Noventa y un años del nacimiento de Julio Ramón Ribeyro. "No era el tipo de persona que se daba mucha importancia; jamás se dejó envolver por los halagos y la adulación. Era demasiado inteligente para ser vanidoso, demasiado perspicaz para dejarse llevar por las apariencias. Odiaba la solemnidad y las poses", recuerda la autora.
Escéptico, sensible, lúcido hasta la desesperación, Ribeyro decía que escribir era para él una tentativa de ordenar un mundo lleno de enigmas. “La duda que es el signo de mi inteligencia, es también la tara más ominosa de mi carácter. Ella me ha hecho ver y no ver, actuar y no actuar, ha impedido en mi la formación de convicciones duraderas y me ha dado finalmente del mundo la imagen de un remolino donde se ahogan los fantasmas de los días”, escribió en sus Prosas Apátridas.
Conocí a Ribeyro en París a fines de 1989 en un almuerzo con amigos. Yo tenía la imagen de una persona parca e inaccesible pero me sorprendió encontrar a un Ribeyro extrovertido, amigable y con un agudo sentido del humor. Dos años más tarde se instaló en Lima en un apacible piso frente al mar y retornó a la vida bohemia que había dejado varias décadas atrás. Retomando su faceta de “animal nocturno”, recorría los bares de Barranco siempre atento a lo impredecible.
Su pequeño departamento se convirtió en un punto de encuentro feliz para los amigos; recibía con harto vino y, si la noche se animaba, se lanzaba a bailar al son de las bachatas de Juan Luis Guerra que le encantaban. Los sábados en las mañanas se entregó con cierto frenesí al divino deporte sobre ruedas uniéndose al selecto clan de los esforzados “ciclistas del mediodía” como los bautizó Fernando Ampuero. Junto a Ampuero, Antonio Cisneros, Willy Niño de Guzmán, y eventualmente el sicoanalista Jorge Bruce, tomaba la ruta de los malecones.
El trayecto consistía en varias pascanas cada cierto trecho en pos de unas cervezas y algún aperitivo; paradas necesarias para retomar fuerzas y visitar a los amigos que vivían a lo largo del camino. Mi casa barranquina era la última parada del recorrido. Decía que había venido a Lima a “desculturizarse”, que ya estaba cansado de estar al día en el acontecer cultural, pendiente de la última novela publicada, la última exposición de arte, que había cambiado la música clásica por el merengue y que ya no le interesaba escribir más cuentos; lo entusiasmaba más centrarse en su diario personal, género con el cual al final de su vida se sentía más libre y cómodo.
En el tan difícil terreno de las distancias cortas, Ribeyro construyó un espejo social y personal, pero no desde la superioridad del creador de turno, sino desde la misma visión de sus personajes representados.
Muchos consideraban a Ribeyro una persona hosca y algo depresiva. Podríamos decir más bien que estaba marcado por el desencanto. Las decepciones que acumuló lo cristalizaron y vacunaron contra la amargura. No era el tipo de persona que se daba mucha importancia; jamás se dejó envolver por los halagos y la adulación. Era demasiado inteligente para ser vanidoso, demasiado perspicaz para dejarse llevar por las apariencias. Odiaba la solemnidad y las poses. Era un frío observador de la conducta ajena y la propia. Frente a las conversaciones afectadas que no tenían una base de auténtico conocimiento, lanzaba una poderosa mirada de hastío: “prefiero hablar de cosas triviales”, decía.
Frente a su obra, era lo suficientemente imparcial como para reconocer que nunca llegó a estar al nivel de los grandes narradores del “boom”. “Comprendo ahora con mayor claridad que lo que resta audiencia a mi obra es su carácter anti épico. Las grandes acciones, los personajes coloreados, los inmensos espacios están en las obras de García Márquez, Rulfo o Vargas Llosa. El mundo de mis libros es un mundo más bien sórdido, donde no ocurre nada grandioso”. La crítica lo calificaba de escritor discreto, tímido, laborioso, honesto, ejemplar, marginal, intimista, pulcro, lúcido. “Nadie me ha llamado nunca un gran escritor. Porque seguramente no soy un gran escritor”, escribió en sus diarios.
Cuando Ribeyro murió, su hermano Juan Antonio puso en mis manos una libretita con apuntes y dibujos del escritor realizados en lápiz y acuarela; libreta muy pequeña que llevaba en sus viajes y paseos por la ciudad donde apuntaba sus impresiones y dibujaba con el mismo espíritu sensible y agudo que escribía. Los sucesos que rodearon su muerte estuvieron –como los típicos relatos ribeyrianos– cargados de ironía. Dos meses antes de morir ganó el premio Juan Rulfo, el cual no pudo recibir personalmente ni disfrutar de la importante suma que lo acompañaba porque ya estaba muy enfermo.
En su entierro el cura que oficiaba el sepelio mencionó, por error, el nombre de otro muerto. El supuesto amigo que dio el sentido discurso de despedida era alguien por quien el escritor nunca tuvo mucha simpatía. Y para redondear la historia, a los pocos meses de su muerte la municipalidad de Miraflores colocó un busto de bronce en su memoria en uno de los óvalos de la avenida Pardo. A los pocos días de ser develado, el busto fue robado por unos fumones para fundirlo y comprar droga.
Julio Ramón Ribeyro, Lima (1929-1994). Estudio letras y derecho en la Universidad Católica de la capital peruana. Forma parte de un círculo de escritores que suelen publicar sus obras y presentarlas en lugares bohemios de Lima. En 1952 viaja a España para cursar estudios de periodismo gracias a una beca del Instituto de Cultura Hispánica. Recorre varios países europeos: Francia, Alemania y Bélgica. En 1958, volvió al Perú para publicar su “Cuentos de Circunstancias” y su novela “Crónica de San Gabriel”. Trabajó en la Universidad Nacional de Huamanga (Ayacucho). En 1960, se afinca en París donde fue periodista en la agencia France Presse, agregado cultural en la Embajada del Perú y delegado permanente ante la UNESCO. Ese mismo año le concedieron el Premio Nacional de Fomento a la Cultura. En 1963, ganó el Premio del diario Expreso de Novela. En 1983, el Premio Nacional de Literatura. Publicó las novelas "Los geniecillos dominicales" (1965), "La Palabra del Mudo" (1973), "Cambio de guardia", "La caza sutil" y sus libros de prosa "Prosas apátridas", "Dichos de Luder" y "La tentación del fracaso". En 1993, fue galardonado con el Premio Nacional De Cultura y en 1994, con el Premio Internacional Juan Rulfo de México.