Martes 23 | April de 2024
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
1 4 2019
Buscamos las acequias por Miguel Montoya

Dedico este cuento:
a la gente del Abanico (1);
a los que habitan en el Abanico
a los que habitaron ahí,
y a los hombres y mujeres capaces
de vivir al Sur, que no es sólo una región;
y que es lo mismo.

Llegamos hasta aquí buscando las acequias, buscando las aguas profundas, claras, que después de los saltos por la montaña, cuando bajan a la orilla del Valle, llevan para la fertilidad de la Tierra la paciencia de los hombres del Abanico.
La paciencia es primordial para la Filosofía.
Los hombres y la Tierra hacen la realidad efectiva, esa unidad concreta de la esencia y la apariencia. La realidad efectiva es el objeto propio de la Filosofía.
Llegamos hasta aquí tratando de entender las ultimas lecturas.
Buscamos la calma de las aguas que corren, la proximidad de su espejo universal, en movimiento. Porque necesitamos el reflejo de nuestros rostros para comprender eso de la temporalidad del tiempo.
Así fue que seguimos, desde hace mucho tiempo, las fuentes de agua que están explicadas en el libro principal del Existencialismo, y las fuentes de agua que están explicadas en el libro principal de la Experiencia de la Conciencia.
Llegamos para caminar juntos a los hombres y mujeres del Abanico.
Caminamos desde hace mucho tiempo. Somos ese caminar y el modo de salvar los obstáculos del camino. Somos los caminos que habitamos.

Después de arrodillarme al costado de una de las acequias y levantar cuatro o cinco sorbos, con una mano dispuesta como un pequeño cuenco, para calmar la sed. Miro mi postura y me comparo con el gesto del creyente cuando reza a su divinidad y extiende su mano solicitándole alguna gracia o algún perdón. Yo soy Ateo y esta es la Tierra y, yo levanto el Agua.
Por un rato no me pongo de pie. Siento necesidad de dejar mis manos en el agua que interrumpe la calma y hace dos surcos a los costados y un sonido que suena mi pertenencia al Ambiente.  
No se si el agua interrumpe su calma.
Si se que constituyo el ambiente y que el ambiente me constituye.
Las manos porque son: del trabajo y de las caricias. El trabajo que nos humaniza y las caricias que nos provocan para no morir.
Cada tanto miro mis manos (esto es una intimidad) suelo tener la sensación que aún conservan la juventud de la década del setenta. Y digo “suelo tener” porque a veces veo en ellas como estoy envejeciendo.
La juventud de las manos es la manifestación de su ejercicio en las caricias, son las partes del cuerpo que pueden adoptar las formas de cualquier parte del cuerpo del Otro.
Caminamos hacia el Sur porque es el tiempo nuestro: lo digo de esta manera para significar que somos Tiempo, que el Tiempo somos cada uno de nosotros.
Bajé hacia el Sur, cuando miré la soledad y la tristeza y entendí para siempre que es posible un Mundo mejor.
Bajamos al Sur.
Me acompaña una mujer y yo acompaño esa mujer. Mejor…porque es indispensable el amor.
El amor y el conocimiento para habitar el Sur.
Me demoré debido a los escombros esparcidos por los caminos, restos con restos de emociones y expectativas sin poemas, destrozadas. Infinidad de rostros de espaldas al silencio, encandilados por una multiplicidad de reflejos vanos sin sombras y sin luz.

Caminamos por el pie del cerro.
Y yo tengo la sensación: de la infinitud hacia arriba por la montaña, hasta la cumbre que no puedo definir con la mirada, y hacia abajo, donde siente y camina la gente: la sensación de la finitud.
Hacia la montaña: la infinitud que la busco ahí para tranquilizarme sólo mientras ando, como un juego, sin que me enajene, sin que me haga fugar de la realidad.
Y hacia abajo, hacia las calles del Abanico donde están los hombres y mujeres que trabajan: tengo el dolor de la finitud.
Y toco mi cuerpo y levanto una piedra, grande, que ocupa todo el puño de mi mano derecha y la observo y la dejo a un costado de la calle y apoyo una mano en uno de los árboles, verdes aun desde quien sabe cuando.
Y busco la palabra y busco el pensamiento y de nuevo cargo con la infinitud y la finitud… y camino a buscar las acequias para mojar mis manos y en el reflejo de sus aguas que no se llevarán mi rostro, entender el Tiempo, o se lo llevan y yo no veo que se lo llevan.
Son como el devenir.
Quiero leerle al agua uno de mis poemas, mientras va.
Y va su muerte horizontal… el agua y la palabra.
Saco mi cuaderno de la cartera y leo en voz alta:

