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Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
2 8 2017
Clip Art por Stefano Llinas

What horrifies me most is the idea of being useless: well-educated, brilliantly promising, and fading out into an indifferent middle age.
Sylvia Plath

Sin motivo alguno aparte de la inmediatez de su purgación, deambulando entre la blancura sempiterna de la galería que se lo tragaba —espacio falto de cualquier estructura arquitectónica y alborozo subyacente—, existía el desgraciado S.Y. Propulsado únicamente por la melancolía inherente de la inacción, el joven intentaba caminar en línea recta a través de ese mundo níveo sin horizonte, atraído por los lejanos bocetos que avistaba en la distancia; si lo hubiese querido, de no haber ignorado la composición de la materia digital en la que se encontraba sumergido, S.Y. podría haberse desplazado en cualquier dirección, siendo él el núcleo de una esfera móvil e infinita y un punto aleatorio en la superficie de dicha esfera su meta, equivaliendo su trayectoria, t, al número interminable y radio del cuerpo redondo, r, siendo verdadera la expresión, t = r.
Pero al igual que a muchos otros, la geometría le resultaba una temática discrepante a S.Y. (defensor de pasatiempos prácticos); que con los teoremas de Euler y los poliedros, esa área de estudio no le parecía muy útil. Su pasión había sido la escritura, la formación y el uso de la palabra, la ingenuidad de soñar con grandeza, el error de idolatrar a Chéjov. Pero en sus desérticos pensamientos a la hora de encontrarse en ese pésimo laberinto no había cabida para ese tipo de preocupaciones existenciales. ¿O tal vez sí?
A su vez, continuaba su rumbo, acercándose cada vez más al dibujo que imponente se agrandaba con cada paso. Era el más cercano a S.Y. de toda manera; si en coordenadas se hubiese separado la infinitud alba, al joven le hubiese faltado moverse sólo un poco sobre los ejes y y z, los demás dibujos hubiesen requerido un traslado del eje x. El dibujo era de unas teclas de piano rodeadas de notas musicales. Una creación colorida y jocosa, de un estilo desprovisto de la más mínima malignidad, que por lo tanto también carecía de espíritu. S.Y. se detuvo, estupefacto no ante la benigna interpretación del sujeto, sino ante el tamaño descomunal del arte flotante en sí. Debía medir por lo menos 15 metros de altura, y lo mismo a lo ancho.
Se sentía cierta presencia burlona en los alrededores; una presencia que no pasaba desapercibida por S.Y. y su creciente exponencial de desespero. Pensaba en que preferiría estar habitando esas viñetas alucinantes de la imaginación a intentar analizar la propuesta artística del limbo, pero las teclas terminaron por ganar su atención. Le recordaban esos tiempos tiernos cuando sus preocupaciones eran escolares y sus sueños eran infinitos; esa época en la que tomó lecciones de piano.
Nunca logró aprender. La profesora, de habilidad insólita para rectificar los más mínimos dobleces de la columna, había adquirido más y más facciones de arpía con cada rememoración que había sufrido S.Y. a través de su vida, pero en esa específica ocasión, el recuerdo fue contaminado por el arte que se elevaba por encima de su cabeza, y la mujer, furiosamente demandando un acorde de sol menor bien ejecutado, terminó hecha clip art. Con una leve sonrisa, S.Y. declaró su fracaso musical como el producto de la ineptitud de una quimera pedagoga, su desinterés por las partituras y, más que nada, el despótico anhelo de jactancia que sus padres no sabían esconder —el mismo que habría llegado a la cúspide al escuchar una rendición torpe de Für Elise.
