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Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
2 1 2020
El puente del recuerdo por Amaury R. Ledesma

Su mirada se perdía en el montoncito de hojas de eucalipto al que ella, sus hermanos y amigos habían prendido un fuego travieso. Todos los niños estaban emocionados, excepto ella, pues sintió que aquel instante ya había acontecido en su existencia. Las hojas seguían consumiéndose, esparciendo su humo por toda esa plaza llena de locales cerrados. Carla no estaba tranquila; más allá de su corta edad, apreciaba que eso que vivía era pasado, y que su presente no era ese, sino uno encriptado, de alguna forma, en el futuro.
Todo era tan familiar: la plaza, los locales, el domingo y su tarde de amigos y juegos, el sol que bañaba las vivas hojas de los gigantescos eucaliptos, pero su inquietud no cesaba.
Caminando por su colonia, en compañía de sus hermanos y amigos, sintió un dolor. No sabía qué le dolía, tan solo sentía un malestar; era un dolor inexplicable, sin ser insoportable, pero si constante, aunque, para su sorpresa, ese dolor poco a poco se iba transformando en descanso; en un alivio que adormecía, que envolvía y atrapaba; algo que se sentía inevitable.
Al final de la plaza había un extraño puente blanco de concreto. De un diseño que resultaba anormal e irreal; con una pizca de sinsentido, pues parecía que aquel puente solo resultaba efectivo como mero adorno urbano, porque hasta para los adultos estaba prohibido cruzarlo. Era inusual, sí. Se llegaba a un extremo de él subiendo unas peligrosas escaleras helicoidales sin barandal, hasta un primer nivel, donde había oficinas que nadie usaba. Y el otro daba hasta un lugar en el que era evidente el fallido intento de concebirlo como espacio de esparcimiento sano; con bancas y jardineras abandonadas y solo utilizadas por barbajanes, vagos, alcohólicos incontinentes y parejas poco románticas sin poder ir a un hotel. Dejando así, por debajo del puente blanco, un cruce para acceder con automóvil hasta el estacionamiento trasero de la plaza.
Ese domingo, cada vez que Carla y compañía pasaban cerca del puente, ella volvía a tener el dolor inevitable. Toda la tarde —que había transcurrido para ella como un recuerdo lejano—, la niña pensó en su porvenir, pero lo hizo de una forma tan madura que solo una persona adulta podía hacerlo. Ella supo eso, pero siguió indagando en cómo sería su vida cuando tuviera la edad de mamá o papá. De alguna forma, la pequeña suponía con tanta claridad que parecía que sabía de antemano lo que los años le depararían, y, muy a su pesar, no disfrutaba para nada de tales suposiciones.
Carla no sabía por qué justo esa tarde tenía esos pensamientos tan ajenos a ella y a su edad, y que tampoco correspondían a su vida cotidiana. Ella deseaba disfrutar el domingo tal como los otros niños; saliendo a jugar sin importar nada más, quemando algunas cuantas hojas de eucaliptos en algún rincón de la plaza o su colonia. Pero no podía evitar percibir todo como una fotografía del baúl viejo de su madre, como si todo lo que le rodeara fuera tan solo un recuerdo, aunque muy prematuro.
Ella se preguntaba sí se podía recordar algo que acababa de pasar, y sentir como si se tratase de una memoria lejana. Se cuestionaba sobre la composición de los recuerdos, de qué estaban hechos; cómo un recuerdo se hacía un recuerdo en sí; a dónde se iban los recuerdos si no se recordaban; y por qué cualquier chispazo en la vida accionaba alguno al instante.
Veía a sus hermanos y amigos y seguía pensando en ellos como algo alejado; fotogramas encapsulados en un momento almacenado en alguna parte. No podía evitar sentir eso, la intriga la abordaba, y, aunque los demás chiquillos parecían actuar con total normalidad, ella se dejaba llevar por el sentimiento de lejanía que la tarde de domingo y todo lo que conllevaba aquello le ofrecía; y parecía ser una tarde eterna, casi como un déjà vu que nunca tenía fin en su razón; razón que tornaba aquel presente en una proyección difusa de un añorado y concreto momento pasado.