Soy un parto cibernético
inventado
construido
estruendoso
vertical
mágico, porque no reconozco los comienzos del dolor
un pensamiento estructural que me supera
sentidos que se acumulan y se diluyen
simulo el tiempo
invento una historia en la que penetro
esa historia me parió sin precauciones
y me convierto
soy la nada
simplemente algún recurso
un particular
una locura sin estructura ni diagnóstico
poema informal, sin rima, ni vocablos
palabras sueltas
significados con orígenes
sólo una acumulación de vacilaciones
soy una circunstancia de una mujer que vivió para configurarme
incomprensible disposición de vacíos
disposición de enigmáticas ausencias
soy simplemente una búsqueda irreverente
fantasiosa
la fantasía de algún delirio
la fantasía de alguna vida
el sueño de una fantasía
de inocencias
de inseguridades
cautivas para que exista la contradicción
fantasma de alguna resurrección inédita
me traspasa la luz
sucesión de moléculas primitivas
infantiles
únicas, que se multiplican
y nazco de su discontinuidad,
tal vez
entonces, no soy un parto cibernético
soy un pacto entre agonías
la elaboración de amantes que se destruyen
hombre que contiene un niño
niño que contiene un pájaro
pájaro que contiene un hombre
el vuelo por algún poema elemental fortalece al niño
el niño salva al hombre
hasta que el pájaro migra
Soy la migración…tal vez
de soledades
de tiempos
de incertidumbres
de inseguridades
de temores
de pesadillas insistentes
También sé que soy
de amores
de sueños
de utopías
de silencios
de una pequeña partícula de aquellas moléculas primitivas.
No quiero dejar de ser el hombre que lleva el niño
el niño que lleva el pájaro
el pájaro que lleva el hombre.

Releo unos de los últimos versos:

hombre que contiene un niño
niño que contiene un pájaro
pájaro que contiene un hombre
el vuelo por algún poema elemental fortalece al niño
el niño salva al hombre
hasta que el pájaro migra

No quiero dejar de ser el hombre que lleva el niño
el niño que lleva el pájaro
el pájaro que lleva el hombre.

Y unos niños y un viejo sentados en el bordo del canal, me aplauden, no saben si soy un político haciendo propaganda partidaria o un evangelista que pretende convencerlos que tiene la palabra de un tal señor. Pero golpeando sus manos levantadas a la altura de sus caras, festejan mi actuación, y no tengo más que sacarme el sombrero y saludarlos abriendo mis brazos y agachándome hasta que la cartera pasa por encima de mi cabeza, y ahí siento que la escena pierde toda la elegancia que había procurado con ese final de teatro callejero.
Después, el viejo y los niños se van, el viejo a paso muy lento y murmura, y los niños corren y ríen. Cuando los niños bajan a la calle que bordea el canal, el viejo se vuelve y me regala su bastón. Me dice que es de naranjo que lo hizo él, lo tomo y él en silencio con sus dos manos aprieta mi mano con la que todavía sostengo el cuaderno.
Les doy las gracias e intento hablarle, pero se va, primero, casi en silencio…y a los pocos pasos, en voz alta repite el último renglón del poema…repite el último renglón del poema.
La madera del bastón brilla y es muy suave, el hombre viejo se lleva la aspereza en sus manos…tal vez: la aspereza de muchas miradas, la aspereza de muchas calles, la banalidad de muchos discursos.   
Miro hacia arriba por la montaña, hasta la cumbre que no puedo definir con la mirada, y hacia abajo, donde siente y camina la gente. Y resido en esa contradicción…y la angustia que se ahonda, resido en ese plano de problematicidad.
Claro: con la libertad y la superación de la servidumbre.

