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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Ideas
2 10 2020
Raymond Aron: el heroísmo de la incertidumbre por Jean Birambaum *

En 1933, un joven francés atraviesa la ciudad de Berlín, erizada de brazos tendidos. Raymond Aron, de 28 años e hijo de una buena familia, había visto a su padre arruinarse por la Gran Depresión. Este espíritu elocuente y ágil, durante su infancia apodado por sus padres "el abogado”, se clasificó primero en la agregation (1) de filosofía- y 2/6 en tenis. Cuando llega a Alemania para ocupar un puesto de asistente en la universidad, el normalista (2) simpatiza con ideas socialistas y pacifistas, muy común entre sus compañeros de promoción. Pero, a diferencia de estos, y en particular de su "compañerito” Jean-Paul Sartre, que comenta las noticias mundiales en los cafés del Barrio Latino, Raymond Aron recibirá la historia en pleno rostro.

Ante sus ojos, Hitler agita a las multitudes, Goebbels quema libros. "Alemania era mi destino", reveló después quien verá la sustitución de las banderas rojas por las camisas pardas: mientras los militantes del poderoso movimiento obrero desaparecen súbitamente, como atrapados por "una trampa mágica", los defensores de Hitler llevan la delantera. Ayer, ¿acaso no eran algunos de ellos arrogantes marxistas? Aron, que había sido un buen lector de El Capital, sigue frecuentando a quienes aceptan hablar con él: “Hoy estoy intentando reconstituir mis sentimientos durante estos primeros días de mi encuentro con la cultura alemana (...)”, lo contará más tarde. “Era sensible al desamparo de la juventud alemana, al calor que impregnaba las relaciones entre las personas; incluso los estudiantes que se acercaron más o menos al nacionalsocialismo no rechazaban el diálogo. (...) Estábamos bebiendo a orillas del Rin o del Spree, y de repente surgió una oleada de amor o amistad que transformó la velada".

DEJAR UN LUGAR A LA DUDA
Días determinantes en los que se decide la vocación de Aron, su "proyecto de existencia": pensar la historia en gestación, la humanidad forjada por sus fallas, con la mayor sinceridad posible. Si el nazismo repugnaba a este humanista judío, lo obligó también a reconocer los límites de su credo político y filosófico: enfrentado al salvajismo crudo, el joven intelectual rompe con el pacifismo y descubre "el poder de las fuerzas irracionales". Antes de juzgar, decidió, comencemos por captar la realidad en sus contradicciones. Eso significó no aceptar, sino describir el mundo tal como es. Contra muchos de sus contemporáneos, Aron evitará confundir la Verdad con el Bien y la política con la moral. Quien se haya enfrentado al fanatismo sanguinario se negará a oponer consignas contra consignas. "La lucidez es, de hecho, la primera ley del intelecto", escribió en 1933 en su "Carta abierta de un joven francés a Alemania".

Mencionar los hechos con lealtad, no ceder en nada a la hipocresía, mostrarse "sin piedad por las creencias fáciles", dejar un lugar a la duda: tal será el esfuerzo de Raymond Aron. “En lugar de gritar con los partidos, podríamos esforzarnos en definir, con el máximo de buena fe, los problemas que se plantean y los medios para solucionarlos”, apuntó poco antes de la guerra. Como académico, pero también como periodista, se rebelará contra esta perversión partidista que convierte a tantos intelectuales en "propagandistas".

Frente al nazismo, contra el estalinismo o sobre la cuestión colonial, intentará ser siempre fiel a esta línea de conducta, la de un pluralismo obstinado: "El pluralismo intelectual o espiritual no reclama una verdad comparable a las matemáticas o a la física; tampoco cae al nivel de una simple opinión. Se arraiga en la tradición de nuestra cultura, se justifica y en cierto modo se verifica por la falsedad de las creencias que se esfuerzan en negarlo”, apunta Aron en las últimas páginas de sus “Memorias”, magnífico volumen publicado meses antes de su muerte, en 1983 (en la editorial Julliard).

Este estado de ánimo no sólo le atraerá simpatía. Muy temprano comprometido con la Resistencia, el editor en jefe de La France libre era reacio al enrolamiento partidario y defendía desde Londres, "el respeto matizado de todas las ideas". Después de la guerra, mientras Stalin podía contar con la complacencia de la intelectualidad occidental, Aron despertó la condena de muchos amigos, incluidos los gaullistas, al denunciar las mentiras y los crímenes del régimen totalitario: "¿Es tan difícil, para los grandes intelectuales, aceptar que 2 y 2 son 4 y que el gulag no es democracia?”, resumirá. A mediados de los años 1950, Aron todavía defiende posiciones contrarias a quienes pensaban que podían encerrarlo en un clan político. Durante mucho tiempo hostil al colonialismo, publicó un libro en el que abogaba por la independencia de Argelia y por lo que llamó “la heroica solución del abandono” (“La Tragédie algérienne”, Plon, 1957). Una vez más, por tanto, el editorialista del diario Le Figaro molestó a la derecha sin atraer la indulgencia de la izquierda.

Poco importa, según él, mientras se conserve lo esencial: evitar la guerra civil, su pesadilla desde la experiencia de Berlín; contrarrestar los soñadores más duros que se apasionan por lo peor, todos estos predicadores feroces que prefieren atizar el odio antes que aclarar los espíritus. En esos momentos tan explosivos de los años 1930, las guerras coloniales o aún mayo de 1968, la opción de Raymond Aron, esa ética inflexible de la duda, solo podía exponerlo a la soledad y a los sarcasmos. “Heme aquí, soy durante mucho tiempo un marginal, tanto aquí como allá”, señaló en 1965(...). “Un sin partido, cuyas opiniones a su vez chocan a unos y a otros tanto más insoportables de lo que quieren ser moderados con exceso.

