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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Poesía
2 1 2020
Algunas prosas poéticas del Testamento del silencio de Juan Cristóbal

uno (=!)
vivimos conmocionados por el tiempo, en un mundo repleto de mentiras y dolorosas contradicciones, de angustias pobladas por el final del exterminio, por las maldades que nos conducen, de manera grotesca y miserable, a los resquicios inimaginables y siniestros de la muerte, vivimos en una época indiferente, apática, pesimista, arrolladora, cínica, consumista, intolerante, fragmentada hasta los huesos purulentos de la estrella, desesperada hasta la infelicidad de los amarillentos y desesperantes girasoles, brutal y delirante hasta el cansancio y los charcos ensangrentados de la culpa, sin centro de referencia pero yoìsta hasta los temores más desarraigados y oscuro de los días, hundida en el infierno de las ambiciones y el delirio, ultrajada en el descenso estrangulado y embrutecido de la rabia, en el abismo temeroso e interminable de su alma, vivimos en una etapa prohibida, lejana, mediática, desideologizada, hegemónica, achorada, mercenaria, lumpenesca, discriminatoria, racista, banal, altanera, imbécil, solitaria y asesina en los suburbios, llena de plagas y enfermedades, de muros y basura, repleta de verdugos, antibióticos y cascajos, de odios y vacíos de no ser nada y querer ser todo en las arenas pedregosas y calcinadas de las calles, explotando a los ciegos y mendigos, a los llantos heridos y a las sombras ociosas y envilecidas del milagro, a la ternura de los buenos animales, en fin, en la búsqueda ciega de las playas y el exilio, ¿y a esto lo podemos llamar civilización, mundo de límpidos y sabios argumentos?, claro, dentro de su simpleza o banalidad y estupidez o vómitos maltrechos, se le puede decir de todo, sin descubrir los verdaderos rostros y mecanismos  de su erosionada realidad, tan llena de llantos y caprichos, en fin, como ya nada puede sorprendernos bajo el sol de este territorio incendiado de palomas desahuciadas, podemos decir, con el mayor de los salvajismos, que vivimos en una oscuridad rayada por el tiempo, de imágenes borrosas y apagadas en unas ruinas sangrientas deshechas por los hombres,  en un lugar lleno de prostitutas tristes y agraviadas, en una guarida de noticias corruptas y desvalidas, ensordecedoras hasta el engranaje oxidado de los años, donde la perspectiva ansiosa del futuro sólo nos es un irremediable desconcierto de sanguijuelas extraviadas en nuestro propia distinción, tan inalterable  y envilecida como nuestra drogada y envejecida soledad.

trece (¡#)
cuánta oscuridad es hablar y nadie se fije en tus afectos, en la magnitud de tus dolores, en todo el sentimiento que tiene la extinción y el atardecer imposible de tus huellas, es casi como recordar una masacre o a un niño atropellado y ultrajado en toda la plenitud de su inocencia, con toda la torpeza ajusticiada y abandonada del silencio, en la depresión más profunda y agrietada de los tiempos, y si esto no nos hace abrir los ojos y adquirir un interés por la inexplicable abulia del desgano, a pesar que la realidad es inmensa por natura, lo extraño será siempre un hecho consumado, realmente incuestionable, una crisis o una astucia recónditamente prohibida y salida del espanto, levantando la fragilidad de nuestros males, la misma vileza mordiendo su sombra entre las rocas, reconociendo que no debemos ser tan sórdidos como los barrotes o las sombras de una cárcel, si esto no podemos aceptarlo y sucederlo, y no nos haga sentir el latido de la vida, entonces abramos los espacios y los ojos, y que todas las mareas, las innobles y las bellas, las erróneas y las exactas, se filtren en la memoria de la sangre, entre los explotadores y delatores de las jaulas, de este modo nos podrán golpear contra los muros, incendiarnos en la selva, evitarnos la carencia del saludo, pero jamás podrán dejarnos en la orfandad de los milagros, en quienes han sufrido más que todos en las horribles guerras del vacío, y esto lo comprobaremos, haciéndolo pasar por la locura, porque así se enfrenta a los violentos, a los subhumanos del desierto, a los mal nacidos, mal que les pese a los psiquiatras, pues de las catástrofes también se aprende, viendo la realidad de otros ojos y de esos corazones que fueron profetizados malamente por los sacerdotes invisibles y asexuados de los siglos.

