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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Literatura
2 1 2018
Silencio por Antonio Domingo Muñoz

SILENCIO

Del lat. Silentium. 2. m. Falta de ruido.
Silencio es mi palabra perfecta. Era. Creí que lo era. La voz que nombra su ausencia. El verbo del vacío de palabras. En verdad, no sabría elegir otro protagonista que las palabras en esta narración trazada entre sustos, sonrisas y amores. Quizá sean las palabras mal elegidas y las buenas palabras, las llanas y las profundas, las feas y las tiernas, las bonitas y las duras, las palabras dadas, las olvidadas, las perdidas.
A través de las palabras, las desafiantes y las salvadoras, las mayores, las libres, relataré mi propio disparate. Con eso por gusto, en homenaje a las palabras, agradecido a las ideas que encienden el espíritu de los hombres buenos.
Si en el futuro me encuentra al azar, querido lector, querrá que me presente. Mi nombre es Francisco M. Heredia Lara y pienso porque respiro, literalmente. He estado, hasta hace nada, con la soga al cuello. A futuro, querría seguir siendo joven a mis treinta y largos. Amo las historias que se cuentan en libros de novela, pongo tildes a los pronombres demostrativos y me siento bien tras una cortina de mal carácter. Elegí el papel de espantagustos. El personaje me ha resultado cómodo, de un tiempo a esta parte.
Al inicio de estas andanzas vivía en el olvido. Me habían desterrado las creencias falsas y la mala literatura. De muchacho, había sido aventurero y petardópata. Fumé demasiado. Mientras iniciaba estudios de arqueología, los dejaba, me pasaba al periodismo y lo repudiaba, mezclé de todo: libros buenos y malos, joyas y basuras. Escribí engaños en papel de periódico, afamé reclamando justicias. Los sueños conscientes y las malas gentes me encumbraron en un juego de riesgo extremo. Perdí y me retiré.
Las secuelas de mis pasados no son muchas. Algunas, sí, pero poco dolorosas. Soy cobarde y, a ratos, oigo música en mi cabeza, como me sucedía cuando andaba entre conjuras y entuertos. Es algo incontrolado, más insano antes que hoy. En mi retiro, la poesía social y los boleros tristes le ganaron el sitio a las sinfonías y la épica. Y sí. Soy miedica, gruñón e iluso, cuando no controlo el corazón. Era enamoradizo y me pasé de rosca, así que renuncié a la pasión. Tiendo a la monotonía, es mi estado ideal. Huyo de la cursilería, por más que buscando éstas, mis primeras palabras, mi eco resuena ridículo.
De mi juvenil cadena de errores, al menos, salvé una plaza de profesor primario. Hasta el inicio de esta aventura era un humilde maestro de escuela en mi pueblo, uno sin nombre, al norte del sur. En una pequeña cátedra para infantes, en un aula vieja, blanca, con pupitres que vieron pasar generaciones, jugaba a enseñar palabras. Los estudiantes sólo debían arrancar una idea, entender algo de la vida, concluir un pensamiento tras leer alguno de los libros que les ofrecía. Oblígales a pensar, me solía decir a mí mismo. Un pequeño éxito abría mi felicidad. Así de simple soy. Era. Algún día quisiera volver a aquello, y a mi paz egoísta, a la serenidad que nunca recuerdo haber tenido hasta que llegué al lugar, a mi lagar antiguo, al colegio, a mi tranquila soledad. Si Sabina no ha utilizado esta expresión que suena a plagiada, debería. Se la cedo en justicia, ya que con él y otros estoy en deuda.
La crónica que trataré de armar es la del ataque feroz a los pilares de mi exilio. Ésta es la historia del triunfo de un fracaso. No relato por mi honor, nunca deseé fama. Esta fábula intenta ser el antídoto contra los marioneteros (¿existe?) del mundo, trata de validar mi papel en un cuento loco. De tan loco, acabó con- migo formando parte de una obra de arte siniestra, colgado de una horca en el bosque de la ciudad de mis sueños. Todo, contra mi voluntad.
Nuestro érase una vez se escribe el día en que una de tantas marionetas llamó a la puerta del mejor hogar que nunca tuve, una casita entre huertas y recuerdos de labranza llamada La Charata. No sé qué hacía, ni recuerdo por qué maldita casualidad no es- taba en el colegio. Sí. Ya. Andaba ocupado, discutiendo con una lagartija si añadía la gorra plana o un chambergo a mi uniforme habitual de maestro. Un chucho me avisó a ladridos, pero no le presté atención. Quizá esperaba al chico de los mandaos con mi cesta de la compra. Abrí, y no hubo vuelta atrás.
—¡¿Qué?! —Soy un apasionado de las palabras presas en signos de exclamación. Son herencia de mi pasión infantil por los tebeos.
Callé, presenté mi mejor cara de mala leche y esperé que detrás del buen traje hubiera un mal vendedor de biblias. Pero el campo del sur no es el descansillo de una de esas viviendas del siglo, todas clonadas, encolmenadas entre cemento gris en ciudades negras. Debí saber quién era el tipo. Ése fue mi primer error. El segundo fue atenderle.
—Buenos días, Heredia. Por casualidad, en esta chabola de mierda, o en el corral de ahí atrás, ¿no tendrá secuestrados a un puñado de niños, no? —preguntó un señor pincel, legado de la justicia social en un país que, por entonces, se encaminaba con paso firme hacia su propia desintegración.


