–Concédame un poco de su inestimable tiempo, quisiera hacerle partícipe de las visiones e impresiones que he experimentado en ese remoto y cuasi onírico confín, el que le mencioné hace apenas una hora. Intentaré describírselo lo más fidedignamente posible. Ceda a ello, se lo ruego.
«Sin más, me encontraba en una colosal y enigmática escalera, en algún punto indeterminado de la misma, cuyos peldaños, de color verde rubí, estaban bella y exquisitamente ornamentados: motivos florales, quiméricas bestias, símbolos y lo que parecían ser escrituras arcaicas. El aire era tibio, salino y vegetal a un tiempo. A izquierda y derecha, jirones de nubes de un blanco resplandeciente, permanecían inmóviles, solemnes, pues ningún viento soplaba, a pesar de la espeluznante altura. Ascendía, infatigable, por la titánica escalera, que, a todas luces, creí, pertenecía a una ancestral y mayestática civilización de entidades gigantescas. ¿Quién si no podían ser los artífices de tan vasta empresa?
«Me detuve un instante y miré hacia abajo; surgió una pregunta: ¿Por qué había ascendido en vez de descender? No pude contestar a eso.
«Reparé en la luz ambarina y brillante que lo envolvía todo. ¿De dónde provenía si el astro sol no estaba presente? Lo más sorprendente y, quizá, inquietante, era el silencio: un mantra inaudible, profundo y universal. Si eso es posible…
«Pese a toda aquella insólita magnitud, no sentía temor o intimidación alguna; sentía paz y bienestar. Ni hambre, ni sed, ni cansancio, ni sueño. ¡Nada!
«Peldaño a peldaño, continué la ascensión, albergando mi corazón una alegría incontenible; comencé a reír de puro gozo.
«De repente, presentí un rumor de agua y vegetación, ¡vida! Sí… Una cálida y perfumada brisa primaveral llegó hasta mí, como si de una recepción de bienvenida se tratara. Cerré los ojos, dejando que aquella delicada y dulce sensación acariciara mi rostro. Al abrirlos, miré hacia arriba; la escalera tocaba a su fin. Los últimos peldaños, lisos y transparentes como cristal de hielo, contenían en su interior minúsculas partículas de luz ultravioleta, gravitando alrededor de otras más grandes, de aspecto líquido y palpitante.
«Un vasto jardín se abrió ante mí. ¿Qué tipo de civilización había concebido semejante maravilla? Ciclópeas fuentes, árboles frondosos de verde fulgente, mantos de hierba fresca y lozana y miles de flores exuberantes, cuyos pétalos, formas y crisol de colores, superarían en belleza a cualquiera de nuestros más exquisitos jardines botánicos. Pequeñas avecillas de vistoso plumaje surcaban el cielo azul inmaculado, de un árbol a otro con elegantes y gráciles piruetas.
«El silencio había dejado de ser, dando paso al sutil y sosegado murmullo de aquel paradisíaco escenario. «Deseo quedarme», pensé.
«Comencé a caminar, despacioso, calmo mi corazón, observando hasta el más ínfimo y precioso detalle, aspirando extasiado el festín de perfumes florales y hierbas aromáticas que salían a mi encuentro. ¿Y las fuentes? Con qué calma y magnífica cadencia me deleitaban sus aguas claras y luminosas. Todo aquello era pura ambrosía para mis sentidos, ¡un incuantificable espectáculo! ¿Cuántas maravillas me aguardaban aún?
«Entonces, de entre la arboleda, surgió una figura ambigua, cuya forma mutaba a cada instante; se tornaba a intervalos en agua, fuego, piedra, tierra y vegetal. «¿Qué eres?», pregunté. «Toda existencia. ¿Acudirás a la llamada?», escuché en mi interior, y, al cabo, sentí un fortísimo temblor y desperté… desafortunadamente.
–Es un sueño muy hermoso –dijo el jefe médico.
–Entonces, ¿no cree que haya tenido una experiencia cercana a la muerte? –preguntó el paciente bastante decepcionado.
–Señor Pirandello, no dudo que en estados febriles se experimenten ese tipo de bellas y plácidas visiones, sin embargo, y afortunadamente, no ha sido víctima de un trágico y aparatoso accidente, ni ha ingerido veneno u otras sustancias peligrosas –respondió el jefe médico.
–¿Y…? –inquirió Pirandello.
–Atiborrarse de pasteles y bebidas espirituosas no es lo más sensato, dada su avanzada edad y el delicado estado de salud que atraviesa. Debería ser más consciente de ello –aseveró el jefe médico pacientemente.
–Transitamos por esta escarpada vida y, al final, cuando merecemos todas las mieles por lo padecido, este frágil cascarón naufraga, abandonándonos cual despojo, en una insípida isla con tufo a medicamento –replicó irónicamente Pirandello, profesor emérito de historia clásica y griega.
Algunos meses después, restablecida la salud, y tras una opípara cena ofrecida por la sociedad gastronómica I cieli, de la que era leal miembro, Pirandello se encontró de nuevo en el mismo punto indeterminado de la majestuosa escalera: ascendiendo infatigable, para, definitivamente, instalarse en el vasto y bello jardín, junto al insólito ser mutante y las pequeñas avecillas de vistoso plumaje.
–Ahora sí –dijo adentrándose en la espesura arbórea.
(Extraído de su libro de relatos, “La desdicha de no ser pájaro”, Erlino Forest, Barcelona, 2020.)
Nació en Barcelona en 1967 y se crio en un pequeño pueblo vinícola, San Andrés de la Barca (Cataluña). Su primer contacto con los libros fue con Tolkien y Castaneda, después cayó en sus manos, “Tuareg” de Vázquez Figueroa y “El perfume” de Patrick Süskind y a partir de ahí, no pudo parar de leer. “La desdicha de no ser pájaro” es su segundo libro de relatos. Sus autores favoritos son diversos: Hermann Hesse, Ernesto Sábato, Dickens, etc.