Su viejo recuerdo del prosaismo adulto no le era tan foráneo como el gran dibujo, pero fue éste último quien lo aburrió de momento. Evitaba el pensar en esos senderos que había desperdiciado en el pretérito. Cuando menos lo esperaba, se dejaba llevar por la culpa que nacía de sus delirios, y comenzaba a sentir de verdad. Llevándose las manos a la sien para calmarse descubrió un nuevo esbozo gigante a una distancia perpendicular; entre su miopía y la exasperación no lograba distinguir que se demostraba, a pesar del tamaño. El nuevo objetivo, cuya oportuna aparición servía para excusar su distanciamiento del primer dibujo, tal cual una secuencia predestinada al desastre, incitó a S.Y. a pensar de forma tridimensional, y al intentar con buen éxito subir un escalón inexistente, dió comienzo a la ascensión. Por unos segundos se creyó impertérrito por vencer a las alturas; halago mal situado teniendo en cuenta que no corría peligro, pero como en tantas ocasiones previas, S.Y. encontraba las ganas de vivir en la mitomanía.
Al llegar sus ojos a un nivel adecuado al fin pudo ver con claridad un trío de matraces —de izquierda a derecha, un florentino, un Erlenmeyer y un aforado—, diseñados con gruesos bordes desprendidos y una perspectiva explanada. Contenían sustancias que en los ojos del artista fueron sólo rellenos de color lavanda, menta y salmón, pero en los ojos de un hipotético químico adherido a la realidad, debían representar soluciones acuosas de vanadio-II (V2+), níquel-II (Ni2+) y manganeso-II (Mn2+), respectivamente.
S.Y., a pesar de alguna vez haber amado estabilizar reacciones, en esos momentos, como hacía ya años le sucedía con cada mención de la materia, se llenó de resentimiento, al recordar las incesantes punzadas verbales que elogiaban a esa ciencia como profesión y desfavorecían, al comparar, el arte escogido por S.Y. como medio para ganarse la vida.
«¿En qué preciso instante», pensó, «logró la gente convertir un gusto en un recordatorio amargo de que preferí una trocha a una carretera?»
Dudaba. Intentaba visualizar una vida en la que no hubiera escrito nada; una vida fría, le pareció, una vida férrea.
Con el talante destazado decidió sentarse. En un irregular soplo de introspección, S.Y. se preguntó si la estructura de su vida actual había sido basada en veleidad, en sus intrínsecos impulsos por llevar la contraria; también se flagelaba con la certidumbre de haber sido considerado una decepción, incluso por él mismo. No parecía haber área excluida de sus malas decisiones, o así susurraba el humano pesimismo sobre sus hombros. El padecimiento lo incitó a querer dormir para escapar de su hambrienta autocompasión; perdido en un mar de emociones, no le fue difícil. Se ladeó sobre la blancura, cerró los ojos, adentrándose en la oscuridad íntima de sus párpados, y comenzó a caer lentamente por la galería, en un viaje que él mismo ignoraba estaba sucediendo.
Se sintió más ligero al despertar, como si parte de sí se hubiera esfumado. Pensó haberse vuelto un poco diáfano, pero al levantar sus manos se alegró de verlas opacas. S.Y. sufría de terrores incoherentes, como su anterior recelo a la transparencia o la defenestración, tanto reales como fantasiosos, de esos que sólo se le ocurren a la gente que se rodea de entelequias. S.Y. no sabía qué hacer con su nueva conciencia. A la distancia, en toda dirección, sólo encontraba albor; y en el albor sólo encontraba dudas; y en éstas un terror primordial que lo enfrentaba de vuelta a sí mismo. Había tomado sin objeciones su estancia en la blanca galería. Tampoco recordaba su llegada. Pero luego de su siesta, S.Y. comenzó a cuestionar la legitimidad de su propia percepción.
