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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Literatura
2 1 2020
Un ciervo en la carretera por Domingo Alberto Martínez

Prólogo por Alberto Montaner

Generalizar suele ser banalizar. Podría empezar diciendo que los relatos, y más los microrrelatos, suelen ser o, incluso, poniéndome preceptista (¡y Dios me libre!), que deben ser de tal o cual manera, como si el ajustarse al hábito o responder a una supuesta norma fuesen de suyo un mérito. Diré, pues, en su lugar, que buena parte de los relatos y, en especial, los microrrelatos que Domingo Alberto Martínez ha reunido en Un ciervo en la carretera, tienen una cualidad epigramática. De hecho, nada más comenzar a leerlo (y debo aclarar que, contra mi costumbre, lo hice al azar y por el medio, de modo que lo primero con lo que dieron mis cuatro ojos fue con «La 3.ª dimensión. Caso práctico»), se me vino inevitablemente a la cabeza el metaepigrama de Juan de Iriarte en el que el poeta define el género:
A la abeja semejante,
para que cause placer,
el epigrama ha de ser
pequeño, dulce y punzante.
Se situaba así don Juan en la estela de Escalígero, quien, en el tercero de sus Poetices libri septem, había caracterizado el epigrama por estar dotado de breuitas et argutia, esto es, de brevedad y agudeza. Pues bien, ambas cualidades (y con más de salado que de dulce, pese a Iriarte) caracterizan buena parte de los relatos de mi tocayo, que prefiere este registro al de la intriga enigmática a lo Monterroso, cuando el dinosaurio seguía allí. Cierto que cierta dosis de intriga también comparece en estos relatos, pero es algo que se incorpora a los menos breves, no por mero recurso técnico, desde luego, sino porque es condición indispensable de una prosa que se quiere narrativa y no lírica, pues es en ella exigencia básica del attentum parare o, dicho en plata, de la pretensión de mantener cautivo al lector, en rapto más que consentido, huelga decirlo.
El resultado de la epigramática brevedad aguda y tirando a salada es, claro, cierta dosis de ironía, aunque a veces, como en el relato mencionado, sea ironía trágica. Esa ironía, a su vez, puede ser solo burlesca, vale decir, cómica de por sí o sin más (sin entrar en disquisiciones freudianas al respecto), pero también puede ser satírica, esto es, dirigir el dardo contra determinados usos y costumbres o ciertos tipos y actitudes, a menudo con una crítica social. Sírvame de testigo (y, con esta, prometo que abandono las citas ajenas) otro epigrama del mismo Iriarte:
El señor don Juan de Robres,
con caridad sin igual,
hizo este santo hospital…
y también hizo los pobres.
En los relatos de Domingo Alberto Martínez, la ironía también deriva no pocas veces en sátira. En unos casos es abierta; en otros, velada, pero no menos perceptible y, quizá por ello, más trágica; en ocasiones, literalmente, como en «Olvido» o «La carne». Puede ser contemporánea, pero también situarse en las minas de un Potosí dieciochesco o en la necrópolis extramuros de Licabrum. Burlesca o satírica, la ironía va adoptando, conforme el relato crece, formas adaptadas a su desarrollo narrativo. Se vale con maestría del arte de la caricatura, ¡ay, ese don Cornelio que hace verdad el adagio nomen omen!, que se enreda en la trama para devenir entremés o sainete y alcanzar a veces la nota un tanto disparatada del astracán o el desgarrado expresionismo del esperpento.
En esa andadura, la carnación del esqueleto argumental la aporta la palabra narradora. Si estuviese escribiendo hace veinte o treinta años (es decir, nada, como pide el tango, al menos para quien, como quien esto teclea, peina canas), apelaría ahora sin rodeos a la voluntad de estilo, esa panacea de la literatura sedicentemente vanguardista. El caso es que, puestos a hablar del estilo, si no se recurre a un análisis técnico de base retórica con herramientas cuantitativas, solo pueden hacerse apreciaciones impresionistas. Corro, pues, el riesgo de incurrir en alguna metáfora inane, como aquella, tan de moda en esos años, del estilo musculado de la que se reía, con toda razón, Víctor Moreno en De brumas y veras. El caso es que a mí el adjetivo que me viene a las mientes de manera espontánea para caracterizar la prosa de Alberto es suculenta, no exactamente en el sentido habitual de ‘jugosa’ o ‘sustanciosa’, sino en el que se habla de la suculencia de las plantas crasas, es decir, la cualidad a un tiempo carnosa y jugosa. Carnosa por lo consistente, jugosa por lo sazonado de las palabras y los giros. Nada más lejos, para gozo del lector (o, cuando menos, de aquellos lectores entre los que me cuento) del barthesiano grado cero de la escritura.
