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Literatura
11 6 2019
La dicha escandalosa de César Moro por Jack Farfán Cedrón*

Polemizó, expuso, militó en el Movimiento Surrealista en París. Pintor delicado que más emitió en sus oleos y pasteles el concepto en sí del surrealismo, que, dicho líneas arriba, el objeto amanerado que se despista de la sagrada sentencia por él bien librada: dio un No rotundo (con Picabia) “contra el arte adormidera”, propugnando un “arte quitasueño”, anunciado en el frontispicio del catálogo de la Primera Exposición Surrealista del Perú, junto a ese lúdico Emilio Adolfo Westphalen, quien durante 1935 a 1939 escribió poemas surrealistas bajo la influencia de su entrañable amigo César Moro. El polémico panfleto “Vicente Huidobro o el Obispo Embotellado” (1936), libró una batalla por escrito con el poeta del naturalismo, Vicente Huidobro, defendiendo Moro a capa y espada la genuinidad de un poeta, mas no la farsa. Con dedo acusador, sería acaso uno de los primeros (sino el primero) en denigrar del tufillo en falsete de la pintura indigenista, que lejos de rescatar la esencia del indio, lo exponía a una cursilería de sobremesa, de cóctel pro-fondos benéficos con señoronas de té de las tardes, ‘culturosas’. Lejos de incluirlo en las filas de los bohemios latinoamericanos, y aun europeos, trotamundos de taberna y de discusiones académicas de café y medialunas, al ícono del surrealismo en el Perú, cabría defender su oficio a carta cabal, cuyo carácter valiente logró compenetrarse con su alrededor, ganándose el mendrugo como jardinero, profesor de francés, bailarín; y, el más denigrante (para él), profesor de francés en el Colegio Militar Leoncio Prado, en el que enseñó francés a Mario Vargas Llosa, en los confines neblinosos del mar de La Perla. Carne de cañón de la brutalidad castrense propalada por un puñado de perros homofóbicos. Su aire de querubín rubicundo que ante los ataques y las burlas actuaba como si no pasara nada, le ayudaron a pasar el duro pan de la guerra. Su cometido era más alto que la Estrella de San Antonio; su fin, el medio exclusivo del hombre que vuelve cada instante a merecer otra demencial caída: el derecho de haber nacido poeta verdadero, sin causas perdidas; con los cauces encontrados del verbo de verdades puras, jamás corrompidas por la fama de salón y brindis; y el compromiso estético en un pie, aunque el cuerpo desvanecido. La máxima expresión del surrealismo latinoamericano se encarna en “La tortuga ecuestre”, escrita en 1939, póstumamente publicada en 1957, un año después de su muerte, por su albacea literario (también estudioso de César Vallejo), André Coyné. Consiste el único poemario escrito en su lengua materna (los demás fueron escritos en francés, eh ahí su postergada llegada a los lectores peruanos); una montaña de dinamita para quemar cerebros, un antro para la perdición en las plenas maravillas del verbo que se busca en las contradicciones más sagradas de lo designado por el objeto contrario que indican las imágenes caóticas desenvolviéndose en armonía con un caos que tiene su genésico canto donde termina ese jardín de hierbas locas donde pace la tranquilidad. De verba fulgente, de asociaciones conceptuales y adjetivaciones que entre sí se repelen, a la vez que se atraen, el surrealismo de César Moro encalla también en la preciosa plaquette Lettre d’amour (“Carta de amor”), publicada en México, en 1942, que Emilio Adolfo Westphalen y Ricardo Silva Santisteban tradujeron de manera admirable, y que dan cuenta del fin de su romance con el espíritu que la poesía deja, como absenta necesaria. Las “Cartas de César Moro”, que datan de 1939, son el dechado más profundo y confeso que poeta americano haya trazado en los arrabales —en ese entonces dominados por el indigenismo y el modernismo— de la poesía castellana. Defensor él, también, de los símbolos precolombinos que avivaban en el Koricancha, un campo de rarezas y de prístinos enigmas que los incas legaron como cultura eternamente viva a lo largo del estuario calmado de algunos espíritus rebeldes; de una rebeldía rabiosa, insaciable por mostrar sus diamantes pulidos, sus preciosistas sendas superpuestas que el invento prefigura como mito poético y levedad; en un pie al abismo, y otra extremidad en el exilio de las vicisitudes que eligió César Moro, solar, radical, rabioso, uranista, flotando sobre una tortuga ecuestre en el horizonte del mar de La Perla, mientras el olvido le propinaba una patada en la cara. ¡César Moro, bendito diamante inextinguible en la sombra del gran vendaval del mundo!

acerca del autor
César

César Moro (Lima, Perú, 1903-1956) fue más que un poeta y pintor surrealista, un visionario cuyo “desenfreno espiritual” firma su primer trabajo pictórico hacia 1921. En 1925 llega a París. En 1926 y 1927 muestra sus primeros trabajos artísticos, identificándose con el surrealismo en 1928. Regresa a Lima en 1933, y en 1935, organiza, con Emilio Adolfo Westphalen, la Primera Exposición Surrealista de Latinoamérica, en la Academia Alcedo de Lima. Colabora en París, en Le surréalisme au service de la Révolution. El francés se convertiría en su idioma natural. A su regreso de París (1934) comprueba el gran interés que el Surrealismo ejercía, sobre todo en los más jóvenes. En 1938, Moro vuelve a salir de Lima y se establece en México, donde, con motivo de la estancia de Breton, presenta en Letras de México y en Poesía algunos poemas traducidos de los surrealistas franceses: “El Surrealismo es el cordón que une la bomba de dinamita con el fuego para hacer volar la montaña”. Obras: “La tortuga ecuestre”, 1938 (1957); “Cartas” (1939); “Lettre d'amour” (1939); “Le château de grisou” (1941); “L'homme du paradisier et autres textes” (1944); “Trafalgar Square” (1954); “Amour à mort” (1955). “Amour à Moro: homenaje a César Moro” (2003) le rinde merecido culto.