He pasado por aquí otras veces, pero reconozco débilmente la zona.
A pesar de uno de mis anteriores oficios no registro con facilidad la geografía ni los accidentes topográficos que me guíen desde la segunda caminata por los mismos lugares.
En mi búsqueda por las fuentes de agua, necesito repetir las caminatas, cada vez las realizo con placer y con asombro, ninguna es igual a ninguna. Es como si en la próxima extendiera cada tramo de la anterior. Como si la anterior fuese un momento de la que sigue.
Claro: sí, aquí tengo las sensaciones de la libertad y de la inmensidad de la montaña. Y tengo los olores y la emoción de la abundancia…de la abundancia…...¡La pucha, si no!...he bebido el agua a sorbos desde el agua, he mojado mis manos abundantemente, he leído uno de mis poemas en voz alta, he recibido un regalo de un hombre hecho por el hombre……. muy cerca de la montaña, entre los árboles, muy cerca de los pájaros, entre las chacras, muy cerca de las gentes, entre la vida de la vida.
“Debemos tener una voluntad obstinada por la vida…y la vida nos ofrenda”; lo aprendí de Nietzsche, y lo pienso permanentemente desde la primera lectura que hice de “El Caminante y su Sombra”.
Llevamos nuestra sombra porque tenemos la luz.
Porque tenemos la luz buscamos las aguas profundas.
Buscamos las aguas profundas por esa voluntad obstinada por la vida y en esa obstinación siento mi oficio de escritor.
“Tengo la vida si tengo la palabra en mis silencios, y si en mis silencios busco la palabra”…recuerdo una frase de una de mis prosas.
Y bajamos la empinada cuesta hasta la calle. Yo voy adelante y levanto mi bastón para que mi compañera se tome del otro extremo y no resbale por la greda suelta. Un gesto…sólo un gesto de los que venimos construyendo…
Bajamos tomados de los extremos de la misma vara, como si fuese un juego…porque es un juego.
Dice Humberto Maturana, el filósofo chileno, que si recuperáramos el juego cambiaría la Sociedad. El juego es la única actividad, sin un fin, que realiza el hombre. Que no tiene la búsqueda de un resultado, y sólo la realiza cuando es niño.
El mercado que determina nuestra cotidianeidad es la búsqueda de resultados exitosos.
Bajamos y caminamos apenas dos o tres cuadras por la calle de la Costa. Escuchamos voces de hombres y mujeres, voces que se acercan.
Las mujeres y los hombres que habitan el lugar caminan por la calle y se acercan, y pasaran por donde nosotros estamos, y nos ponemos al costado y observamos, y cada rostro y cada gesto y cada tono de la palabra nos incluyen en un nosotros que vamos siendo.
Estamos al costado de la calle, observamos y pasan, caminan y entre todos y todos son “el lugar”, mujeres y hombres del Abanico, caminan.
Necesitamos entrar y comenzamos a caminar con ellos, entre ellos.  
Los primeros pasos los doy pensando que llegamos hasta aquí buscando las acequias, buscando las aguas profundas, claras, que llegamos hasta aquí tratando de entender las ultimas lecturas. Y ahí están los rostros, nosotros buscamos el reflejo de nuestros rostros para explicarnos eso del Tiempo.
Que las acequias, que las aguas profundas, que el entendimiento de las últimas lecturas: son los hombres y mujeres que viven al Sur.
De pronto siento que me tocan el codo derecho y me doy vuelta, a mi lado camina el hombre viejo que me regaló el bastón, le extiendo la mano y me aprieta en un saludo cariñoso y me dice, con una voz clara, tranquila y de muchos años: No quiero dejar de ser el hombre que lleva el niño / el niño que lleva el pájaro / el pájaro que lleva el hombre.
No dejemos, me dice.
Sonrío con mucho gusto, con la necesidad de hacerlo a carcajadas, de puro gusto o en realidad: para simular un nudo que se me hace en la garganta…y no de puro gusto.
Tengo satisfacción y siento que ya no somos de afuera, siento que ya no soy de afuera.
Se que desde mis lecturas y con mi oficio tengo cosas para canjearles a estos hombres y mujeres entre los cuales, ahora caminamos.
Ahora sí, saco mi cuaderno donde tengo el poema, otros poemas y algunos cuentos y se lo regalo al hombre viejo que me regaló el bastón.
Me agradece diciéndome que somos tan dueños como ellos de las calles de piedras.
Nos pide que nos detengamos un minuto, y nos dice: Calles de piedras, para caminar despacio. La calle de piedras es una calle al Sur. Tiene árboles y tiene pájaros, y por lo tanto tiene el viento. Como tiene árboles y pájaros y viento, tiene al hombre que tiene al niño; en su libertad y en su necesidad de volar.

Ahora soy yo quien aprieta sus manos y el nudo de la garganta se me desata y moja mis ojos…mis ojos de hombre grande, ya.
El hombre viejo que me regaló el bastón y que ahora lleva el cuaderno que le regalé, nos deja y camina dos o tres pasos adelante y muestra a otros, algunos de los textos, y se adelanta y no lo vemos más por tanta gente y por que nos distraemos en una emoción a medias, digo: entre los dos…bueno: no se si sólo entre los dos, no se si sólo a medias.
 Mi mujer apoya su mano derecha y, por unos segundos, levemente su cabeza en mi hombro izquierdo y caminamos y caminamos y caminamos entre los hombres y mujeres del Abanico que caminan las calles, y que habitamos el lugar.

 

 

 

 

 


(1) El Abanico es una pequeña comunidad de hombres y mujeres, familias establecidas…desde siempre, junto al comienzo de la montaña. En La Rinconada, San Juan, Argentina. Bonito… con Higueras en las calles.

acerca del autor
Miguel

Miguel Montoya, escritor y filósofo, nació en San Juan (Argentina), 1948. Estudio Ingeniería en la UNSJ y se pos-graduó como diplomado superior en Ciencias Sociales, mención Sociología, y después como Magister en Ciencia Política y Sociología en la FLACSO (Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales). Además cursó posgrados de Psicología Social y de Psicoanálisis; entre otros. Profesor Titular Exclusivo en la Universidad Nacional de San Juan. Ha publicado libros, de filosofía, de psicología social, de educación y ha participado con sus cuentos en convocatorias nacionales e internacionales. Ha escrito para semanarios provinciales y revistas de Sociología.