Cerremos el círculo volviendo al título. Resulta este una excepción a la tendencia no enigmática señalada al principio de estas líneas. ¿Por qué Un ciervo en la carretera? A mí, como quizá les pase a otros lectores, me hizo de inmediato pensar en la señal de tráfico tipificada como P-24, Paso de animales en libertad. En nuestro caso, el anuncio enigmático del título podría referirse a los propios relatos, con ese toque a menudo ingenioso y sorprendente que, como decía arriba, los caracteriza. La carretera sería, por tanto, metáfora del propio transcurso del libro, en el que uno se iría topando con los relatos cuyo giro final lo sorprendería como el ágil ciervo de nuestra fábula gráfica. Cierto que, cuando uno se enfrenta al primer y anepigráfico relato, piensa haber dado con la clave, pero al cabo de leerlo (lo que se hace en un abrir y cerrar de ojos) se desengaña. Acteón no parece cuadrar mucho a la señal P-24. Así que el lector tendrá que seguir adelante, a ver si en algún recodo del camino, da con el ciervo en, o cuando menos al lado de la carretera. No le diré si lo va a encontrar. Solo le advertiré de que la ruta merece la pena.
Aceptada la amable invitación de mi tocayo a prologar estas páginas, movido por la simpatía hacia el autor y no menos hacia su obra, incurrí en una de esas contradicciones que son propias de la condición humana, porque, personalmente, nunca he sido muy amigo de prefacios, esa especie de barbacana que dificulta el acceso a lo que a uno le interesa, que es la obra a la que anteceden, motivo real de que se acerque al libro el lector, para quien las reflexiones, más o (con cierta frecuencia) menos inspiradas, del prologuista suelen darle, salvo honrosas excepciones, absolutamente igual. Por otro lado, las introducciones académicas (género en el que tengo más hábito) acostumbran a tener el defecto (difícilmente salvable, todo sea dicho) de destripar o, como se dice ahora, de hacer el spoiler de la obra a la que introducen, razón por la cual suele ser preferible acometerlas tras habérsela leído. Por ello y con pleno cierto (a mi ver), la Biblioteca Clásica de la Real Academia Española sitúa el estudio a continuación del texto, en lugar de precediéndolo, como es costumbre.
El escasamente lacónico párrafo que antecede no tiene otra función que convertir la necesidad en virtud y, sin tener que apelar al ya un tanto manido y, dicho sea de paso, no necesariamente acertado dicho graciano, servir de excusa para cerrar pronto (aunque espero que no demasiado mal) estas líneas introductorias y, dejándonos de preámbulos, dar de una vez paso a lo que el lector está buscando y verdaderamente importa: los relatos —breves o no tanto, burlescos o serios, moderada o descaradamente suculentos— de Un ciervo en la carretera.

acerca del autor
Domingo Alberto

Filólogo de formación y apasionado de la palabra escrita, Domingo Alberto Martínez (Zaragoza, 1977) dirigió una librería hasta 2012, año en el que se trasladó con su familia a Tudela, capital de la Ribera navarra. Su primera novela, “Las ruinas blancas”, fue premiada en el XVI certamen “Santa Isabel de Aragón, reina de Portugal”, convocado por la Diputación de Zaragoza en 2001. Un año antes, su siguiente novela, “Trovas de fierro”, había recibido el premio Alfonso Sancho Sáez del Ayuntamiento de Jaén. Sus relatos, premiados en muchos certámenes literarios, están recogidos en las antologías “El pan nuestro de cada día”, “Palos de ciego” y “Un ciervo en la carretera” actualmente a la venta.