catorce (¡$)
tengo más miedo a la muerte que a la vida, porque al no conocer las entrañas de su violencia involuntaria, irracional, como se conoce a un preso o a un niño desvalido, me hace caer en innumerables trampas de lamentos y temores, y sospecho, que esto ha de ser siempre así, en estos umbrales yacentes y sangrientos de mentiras, porque la inocencia nunca mata, y la impunidad, que llevo dentro, en la devastadora tristeza de mis días, me remolca a la deriva, donde mi alma y mi cuerpo viven separados, porque ninguno es otro, y el otro es ninguno, entre los antiguos ritos adherentes de la fiebre, y también porque los escombros emocionales de mis dudas se me han escapado entre las rejas oxidadas de los parques, por el hoyo acuoso del féretro que termina ahora en la disolución de sus escarnios, único anhelo que busco y participo, cuando llega la soledad y arrasa con todos los envenenamientos de mi  alma, sin poder mirarme en el espejo, sabiendo que soy un viejo despiadado, capaz de matar a los gatos en el techo, a los perros vagabundos del vecino en la locura de las calles, sin embargo, no todo es dicha, porque fue grande mi equivocación cuando con el transcurrir de los años y en medio de los vientos me convertí en otro en las madrugadas de los odios, pues ahora sonrío, me enamoro de las niñas, recibo carta de amor a mi correo, hablo y entiendo perfectamente a los mendigos, comprendo la rabia y el espíritu maligno de las carnes, al caos en su penitencia irremediablemente inmaterial, pero nadie sabe esto, que desde muy de mis adentros, desde lo más lejano de mis mares, envidio a todos los que tienen algo en sus afectos, y que estoy atento, sumamente atento, para que el día menos pensado, le salte a la yugular a los canallas y los desaparezca para siempre del mapa de sus casas, y esto, no sé por qué, me hace sentir muy feliz y completamente despiadado, como si mirara siempre un paisaje lleno de flores y retamas, aunque esto me cause, especialmente antes de dormir, profundos arrepentimientos, culpas o frustraciones que no tienen final ni explicación entre las ruinas de mi sombra, será porque mi infancia no fue todo lo agradable que digamos, pues mi padre me pegaba todos los días, y me pegaba ebrio y me pegaba sano, siempre, por algo, me pegaba, y yo aguantaba los golpes como mi abuela las sombras descachalandradas de su muerte, pero eso ya fue, como dicen los muchachos en el barrio, porque ahora que soy otro me llaman a retratarme en la mudez del espejismo, y esto lo hago de la manera más cauta e inteligente posible, porque me obsesiona hacerlo, quedar bien con los que me llaman porque me creen que soy sabio, y no puedo ni debo desairarlos, aunque no saben que me agrada mentir y me hace gratamente infeliz ser el gran mentiroso de los días, eso lo siento desde el primer minuto que me levanto hasta el último que me acuesto, y cuando miento lo hago de manera muy rápida para que no se den cuenta que solamente busco azorado a las serpientes, porque la mentira, a la que temo tanto como a la muerte, tiene patitas muy cortas y livianas, y es capaz de llevarme donde no quiero, a las selvas que emancipo, entonces me apuro con las palabras que no siento para que no vuelvan a sentir lo que yo pienso, y esto lo hago con el fin de confundirlos, y hacerles vivir solo el presente, en el momento mismo en que lo digo, y estos movimientos los realizo de una manera muy fuerte y agresiva, invadiendo todos sus espacios de manera rufianesca, para que sientan miedo de lo que cambio, y acepten, trastocadamente todo, sin mover un solo músculo de su rostro, como un imputado en su desdicha, lo cual me hace muy feliz, como si fuese una enfermedad que no me hace parpadear pero sí mantener brutalmente el equilibrio, al igual que a esos grandes reptiles del principio de la humanidad que pudieron sobrevivir a todo cataclismo, porque no tenían temor a nada, sólo al encarcelamiento, a que los encerraban en sus grutas, y los dejaban morir allí, como unos seres malvados, y, seguramente,  perversamente criminales.

quince (¡%)
¿y por qué tengo miedo de quedarme ciego, de saber que la vida se me va en un soplo en la mirada, que sólo me separa un abismo de mi pútrida existencia?, todo esto lo pienso, y lo piensan muchos, llenos de dudas, abatimientos y tristezas, como si un geriatra nos dijera, desde el hospedaje emputecido de su asilo, hay que internarlo en una clínica psiquiátrica, sin saber las fealdades o virtudes que poseo, sin conocer mi esperanza que no existe, pero que puede estar padeciendo, como yo, en una cama, rodeada de rostros invisibles, que esperan encontrar verdades o últimos conjuros en mis quejidos más atroces, cuando voy rumbo en una ambulancia hacia el infierno, y creo que voy a una baile de temibles enmascarados, donde sospecho, internamente, pretenden sacarme todas las mentiras como si fuese el gran vómito universal de mi conciencia, y así dejarme apto, físicamente carcomido, para terminar mis días, soportando la existencia de una resurrección que no existe ni existirá en el mercado, ni en el monte de piedad de los olvidos, por lo que sólo me queda preguntarme, ¿qué carajo es la vida?, ¿qué mierda es la muerte?, ¿quién soy y quiénes somos, y para qué vivimos?, y si solamente vamos a seguir preguntándonos todos los días, cada minuto de la existencia, justamente esto, ¿quién soy o quiénes somos y para qué vivimos?, pero como no hay ni habrá respuestas, ni verdades, ni mentiras, me quedo en el sótano de la ingenuidad de mis creencias, en el yo irracional de mi memoria, viendo a este mundo plagado de horrores y suicidios, de desesperanzas y torturas, pero sabiendo que también las aves y las flores y las viejas cucarachas existen en cada amanecer de las ridículas y oscuras pesadillas y no sólo en los corazones inocentes de los niños, o en el recuerdo de esa madre que vivió toda su vida recordando que la salvaron de un incendio, pero que después, muy poco después de mirar sus pasos en el agua, era violada en un puente casi derruido, por soldados y maleantes, dejándole muy presente, un regalo entre las manos, que el mundo era justamente eso: un camino sórdido, salvaje y miserable.

acerca del autor
Juan

Juan Cristóbal nació en Lima en 1941. Hizo estudios secundarios en Chosica, ciudad cercana a la capital peruana y en la Universidad de San Marcos. Fue periodista en los suplementos culturales de los principales diarios peruanos. Actualmente es profesor de periodismo y de literatura en diversas universidades de Lima. Ganó el Premio Nacional de Poesía en 1971 y los Juegos Florales de San Marcos en 1973. Publicó varios poemarios, libros de cuento y prosa testimonial. Acaba de publicar un libro polémico “Uchuraccay o el rostro de la barbarie”, recopilación de artículos periodísticos sobre la matanza de ocho periodistas.