RENCOR

De rancor. 1. m. Resentimiento arraigado y tenaz.
Que nadie jamás repita, jamás, que la palabra buena, la que conduce al entendimiento, es obra de Dios. ¿Cuándo nos ha hablado Dios? La voz que algunos oímos fue la de uno que se decía su hijo, y no fue el primero ni el único. Palabras. Todos nos regalaron su palabra en nombre de Dios, pero ninguno son Dios. El verbo es un don humano, y los hombres son hombres cuando hablan entre sí, cuando, más allá del sentimiento animal, son capaces de expresar y escuchar en alternancia. Quien sepa llegar al corazón del prójimo con una honesta palabra habrá recorrido el camino más difícil. Cuando el hombre sea capaz de crear una voz común morirán los males. Mientras dominen la fuerza y la sordera, nada nos hará distintos de las eras. Busquemos la palabra curativa. Escuchemos al prójimo, su voz nos alejará del error. Su voz y nuestra voz nos llevarán al amor y a la libertad.
Antecedentes del hecho. Intento resumir. De hecho, hubo un tiempo en que yo no sabía nada sobre mí. Esa etapa, tan inevitable como transitoria, me llevó por un camino equivocado. No era un tipo raro. Todo adolescente sin centro emprende en algún momento la búsqueda de su identidad. Elegí mal mi fe en los libros, creí demasiado en ellos, en todos. Ya confesé antes y no volveré a repetirlo: la droga, un razonable afán de justicia y mi pasión por los sueños me llevaron hasta lugares inhóspitos. Viví aventuras. Cometí delitos. Engañé y fui engañado. Todo, por culpa de los libros y las gentes malas. A los libros los perdoné. A las personas, no.
Aquello es el preludio, el episodio cero. El viaje que aspiro a narrar estalla un día cualquiera de primavera, de ésos en los que los pajarillos cantan y las nubes refrescan. Dejé atravesar el ojal de la puerta al señor que portaba el traje. Tampoco pidió permiso. Se presentó como fiscal general del reino. Traía no sé cuantos kilos de fama y un teléfono listo, elegante. Apuntó y me descargó el móvil a bocajarro con la imagen de unos niños que se descuartizaban a bocados. Explicó que aquella jauría estaba siendo difundida con éxito sin igual para el mundo entero.
Una cámara de visión nocturna ofrecía, en tonos verdes y crueles, la imagen de un zulo que se intuía hermético. La escena me pareció tan tétrica como absurda. Me faltó el aire al imaginarme dentro. Los niños parecían lobos, animales que luchaban entre sí por la vida. El espectáculo era objeto de tertulias cotorras, de debates casi tan encarnizados como las escenas, de teorías dispersas, de una revolución de redes, de la rebelión de los desocupados. Las televisiones vendían la película en vivo, sin interrupción, cedida gratuitamente por algún pirata informático de los buenos, de los que no dejaba rastros. Se sucedían programas especiales, se analizaban las posibles consecuencias del salvajismo en el que estaban inmersos los chicos, se inventaban claves para entender la barbaridad... Y nadie sabía qué estaba pasando entre esos niños, desconocidos todos, ajenos entre ellos, sin un atisbo de nada que los vinculara. Eran distintos como especies sin un solo genoma en común, dijo el verborreico fiscal (si aún no se percató mi lector, aviso importante: invento palabras).

acerca del autor
Antonio Domingo

Antonio Domingo Muñoz, doctor en Comunicación con la tesis "Derecho a la información y deporte en la sociedad digital", concluyó, con permiso de McLuhan, que “el mensaje es el mensaje”. Tras licenciarse en Comunicación Audiovisual por la Universidad de Navarra inició su carrera profesional en 1997. Periodista por vocación, unió su pasión al trabajo con la radio deportiva. Trabajó en Radio Voz y Radio Marca, además de colaborar en distintas publicaciones escritas y audiovisuales. Tras veinte años de ejercicio profesional, se atreve a incursionar en lo que él llama “la ficción social”, el relato valiente, irreverente a ratos, de aventuras que rondan la realidad y en las que el mensaje, uno de ellos, es la defensa del gran tesoro de nuestra cultura: la lengua y la literatura en castellano.