¿Quién le podía asegurar que ese purgatorio repleto de clip art formaba parte de su experiencia en la realidad? No sabía si permanecer o deambular de nuevo, con la esperanza de encontrar una salida. No sabía si su elección conllevaría una diferencia. La única intermitencia entre su mirada vacía eran los enormes dibujos que flotaban a lo lejos; S.Y. ahora optaba por no buscarlos más, aunque su evitación no tardó mucho. A su espalda halló la esencia fantasmagórica de su penúltimo miedo: era un hombre gigantesco vestido de blanco y negro, de ojos completamente circulares, sin pupilas y amarillos, agarrando una pluma de su mismo tamaño que sostenía como un rastrillo. El dibujo, en teoría inofensivo, cargaba un aura espeluznante y confrontativa; se podría decir que era hasta conciente de sí. Conciente del sentimiento que avivaba en el roto corazón de S.Y., quien estaba a punto de ser abatido por la naciente realización de haber vivido inservible.
Recordó que aún no había publicado sus escritos, recordó las opiniones de sus amigos, recordó el haber olvidado seguir escribiendo. Al igual que muchas otras voces desesperadas, había enviado sus textos a besar cartapacios, por doquier recibiendo rechazos, por doquier esperando una comparación a Borges o a Mishima. A pesar de su orgullo y de alguna vez haber tenido la valentía para confiar en su propio talento, S.Y. se encontraba cayendo por un vórtice de angustias, al no poder justificar el uso de su más íntima pasión. Después de todo, ¿cómo podía defender su fracaso en la única habilidad que había decidido nutrir?
El sentimiento fue demasiado para él. Hundido en sus manos, S.Y. intentaba no regar lágrimas de arrepentimiento. Además de haber terminado mediocre en la totalidad de sus esfuerzos, además de no haber podido demostrar que su existencia tendría cierto valor humano más allá de lo banal, S.Y. se encontraba en una prisión de paredes blancas y arte mordaz, víctima de un enfrentamiento solitario en contra de sus propias percepciones pérfidas.
«Me quedaré para siempre aquí,», pensó, «al igual que mis promesas y sueños se han quedado estancados en la fantasía.»
A S.Y. le pareció haber aceptado su destino en ese momento, como el cadáver acepta el féretro, pero la lenta muerte de sus deseos provenía de un lugar más anciano, más profundo.
Quedó aterrado al levantar la mirada y darse cuenta que la ilustración había cambiado. Desaparecido el hombre y la pluma; en su lugar se encontraba S.Y. perseguido por una extraña presencia negra. En el dibujo había una puerta, ligeramente abierta, la cual parecía ser la salvación del S.Y. trazado. El verdadero volteó para no ver nada. Su respiración se volvió pesada.
«¿Me has mostrado mis fallos», pensó, «y ahora me quieres a mí?»
La atmósfera tomó el mismo aire rebelde que surgía de las entrañas de S.Y., quien al fin había encontrado las ganas de luchar contra la galería. Pero ya era demasiado tarde.
Como si llena de encono, la perpetua blancura comenzó a moverse, llevándose el clip art con sí tal cual una impresa de periódicos, convirtiéndose en un túnel eterno, con una puerta clavada y tentadora en su último resquicio. S.Y. aún existía pasmado; comenzó a correr, sus pasos retumbando al olvido, faltos de eco y dirección. Podía ver la puerta a lo lejos como antes había vislumbrado el primer esbozo, pero su rápida movilidad no lo cambiaba de sitio. Empezó a cansarse. Pensaba en que tal vez, con mucho esfuerzo, podía rectificar sus errores. Tal vez podía comenzar de nuevo. Si no se exigía perfección y se permitía percances y se perdonaba los fracasos. Pero tropezó. Cayó. Falló. Y de la nívea nada fue engullido por las sombras.

acerca del autor
Stefano

Stefano Llinas, nacido en Barranquilla (Colombia), 1992. Es graduado de Savannah College of Art and Design (SCAD), en Savannah, Georgia (EE.UU.), en 2014, y estudiante de Máster en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Barcelona (UB), España. Como escritor está abierto a las nuevas posibilidades. Lo pueden encontrar en Instagram como: bocadelcielo.