En algún punto, toda la pandilla de niños se trasladó al espacio de esparcimiento insano en el que el puente blanco terminaba. Eso fue para Carla algo inmediato, anormal, pero todos los demás niños seguían haciendo sus chiquilladas como cualquier otro día, pero ¿había otros días pasados? La niña no lograba recordar lo que había hecho el día anterior. Sabía que lo había vivido; sabía que el pretérito acaeció, pero no lograba hilarlo con esa tarde de domingo exacta. Todo se tornaba borroso para ella, incluso, sentía que no tenía memoria más que la necesaria para disfrutar justo aquel momento.
Miró hacia el puente. El dolor volvió a ella, pero esta vez fue mucho más intenso. Escuchó una voz; un eco que provenía de esa edificación. Ninguno de los niños se percató de eso. Carla comenzaba a sufrir impotencia; casi como la que se siente al querer detener lo inevitable y, sin embargo, no saber nunca cómo hacerlo e ignorando por completo qué detener, qué evitar.
Cuando menos lo esperó, la niña ya estaba al pie de la escalera que llevaba al extremo del puente blanco. Ella la miraba, escalón por escalón, y empezó a ascender, escuchando la voz difusa, sin entender qué era lo que le decía, o sí era acaso a ella a quién se dirigía la voz. Tal parecía que sí, pues los demás niños ni siquiera se distraían o prestaban atención a lo que los oídos de Carla lograban escuchar, ellos se mantenían absortos en sus travesuras, en sus pláticas pueriles y solo para ellos interesantes. A ojos de Carla, ellos parecían comportarse en automático, siguiendo alguna clase de guion, efectuando cierto comportamiento predispuesto.
Pronto, la pequeña se dio cuenta de que ellos también eran difusos; sin rasgos concretos apreciables más que algunos lunares, una mirada, un gesto, o frases. Todo era tan confuso y distante.
Ya sobre el primer nivel de la plaza, justo frente al inicio del puente blanco, la niña comenzó a percatarse de la arquitectura de naturaleza extraña con la que se había edificado: con su inicio dividido en un par de segmentos, ¿por qué alguien haría algo así? ¿De quién fue la mente que ideó algo tan feo e inútil y a la vez tan asombrosamente interesante e inquietante? Todo de concreto armado, con pretiles muy bajos en cada uno de sus costados, pero ¿cómo ella sabía definir aquello? No importaba. Carla amaba al puente blanco. Su condición tan particular de generar extrañeza otorgaba a aquel hito cierto aire fantástico o de leyenda, solo pudiendo ser apreciado así por un infante.
En cuanto ella se aventuró a uno de los segmentos, la voz se escuchó aún más intensa. La niña quiso llorar. Sus adentros le indicaban que algo ya no estaba bien, pero eso no la detuvo, siguió caminando con cautela a través del puente; acción que de por sí ya era considerada como algo de extremo peligro por sus hermanos y los demás niños, y, por supuesto, también para sus padres o cualquier adulto sensato.
El puente era alto, sí, en su otro extremo había una pequeña torre desde la que se podía ver todo el mugroso espacio de esparcimiento en el que sus hermanos y amigos seguían haciendo cosas de niños.
Cuando ella llegó al final del puente, la voz era ya más nítida. Pertenecía a una mujer; una mujer que lloraba. La niña también comenzó a llorar. La voz decía con desesperación que no quería morir, que no quería irse del mundo, que aún quedaban muchas cosas por las qué vivir; cosas pendientes; amores por amar; dolores qué padecer; paisajes qué contemplar, pero, no obstante, ya no podía frenar su partida, para esa mujer, era inevitable.
La niña miraba a su alrededor, desde lo alto del final del puente blanco. Todo comenzó a desmoronarse: las casas, la plaza, los árboles, los vehículos aparcados, incluso, también sus hermanos y amigos; simples efigies del pasado, guardadas con cariño y amor a lo largo de toda una vida. Todo se fue, excepto el puente y Carla sobre él. Ella seguía llorando. Comenzó a desear el recuerdo de aquello que se había desmoronado ante sus ojos.
La voz de la mujer cesó y, ante una nada de espacio y tiempo donde antes había acontecido toda su tarde en aquella plaza con olor a hojas de eucalipto quemadas, sobre el final del puente, Carla se dio cuenta que todo lo desvanecido había sido tan solo un recuerdo; un amado recuerdo de una mujer que moría, y, con ello, repasaba lo que más amó; una memoria de los dorados años de su infancia, perpetuada en el baúl de los recuerdos de la razón. La pequeña Carla supo, comprendió, que era ella tan solo un recuerdo en la mente de la mujer en la que se convirtió. Esa mujer murió, y la niña desapareció junto con el puente del recuerdo.