algunas.
—A ver, a ver…—decía, tratando de levantarme la camisa.
—No me molestes.
—¡Qué mal humor tenés, tarado! ¡Ni que fueras hermoso!
—Lo sé.
—¡Apuesto a que sin camisa debes estar fofo y arrugado, y lleno de pus! ¡Sí! ¡Eso! ¡Sos un gordo viejo y feo y lleno de pus! Seguro tenés el nombre de tu ex mujer tatuado en el pecho, y ella te dejó, ¿no? Porque sos de esos, no tengo duda. Yo leo a gente, ¿sabes?, conozco mucho a la gente, interactúo con ellos todo el día, ¡y vos sos un viejo amargado sin razón! ¡Ni pija debés tener!
—Sos toda una vidente, en verdad. Ahora decime, ¿qué necesitás?
Hubo un momento de silencio.
—…
—Cincuenta pesos y te la chupo en el baño, doscientos pesos más el taxi de vuelta y me quedo con vos toda la noche.
—La noche es larga…
—Lo sé.
—No me interesa, gracias.
—Te haría pasar un buen rato.
—Eso es imposible.
—Dale, necesito la plata…
—Si necesitás plata, buscá trabajo.
—¡¿Y qué carajo te pensás que hago acá?! ¡Pelotudo! ¡Me dejo coger todas noches por mierdas podridas como vos para mantener a mi hija!
—Claro.
La prosti-señorita empezó a subirle el tono a la charla y de repente sus aullidos carnales eran tan fuertes que hacían temblar a sus pechos flácidos. Le faltaba un taco y tenía la nariz tan empolvada como las encías y el cerebro. Estaba semi-parada al lado mío, gritándome como si el sustento de su hija ficticia dependiera de ello.
—Está bien, está bien, no tengo una hija, eso lo inventé, detective. ¿Contento?
—No. No me importa demasiado.
—¿Y entonces?
—¿Entonces qué?
—¿Te la chupo o nos vamos?
—Perdonáme, no puedo hacerlo.
—¿Por qué?
—Porque no, basta.
—¿No te parezco linda?
—No, pero no es por eso que no puedo hacerlo.
—¡Entonces dame algún billete, no seas rata! Si no querés cogerme por lo menos dame una alegría.
—Tampoco puedo, no me queda mucha plata y quiero seguir tomando un rato más, tengo que hacer tiempo.
—¡Ah, bueno! ¡Sos un hijo de puta con todas las letras! ¡Hay que compartir con el prójimo!
—¿Con el qué?
—¡Con el prójimo! ¿Nunca leíste la Biblia?
—Sí. Es linda.
—¿Qué?
—Que es linda, divertida. Me la recomendó un médico.
—¡¿Qué?!
—Nada, nada. Mirá, acá tenés un billete de cinco pesos, ¿lo querés? Tomá. Listo. Ahora te pido por favor que me dejes tranquilo.
—¡Ah, bueno! —dijo la prosti-señorita—. ¡¡Ah, bueno!! ¡Este viejo rata no para de sorprenderme! ¡No cogés, ni cagás, ni cantás! ¡Andate a la mierda! —gritaba cada vez más fuerte mientras apoyaba con su dedo en mi pecho—. ¡Andate a la mierrrda!
El borracho que antes me había insultado y apoyado la espalda con el dedo se paró, eructó, vomitó un poco sobre la mesa y comenzó a acercarse hacia nosotros. La mesa goteaba de un lado. Nadie se mosqueó.
—¡¿Y ahora qué?!
—Este viejo… —dijo la prosti-señorita tratando de calmarse—. Este viejo… es un problema, te digo, es un problema. Yo leo a la gente, ¿sabes? Alguien una vez me dijo que yo era toda una vidente. Y te veo a vos…– miró al borracho de manera tierna y le tocó la mejilla-: …te veo a vos y noto que sufriste en tu vida, que no fue fácil con las oportunidades que tuviste. Pero este viejo rata lo tuvo todo y él decidió perderlo. ¿Te dije que su mujer lo dejó? ¡Es un cobarde!
El borracho hizo equilibrio con su pata artificial y se dejó caer en la banqueta, respirando pausada y profundamente. Por un instante sus emociones flaquearon y pude ver a su alma retorcerse en su propio pantano de mugre. Cuando el instante terminó, su mirada y su aliento a vómito se posaron sobre mí.
—No sos bienvenido en este bar, todos en esta ciudad sabemos lo que hiciste.
—¿Sabemos qué? ¡¿Sabemos qué?! —gritaba la prosti-señorita.
—Lo sabemos…—dijo el borracho de manera más tenebrosa.
—Te felicito —dije.
—…
—¿Qué? ¡Dale, no se queden callados! ¡¿Sabemos qué?!
—…
—Todavía no me dijiste por qué carajo no te paraste a cantar el himno, viejo rata…
Al momento tenía tres opciones, pero una de ellas era improbable. No digo que fuera imposible, pero era improbable. Y lo sabía. Opté por la nada misma.
Me disculpé por todo lo sucedido, puse unos billetes debajo de la botella y los señalé, me paré y me fui. Nunca más iba a volver. El tiempo se había agotado para mí. Caminé y caminé y caminé de regreso al hotel, entré a la habitación y me senté a los pies de la cama, encendí el cigarrillo que me quedaba, y tocándome el pecho tatuado seguí esperando a la muerte y a ese llamado que, claro, eran básicamente lo mismo. Por la radio se escuchaba la repetición de la pelea estelar.

acerca del autor
Juan Ignacio

Juan Ignacio Sansinena nació en Mar del Plata, Argentina, en 1986. Comenzó a escribir de la mano de la música en su adolescencia y actualmente su estilo refleja la influencia del lenguaje sonoro en sus historias. Ha colaborado con revistas y publicaciones en Argentina, Perú, México y España, y actualmente se encuentra escribiendo su segundo libro “Confesiones de un escritor de mierda”, de fuerte contenido realista y autobiográfico. Algunos de sus relatos pueden encontrarse en el blog “Memorias para el viento”.