En este sentido, si se menciona a menudo a Kant y Tocqueville como las principales fuentes de su pensamiento, podemos decir que Aron fue ante todo discípulo de Aristóteles, este gran filósofo de la prudencia. Para Aron también la prudencia es todo salvo una forma de pusilanimidad, es la primera de las audacias. Cuando celebraba el "supremo valor de la moderación", pensó en algo que estaba relacionado con la acción: un ejercicio de libertad, la puesta en marcha de una responsabilidad.

Porque Raymond Aron no es de los que afirman poseer la verdad. "El hombre aliena su humanidad, si renuncia a buscar y si se imagina haber dicho la última palabra", advierte durante una conferencia en 1957, y él mismo extrajo las lecciones de esta advertencia. Para verificar esto, podemos sumergirnos en sus libros, sus artículos de prensa y escuchar sus lecciones en la Sorbona. Constataremos entonces que el teórico de las relaciones internacionales y de la "sociedad industrial" pasa su tiempo a dialogar con sus alumnos, anticipándose a sus objeciones. ("Podría decirme"...), tener en cuenta sus sensibilidades: "Por supuesto intentaré no escandalizar a nadie", repite. En esto amplía la enseñanza de un profesor que lo marcó mucho cuando tenía 17 años, y que se llamaba Georges Aillet. "No estaba blindado por un sistema, (...) no sabía, buscaba: ninguna verdad para transmitir, sino una forma de reflexión a sugerir", recordará el antiguo alumno del liceo que devino más tarde profesor en el célebre Collège de France.

PRUEBAS VIVIDAS
En el pensamiento de Aron hay mucho más que un método pedagógico, una práctica de la incertidumbre que es la base no solo de una determinada ética intelectual sino también de la civilización democrática. Observador de este régimen fatalmente decepcionante, crítico mordaz de sus debilidades, Aron insistió mucho en que la democracia debe ser defendida a toda costa, porque pone en su centro la conciencia permanente de nuestros límites. Lejos de representar una deficiencia, afirma, esta manera de asumir su propia fragilidad encarna la moral heroica de nuestras sociedades, siempre y cuando se identifiquen con ella: "Comenzaré por una confesión", dijo Aron en 1939: “Creo en la victoria final de las democracias, pero con una condición, que ellas la quieran”.

Toda la esperanza de Aron, su fuerza vulnerable, reside en este equilibrio entre conciencia crítica y voluntad combativa. A los espíritus llamados "radicales", que quisieran reducir sus escrúpulos a una simple escapatoria, les replica esto: la arrogancia ideológica expresa menos coraje que la cobardía. “No obstante, Jean-Paul Sartre tenía razón al reprocharme por tener demasiado miedo de hacer tonterías”, ironizó. “Incluso en las llamadas ciencias exactas, la investigación no está exenta de errores y los errores sin provecho. Él, por el contrario, especialmente en política, ha usado generosamente el derecho a cometer errores”.

Y en cuanto a los demagogos cómodamente instalados en sus sillones subversivos, que se burlan de la postura abstracta de un espíritu frío, Aron les responde que se trata más bien de una necesidad sólida, nacida de las pruebas vividas. Estas pruebas, como se ha dicho, fueron ante todo políticas e históricas. Pero también marcaron el itinerario familiar de Raymond Aron, y no podemos entender su relación en extremo sensible con la finitud si no tenemos en cuenta los traumas que fueron el cambio de posición social y la humillación de su padre, luego del Krach de 1929, pero también la pérdida de una nieta de 6 años en 1950. "Quien haya presenciado impotente la muerte de su hijo ya no tendrá la tentación de adherir al orgullo prometeico", escribió. Tanto como en tal reflexión teórica o tal compromiso político, es aquí donde se despliega la filosofía aroniana, el heroísmo de la incertidumbre.

 

 

 

(1) Concurso para los estudiantes que terminaron sus estudios universitarios que les permitirá ser catedráticos en una universidad o un instituto superior.
(2) Exestudiante de l’École Normale Supérieure de Paris, institución prestigiosa donde estudiaron eminentes intelectuales y profesores franceses.

acerca del autor
Raymond

Nació en París en 1905. Estudió en la Escuela Normal Superior, donde conoció a Jean-Paul Sartre y a Paul Nizan. Tras la ocupación nazi, se trasladó a Gran Bretaña y fue director de “La Francia libre”, periódico impulsado por el general Charles de Gaulle. Después de la liberación, regresó a París, fue docente en la Escuela Nacional de la Administración y —desde 1947 hasta 1977— editorialista en el diario Figaro. Fue especialista de la obra de Carl von Clausewitz (1780-1831), autor del tratado de estrategia militar “De la guerra”. En 1948, entró en conflicto con Sartre en la revista “Los Tiempos modernos” a propósito del papel de la Unión Soviética. Se desempeñó como catedrático de Sociología en la Sorbona a partir de 1955. Escribió “El opio de los intelectuales” (1955), “Democracia y totalitarismo” (1965), “Pensar la guerra. Clausewitz” (1976), “Memorias” y más de treinta obras. Desde 1977, fue editorialista en el semanario “L’Express”. Falleció en París el 17 de octubre de 1983.